Cuentos de Fray Mocho

Memoria de un Vigilante

XIV

MUNDO LUNFARDO

EN LA PUERTA DE LA CUEVA

Penetrar en la vida de un pícaro, aquí en Buenos Aires, o, mejor dicho, en lo que en lenguaje de ladrones y gente maleante se llama mundo lunfardo, es tan difícil como escribir en el aire.

Aquí se vive a ciegas, con respecto a todo aquello que pueda servir para dar luz sobre un hombre: la policía, para desempeñar su misión, tiene que hacer prodigios, y parece imposible que obtenga los resultados que obtiene, dada la clase de gente en que las circunstancias la obligan a reclutar su personal subalterno y el medio en que actúa.

Las policías de Londres, París y Nueva York, dotadas de mil recursos preciosos, no tiene nada de extraño que puedan encontrar un delincuente dos horas después de haber cometido el delito: lo admirable sería que pudiesen hacerlo aquí.

Quisiera ver a esos graves policemen de que nos hablan los libros, en este escenario, en que no existen registros de vecindad, en que se ignora el movimiento de la población, en que la entrada y salida de extranjeros es un secreto para las autoridades, en que uno puede ser casado diez veces, tener quince domicilios, mil nombres distintos y quinientas profesiones diferentes, y todo en la mayor reserva, no digo para la autoridad, sino para los hijos, la esposa, los hermanos y hasta los vecinos, por más curiosos que sean.

Aquí nos hemos ocupado del adoquinado y rectificación de calles, de formación de paseos, de obras de higiene convencional y de todo aquello que luce a primera vista; pero respecto a organización social, a medios de conocernos y controlar nuestros actos todos los convecinos, vivimos como en tiempo del coloniaje.

¿Por qué no se ha establecido el registro de vecindad y todos sus derivados?

¡Que lo diga la Municipalidad, que tiene encarpetadas las notas en que se lo han pedido todos los jefes de policía habidos hasta hoy!

Viviéndose como se vive aquí, un pillo anda a sus anchas, hasta que un mal paso, demasiado claro, lo pone bajo los ojos de la policía, que es andariega y husmeadora, y que si no lo fuera—de lo cual Dios nos libre y nos guarde—no faltaría quien le robara a uno hasta los pelos de la nariz sin que sintiese cuándo se los arrancaban.

Y caer bajo los ojos de un empleado de policía es lo mismo que caer bajo los de toda la repartición, pues unos a los otros se van enseñando el mal hombre—cuya filiación, nombre y costumbres, si no se inscriben en un registro, quedan sin embargo grabadas en la memoria de quienes no lo olvidarán jamás y serán capaces de encontrarlo más tarde, aunque se transforme en pulga.

Los lunfardos dicen, con ese motivo, cuando dan con algún agente que aún tiene paciencia para oírles sus disculpas y lamentos:

—¡Vea, señor!... ¡Más vale ser caballo de tramway que pillo conocido!