Cuentos de Fray Mocho

Un viaje al País de los Matreros

XIX

El porongo cazador

Una bandada de patos picazos pasó por arriba de nosotros, en momentos que ño Ciriaco concluida su biografía y el ayudante que iba a popa manejando la pala, dijo:

-¡Qué guiso, señor!... Ese pato es el más sabroso que aquí se conoce.

-¿Hay muchas clases de patos?

-Yo conozco tres: el sirirí que es el chiquito que siempre parece que se va riendo, el silbador y el picazo, que es ése que tiene un grito ronco y medio gangoso.

-A ver, che -dijo ño Ciriaco-, ¿en vez de estar charlando, por qué no ves más bien si podés cazar algunos?...

-¿Quién sabe si hay porongos?... Yo no traje el de allá.

-¡Buscá, a ver!... Y parándose en la canoa y mirando hacia un arroyito en cuya desembocadura nos hallábamos, exclamó:

-¡Vea señor! ¡Hay más de seiscientos patos en ese ramblón, sin contar una inmensidad de gallaretas y gallinetas...! ¡Mire; parece empedrado de pájaros!

Y efectivamente, allá, al fondo, en la parte en que el arroyito comenzaba a estrecharse, cerrado por los camalotes y las achiras, se veía una sábana tornasolada, que se movía: eran los patos descansando de sus excursiones por el bañado.

El ayudante de ño Ciriaco, que se había internado entre los carrizales de la orilla, volvió a poco andar, con un porongo como de medio metro de circunferencia, y, auxiliado por el viejo, lo cortó en la parte inferior haciéndole un agujero del tamaño de su cabeza y luego le abrió dos ventanillas en la parte superior, dejándolo convertido en una tosca careta.

-¡Aura ya tenemos guiso seguro, señor, sin tirar un tiro!

-¿Con eso?... ¿Y cómo va a hacer?

-¡Ya verá!... ¡Éste no falla!

Luego vi que se desnudaba y colocándose el aparato como si fuera una escafandra, se arrojaba al agua sin hacer ruido.

En ese momento sentimos un tropel de animales hacia la derecha, y los patos, como una nube, se levantaron con gritos de asombro y cruzaron por sobre nuestras cabezas.

-Aura vuelven, dijo ño Ciriaco, tranquilamente... y es mejor: ¡el muchacho los va a poder esperar bien entre el camalotal! ¡Si hubiese ido como iba, tal vez no agarra ni uno! ¿Los patos son muy diablos y no creen en los porongos que van contra la corriente; tenía que haber venido de allá pa acá?... ¿Mire lo que asustó a la bandada?... ¡Es la Chingola que anda recogiendo sus caballos!

Y a los lejos, vi a la china en cuyo rancho había pasado la noche y que esa madrugada, para mostrarme su buena educación, había recitado, acompañándose en el acordeón, «Las golondrinas» de Bécquer y la «Tejedora de Ñanduti» de Victoriano Montes montada «hecha hombre» sobre un petiso tordillo, arreando su caballada como un gaucho cualquiera.

-¿Irá de viaje la Chingola, ño Ciriaco?

-¡No!... ¡Ande va a ir!... ¡Lo que hay es que recoge los animales como diciendo que tiene miedo de que se los alcemos!... ¡Ése es palo pa mi rancho!... ¡Amigo!... ¡es hembra perra esta Chingola! ¡A mí me tiene una rabia grandísima, pero es al ñudo!... ¡Que no me venga con sus lecciones de escuela: yo la conozco bien, sí!

Y me contó que la Chingola era el verdadero jefe de los cuatreros de la comarca y la instigadora de cuanto robo se practicaba en las islas. Su casa era una especie de pulpería, pero no pagaba patente: allí se jugaba de día y de noche, se reunía la gente de peor clase que había en el albardón y en los pajonales, se compraba y se vendía cuanta cosa robada tenía algún valor y nadie le decía nada porque tenía vara alta en los pueblos y porque el Aguará era, además, su socio y su aliado.

-¡Son dos peines, esos!... Vea; señor, ¿ande está el porongo?... ¿Lo ve allá junto a aquel matorral, entre medio de la bandada?... ¡Fíjese bien y verá como desaparecen los patos que se le acercan!

Y entonces me explicó el procedimiento de su ayudante. Éste, cubierto con el porongo -que a fuerza de ser abundante en los arroyos no llama la atención de los patos-, avanzaba nadando hasta el punto que le parecía conveniente en medio de la bandada y allí iba tomando de las patas pieza por pieza y zambulléndola de un solo tirón para que no diese voces de alarma. Un hombre, por este medio, podía cazar hasta una docena de patos, trabajando sólo, pues pasado ese número era difícil los pudiese contener debajo del agua.

Fuimos con la canoa a recoger el porongo, y, cuando llegamos a él, encontramos que había tomado diez hermosísimas piezas, sin despertar la menor alarma en la inmensa bandada, que en esos momentos revoloteaba sobre nuestras cabezas haciendo un ruido infernal y que no volvió a asentarse hasta que no nos hubimos alejado con rumbo a las tierras altas, donde esa tarde me fue dado contemplar uno de los más bellos espectáculos que hubiera observado hasta entonces.