Cuentos de Fray Mocho

Un viaje al País de los Matreros

XXII

El caráhu

Tomaba mis últimos mates en la ranchada que tan generosamente me había hospedado, pues despedido ño Ciriaco -que se había separado de sus «agregados» para pasar conmigo unos días-, debía tomar esa mañana el carruaje en que franquearía la distancia que me separaba del pueblo.

Hablábamos de cosas indiferentes, cuando de repente un grito quejumbroso llegó a mi oído:

-¡No se asuste...! -me dijo ño Ciriaco... ¡Es que ya va a aclarar y el caráhu se vuelve llorando a sus pagos!

-¿Llorando?... ¡Gritando querrá decir!

-¡No señor; llorando! Dicen que el caráhu era, cuando los animales hablaban, un mozo trabajador y honrado, que servía de ejemplo como bueno y generoso.

Tenía su rancho sobre la orilla de un bañado lejano y allí vivía sólo, consagrado a sus trabajos y a cuidar a su anciana madre, que se miraba en él.

Jamás se le había visto en carreras, bailes, ni pulperías, y el hombre, por lo juicioso y retirado, más parecía un viejo veterano de la vida, que un mocetón vigoroso como era.

La viejita, que conocía el mundo y sus cosas, le decía siempre:

-¡Vea hijito...! ¿por qué no se va a pasiar un poco? Mire que no sirve estar siempre atao al yugo... ¡un descansito es cosa buena!

Pero el mozo no hacía caso.

Tanto le instó la señora y tanto insistió, que, al fin, salió una mañana -la primera y última en su vida- y alcanzó una pulpería donde había jarana y beberaje: allí la guitarra y las buenas mozas lo trastornaron y pasó el día y la noche como si no fuera nada.

Al clarear el día siguiente vino un amigo y te dijo:

-¡Che, caráhu!... Ahí está uno de tus peones: dice que tu mamá está enferma y que te llama.

-¡Diganlé que se vuelva!... ¡Caramba con la gente! ¡Una vez que uno sale a divertirse no lo dejan!

Y siguió la jarana y el beberaje.

A la noche volvió el mensajero diciendo que la anciana se moría y clamaba por ver a su hijo, pero, tuvo que volverse sólo al oír a éste que le decía:

-¡Digalé a la vieja que me espere... me estoy divirtiendo y no estoy para lloriqueos!

Y pasó la noche y vivo el día y con él el mismo peón con la noticia de que la anciana había muerto.

-¡Bueno!... -dijo el mozo-, después floraré ¡hoy tengo que divertirme!

Y bebiendo y bailando pasó ocho días con sus noches, volviendo luego a su hogar desierto, resignado y tranquilo.

¡Se había divertido!

¡Ahora era ya tiempo de sentir!

¡Se vistió de luto y ganó los pajonales, llorando a su difunta querida...! ¡Desde entonces se le ve todo de negro, solo, parado en lo más enmarañado de los carrizales, mirando el agua con sus ojos colorados que no son así, sino que están enrojecidos por el llanto!

Y terminada la quejumbrosa relación, me despedí de ño Ciriaco, que volvió a sus pajonales y a su vida asendereada, mientra yo, subiendo a mi carruaje, volvía la espalda a la región maravillosa, que como un cinematógrafo, había desplegado ante mi vista los cuadros más hermosos de su vida apacible y misteriosa.