Cuentos de Fray Mocho

Memoria de un Vigilante

XXV

NO LE SALVÓ SER MINISTRO

Era teniente cuando en la Piedad, allá por 18..., un asturiano llamado José Cañete y Puertas, hombre ahorrativo y económico, amigo de las monedas como un judío, y más deseoso de hacer fortuna que de llegar a conquistar fama de santo y verse un día adorado en pintarrajeada efigie por creyentes masculinos y femeninos.

A fuerza de guardar sus sueldos, limpiar las alcancías cuando podía y desplegar toda su astucia para cazar propinas y estipendios, había llegado a juntarse sus buenos cincuenta y cinco mil pesos de la antigua moneda, los cuales, en billetes del Banco de la Provincia, dormían tranquilos en el fondo del inmenso baúl que lo acompañaba desde su tierra.

Cosa es que nunca pudo averiguarse cómo dos lunfardos llegaron a conocer el tesoro de Cañete: el hecho es que se lo robaron de una manera ingeniosa.

Una tarde, al toque de oraciones, llegó a la sacristía un individuo al parecer italiano, cohibido, tímido, cortado, y le dijo que un amigo suyo que estaba moribundo deseaba confesarse con él, que sabía era caritativo y generoso.

—No puedo salir ahora.

—¡Pero señor!..., ¡el pobre Juan está enfermo!..., ¡mañana no hablará más!..., ¡por caridad, vaya a verlo!

—¡No puedo y no puedo!...

—¡Le haremos cualquier demostración!... ¡Tenemos dinero!

—¿Dinero?..., ¿cuánto me dará?

—¡Doscientos pesos!

—Bueno... ¿dónde está la casa?

—Aquí cerca... calle Paraná número setenta.

Y el cura Cañete, próximo a tener un suplemento de doscientos pesos, entró contoneándose al número 70 de la calle de Paraná, acompañado de aquel cuya oratoria había vencido su voluntad.

El número 70 era un cuartujo de mala muerte. El cura, al penetrar, no encontró sino un miserable catre en un rincón y en él, agonizante, un hombre ya de edad.

Alumbraba la escena una luz mortecina, emanada de una vela colocada en el cuello de una botella.

El moribundo, al entrar el sacerdote, levantó la cabeza toda reatada y la dejó caer pesadamente sobre la bolsa que le servía de almohada.

—¡No se mueva, hermano!...—dijo Cañete con voz que quiso hacer tierna, y acercando a la cama del enfermo la única silla que había en el cuarto, se sentó.

Su acompañante se paseaba cabizbajo a lo largo del muro más lejano del grupo.

El cura Cañete comenzó a hablar como interrogando, luego acercó más su silla al enfermo y volvió a escuchar lo que éste hablaba.

De repente se levantó y dirigiéndose al que había sido su acompañante, le dijo con tono compungido:

—Da lástima, ¿eh?... Ya vuelvo; voy a buscar un crucifijo..., ¡es necesario que ese pobre muera como buen cristiano que es!

Y salió.

El enfermero se acercó al enfermo y éste le dijo con cara alegre:

—¡Pisó el palito!.. ¡cái como un ángel!

Minutos después se sintió el taloneo del cura, que esta vez venía como volando.

Volvió a acercarse al enfermo, habló algo con él y no tardó en dejarlo.

El enfermero lo salió acompañando, y lo acompañó hasta la misma esquina de la iglesia: Cañete volvió varias veces la cabeza mientras atravesaba el atrio y allí estaba el pobre italiano mirándolo y poniendo una cara como de quien no puede aguantar el llanto.

Cañete siguió el largo pasadizo que, abriéndose sobre el atrio, conduce a la sacristía, y no bien desapareció, el acompañante echó a correr calle arriba.

Dos minutos después, el cura atravesaba el atrio con la sotana levantada y llevando una bolsita en la mano.

Corrió hasta el número 70, y llamó: no obtuvo respuesta.

Siguió llamando apresurado, y al fin, a los golpes, vino el almacenero de la esquina, quien al encontrarse con el cura se sorprendió, y más al oírle decir:

—¿Dónde está el enfermo?

—¿Qué enfermo?

—El que vivía en este cuarto.

—¡Si este cuarto no está habitado todavía!... ¡Hoy me lo alquilaron unos mozos, pero aun no han traído sino un catre!...

El cura no oyó más, y salió en dirección a la comisaría a dar cuenta de que lo habían robado.

Se abrió la puerta y en el cuarto no se encontró sino un catre y un cabo de vela.

Enfermo y enfermero se habían hecho humo.

Para engañar al pobre Cañete, los ladrones halagaron su pasión dominante.

El enfermo le dijo que bajo la almohada guardaba cinco mil pesos en oro,—que entonces tenía un premio de ciento veinticinco por ciento—y que quería dejarlos para misas, pero que deseaba dejarle cincuenta mil pesos papel a su cuñada, que vivía en Flores, y era el único pariente que tenía.

Cañete se ofreció para decir las misas.

El enfermo aceptó, pero agregó:

—Hay una dificultad. ¡El dinero de mi cuñada quiero que lo lleve mi amigo que me ha ayudado tanto! Deseo darle algo a él, pero quisiera que no supiese que dejo para misas... así, si usted pudiera cambiarme por papeles, yo haría el reparto mañana... ¡No he de morir todavía!

Cañete vio un negocio espléndido en el cambio y trajo sus pesos a pretexto del crucifijo, recibiendo por ellos una bolsita llena de... balas achatadas.

Su amor a las monedas lo dejó en el mismo estado financiero en que llegó al país: todo fue, pues, cuestión de comenzar de nuevo.

Jamás pudo dar la policía con los ingeniosos autores de este cuento.