Cuentos de Fray Mocho

Regalos de Boda

–Mire, che –me decía la otra noche el comandante González, durante la fiesta con que celebrábamos la boda de parientes comunes–, su primo Nemesio es hombre de puntería... ¡Fíjese qué gentecita la que se ha traído a presenciar su casamiento!... No se ven sino entorchados, congresales y banqueros y los parientes de él o de la novia, como usted y como yo, resultamos unos verdaderos porotos, caídos como por casualidad en esta olla brillante en que se cocina la dicha de un nuevo hogar argentino, como le dije anoche a la pareja en el brindis que le eché... ¿Se acuerda?

–¡Cómo no, comandante amigo!... Tengo en el oído sus palabras tan sentidas y, anoche, cuando me estaba acostando, se las repetía a mi mujer, diciéndole precisamente que no había conocido un militar que calzara más altos puntos que usted como orador y que me extrañaba que ya no ocupara una banca en el congreso...

–¡Hombre!... Nada tendría de particular y le prevengo que aunque usted lo diga por broma, hay más de cuatro que dicen lo mismo con verdadera seriedad... Dígame... ¿Lo conoce al doctor Garrapata?... ¡Bueno! ¡Ese es uno de ellos!... El domingo, sin ir más lejos, estuvo a visitarme, pues Garrapata y yo somos como chanchos desde chiquitos, habiendo nacidos casi el mismo día, nada menos que en abril del 56...

–¿Cómo del 56?... Tenía el pálpito de que usted era de los del 69 y hasta me parecía haberlo leído así en aquella su autobiografía que comenzaba con el párrafo magistral: “Mi cuna no se metió bajo el techo de palacios artesonados, sino en la modesta chacra de mi abuelo, sexagenario a la sazón, a pesar de llamarse Juan Bautista y ser hijo de un honrado matrimonio oriundo de Santander.”

–¡La gran perra con el memorión!... Pero esta vez está equivocado, compañero, y se confunde la fecha de mi nacimiento con la de mi entrada al ejército, a los trece años de edad, hecho al cual atribuyo todas mis desventuras en la carrera pues el trece nunca me ha sido propicio... Siempre me han tenido estancado, ya sea porque los ministros de la guerra me han juzgao elemento peligroso, como ocurre ahora con Riccheri, que me está sentando el nombre en la lista de ascensos que prepara, o ya por razones puramente literarias, como lo declaró el general Victorica, que ahora forma parte de la convención que organiza Roca por debajo de cuerdas para lavarse las manos como Pilatos en el amasijo presidencial, según la frase del coronel Descalzo, persona de muy buen sentido, aunque de humildísimo origen pues la madre fue cocinera de don Ergusto Rodríguez, aquel tendero viejo de la esquina de Perú y Venezuela, frente a lo del finao Peroso, que murió cuando la fiebre amarilla y a quien, con el apuro, enterraron medio vivo, según las crónicas de entonces, hecho que desmintió Héctor Varela en una publicación, motivada por ciertos cargos velados contra la Comisión Popular...

–Vea, mi comandante... abandonemos la historia, y piano, piano vámonos hasta aquella salita donde se hallan los regalos... Me han dicho entre la familia que Nicasio se ha hecho ver...

–¡Déjeme, amigo, de regalos y de vanidades tontas!... Yo no soy de los que me extasío delante de una vidriera mirando piedras, como le sucedió a la hija del general Cascabolas, a quien se le cayó la dentadura a fuerza de abrir la boca, delante de una joyería de la calle Florida, teniendo después que ir a reclamarla en la policía, pues parece que la recogió uno de los transeúntes, según lo declaró un señor Cabello que es un corredor rengo, casado casualmente con una sobrina...

–¡Es que estos regalos debemos verlos, mi comandante, siquiera para hablar de ellos en familia, después!... Usted, como tío de la novia, no se puede quedar así...

–Qué tío ni qué berengenas, compañero... La novia es sobrina tercera de la prima de una cuñada de mi sobrina Carmencita, y si yo he venido a la fiesta ha sido sencillamente por ver si me los pescaba a Roca o a Pellegrini, pues me sospechaba que su primo Nemesio se los hubiese enganchado, como a tanto alarife... Quería ver si les hablaba sin hablarles de la que me está tramando Riccheri, contra quien los militares andamos alborotadísimos... Lo que es yo no hablo mal todavía, porque no sé si voy o no voy en las listas; pero si me llega a echar al bombo, le garanto que va a ser de alquilar balcones para oírme, porque yo, como me dijo el doctor Garrapata, tengo más sangre de polemista que de soldado, y...

–¿Y por qué se anda por las ramas?... ¡Váyasele a Roca directamente, hombre... y háblele sin hablarle... con toda claridad! Por ahora es mejor que pensemos en los regalos...

–Le prevengo que me los conozco de memoria...

–¿Sabe que no me parecen muy católicos?... ¡Mucha caja y mucha etiqueta... pero latita corrida nomás!...

–¡No se aflija!... Ya verá en los diarios, mañana, las listas interminables de los obsequios, adornados con los títulos más rimbombantes... ¡Vea!... Esos candelabros de bronce que están en aquel estuche, se los regalé yo en 1890 a mi compadre Pérez cuando se casó, ¿se acuerda?... ¡Bueno!... Desde entonces andan viajando de mano en mano, y casi no ha habido matrimonio en Buenos Aires que no los haya recibido y se haya apresurado a deshacerse de ellos, pasándoselos a otro... ¿Para qué diablos sirven ahora los candelabros con el gas y la luz eléctrica, sino para estorbo?... ¡Mire!... Lo que es eso, estoy seguro de que me conocen, y ni siquiera me les acerco de miedo que me saluden o me reprochen sus andanzas... ¡Ya los he hallado como diez veces en la vida! Hay regalos de estos, que andan en circulación desde hace veinticinco años, y me contó una señora de mi amistad, que conocía cierta viuda a quien, en sus terceras nupcias, le regalaron unos floreros con los cuales ella había obsequiado a una amiga mucho antes de celebrar su primera boda, que fue precisamente con el mayor Rivademar, hijo de Misia Petronita Bocafría, prima hermana del dueño.

–¿Sabe, amigo comandante que sería una novedad un libro escrito por usted con el cúmulo de noticias que conoce?... Le daría la masita al mejor cinematógrafo.

–Como para libros ando yo, amigo... con las cosas que nos suceden a los miembros de la benemérita familia militar... ¿Qué no ve que hasta hombres callados, como yo, se desbordan y charlan hasta por los codos? ¿Y cree que lo hacemos por gusto o por un prurito de malevolencia?... ¡No crea!... Lo hacemos por hacer algo nomás y para aliviarnos un poco del fuego que nos devora... ¡Vea! Yo me he refugiado en los recuerdos históricos, y con ellos lo cañoneo al mundo a mi placer y aun me parece poco... ¡Lo lindo va a se ahora, cuando me convenza de que no voy en la lista!... ¡Entonces sí, compañero, que voy a trabajar para conquistarme la fama imperecedera de malhablado y peor pensado!... Le garanto que no me he de ocupar de los regalos que pasan de mano en mano en los casamientos y que ha de afilar la espada...

–¿Se hará microbio patógeno... entonces?

–El pato es bicho inofensivo, a menos que uno no lo coma medio crudo... ¡Yo necesito ser algo que no erre, amigo!... Una cosa así como el microbio de la bubónica o del cólera, que no deje títere con cabeza.

–¡Hágase motorman de tranway eléctrico, entonces!... ¡Con ese oficio y un poco de conversación, mi comandante, se deja usted peticitas las siete plagas de Egipto!