Cuentos de Fray Mocho

Un viaje al País de los Matreros

XII

A la luz del fogón

Como la cena estuviera lista, Aguará declaró que él no podía comer sin cubiertos y mandó traer su caballo, que había dejado maneado a media cuadra de nuestro campamento, y, de la grupa de su recado, sacó un tubo de plata que encerraba un tenedor, un cuchillo, una servilleta y un atadito de escarbadientes.

Yo lo veía a la luz del fogón, con su aire tranquilo y reposado, con sus botas coloradas, perfectamente lustradas, sobre las que se destacaban lucientes los espolines ingleses, que contrastaban con la amplia bombacha de brin blanco que vestía y con la guerrera de lustrina negra que cubría su busto y por bajo de la cual asomaba su caño reluciente un revólver suizo de bala de cobre y lo comparaba con sus compañeros de correrías, sucios, harapientos, descalzos y armados apenas con fusiles de fulminante.

El contraste era verdaderamente chocante.

Aguará -vivo como una centella- conoció lo que yo pensaba y exclamó de repente, dirigiéndose a mí:

-¡No porque me vea vestido de lana se crea que soy carnero! ¡En poblado mi indumentaria es otra: allí tengo mi cuarto y en él no me falta nada para ser un hombre chic! ¡Vea; cuando voy a Buenos Aires, hago mi provisión de elegancia y allí mismo me la luzco como el mejor!... ¿Aquí?... ¿Para qué?... Con tener mi revólver y mi carabina estoy del otro lado.

-¡Hombre original es usted!...

-¿Le parece?... ¡No crea!... No paso de ser un pobre nutriero como el Chimango o cualquiera otro: lo que hay es que me doy otro trato, que soy una nota discordante en esta orquesta, una carta de otra pinta en este naipe y que los pesos míos, que se habían de comer los intermediarios en el asunto de los cueros, me los como yo. Eso es todo. Sé, sin embargo, que soy centro de leyendas y... ¡hasta de calumnias, pero poco me importa! Algunos lanudos de aquí de los pajonales -porque aquí hay lanudos como los hay en Buenos Aires y en todas partes, personajes graves, de esos que se llaman fantasmones, que lo mismo prosperan en los albardones desiertos, chismeando de rancho en rancho, que en las ciudades populosas conversando pomposamente en clubs y confiterías- dicen que soy sin alma porque no sirvo de instrumento a sus tonterías, o porque les destruyo sus intrigas burdas y sus negocios groseros, pero a mí ¿qué me importa? ¡Yo sé que me tienen miedo y me río! ¡Bah!... Si el ser matrero no me sirviera ni para hacerme respetar, mañana mismo me iba a cualquier pueblo y me metía de tendero. ¿No le parece?

-¡Claro! Pero la vida que usted lleva no está muy en armonía, que digamos, con el nivel intelectual que usted revela.

-Así será... ¿Y qué hay con eso?... Yo no puedo trabajar porque no sirvo para peón, ni tengo paciencia para consumirme viendo que los demás gozan mientras yo sudo, y, lo menos que puedo hacer por una sociedad en que yo no soy socio si no para llevar lo peor, es retirarme al desierto.

-No le digo lo contrario... pero el trabajo continuado y metódico, la economía, el orden, le han de dar más resultado que esta vida semi extravagante.

-¿Orden?... ¿Método aquí en las islas?... ¡Vaya! ¡cómo se conoce que usted no es de estos pagos!... Vez pasada visité al doctor Roque Sáenz Peña en su estancia La Argentina, allá en el Ibicuy y noté que quería innovar, corregir la plana a los de pata en el suelo... ¡Ya sabrá cómo le ha ido! ¡Bah!... Yo, créame, no he de llegar al poblado en «un cuero como dijunto de pajuera» según el dicho de aquí... ¡cuando llegue he de llegar bien o si no dejaré la osamenta por ahí, adonde quiera!..