Cuentos de Fray Mocho

Memoria de un Vigilante

XXVI

CUPIDO Y CACO

Otro scrucho o cuento lindo—digno del anteriores el que hubieron de hacerle a don José Robillotti, honrado italiano, que a fuerza de labor había conseguido acumular unos dos mil nacionales.

El amigo Robillotti, viudo, vivía en una casa de inquilinato, ubicada en la calle de Reconquista, en compañía de Rosita, su hija.

La tal muchacha, con sus 14 años, su carita rosada y sus piernas gruesas y bien torneadas, era algo apetitoso y tentador y hacía la desesperación de los dandys del barrio, que no perdían ocasión de verla pasearse en la vereda con sus coquetos vestiditos rosa, sus delantales negros guarnecidos de trencilla punzó con pliegues de pestaña, haciendo cantar sus zuequitos escotados, y moviendo al son de esa música su cuerpo flexible y airoso.

Y, ¡luego los vestiditos que usaba!... Si eran lo más traidores: jamás cubrían las hermosas piernas tentadoras, calzadas, por lo general, con medias punzó.

Esas piernas eran, para los adoradores de Rosita, como la miel para las moscas.

Y ella lo sabía la muy mimada, y sin embargo se hacía la inocente, y las declaraciones más ardientes, los piropos más expresivos y más achicharradores, apenas le arrancaban como contestación un:

—¡Puerco!... ¡Cochino!... ¡Qué más se quisiera!... ¿Quiere ver que llamo a me tatas?

Frases con las que dejaba helados a sus novios, que se contentaban con mirarla desde la esquina, blanqueando los ojos, retorciéndose el bigote, si lo tenían o pellizcándose el punto donde debieran tenerlo, y entregándose a toda suerte de ejercicios gimnásticos con sus respectivos bastones, cosa que creían la más sublime expresión del chic y la más elocuente prueba de su experiencia en asuntos amorosos.

¡Pero Rosita era insensible a estas demostraciones equilibristas!

Un buen día dejó de salir a la vereda, y en el barrio se corrió la voz de que la visitaba un mozo, empleado de la Municipalidad. Como no volvió a aparecer en la calle, sus adoradores, fastidiados, fueron a ser satélites de otras constelaciones.

Desde entonces se vio a Robillotti acompañado de un joven al parecer criollo, llevando con cierta elegancia un trajecito de saco, de esos que son una falsificación de última moda,—hechos con toda conciencia por un sastre baratillero—y que era de su misma opinión en todos los asuntos que trataban.

Evidentemente, era un yerno futuro: sólo éstos son capaces de pensar en todo igual a otro hombre; es privilegio de los que están por ser suegros encontrar quien no los contradiga en nada.

Una tarde venía por bajo los sauces de Palermo el sargento Gómez, cuando de repente se topó con un ladrón, conocido por el apodo de Silvita que, acompañando a un individuo que respiraba honradez por todos sus poros, se ocupaba en contar los árboles del bosque.

Sospechando que fuera una víctima futura del acompañante, le interrogó sobre lo que andaba haciendo, y le encontró muy reservado y poco dispuesto a hablar de sus intenciones y miras.

Silvita, colorado hasta las orejas, se entretenía en mascar unas hojitas de sauce.

El sargento se llevó los dos ciudadanos a la comisaría y allí se descubrió el pastel.

El paseante del bosque—que no era otro que Robillotti—cuando supo qué clase de pájaro era su acompañante, cantó de plano.

Dijo que este era el novio de su hija, y que hacía seis días que la había pedido en matrimonio, declarándole que no podía casarse hasta no realizar un negocio que tenía entre manos.

Interrogado por él sobre la naturaleza de este negocio, le había dicho:

—Yo soy empleado municipal, y puedo sacar con facilidad el corte de todo el sauzal de Palermo. Pagan veinte centavos por cada árbol y dejan éste a beneficio del contratista; pero hay que dar una garantía de dos mil nacionales y yo no los tengo.

—Pero los tengo yo... y es lo mismo, dijo Robillotti, que, habiendo sido carbonero, conocía el precio de la leña, y como buen genovés, calculó en un segundo que la fortuna llamaba a su puerta.

—¿Cuántos son los árboles?

—Amigo Robillotti, va a ser un sacrificio...

—¡Bueno!... no hablemos más de eso. ¿Cuántos son los árboles?

—No lo sé.

—Mañana los contaremos... ¡ofrezca no más la garantía!

Y Robillotti andaba ya por largar la mosca, cuando para felicidad de su bolsillo, lo encontró el agente policial.

Silvita halló cierta toda la relación del que hubo de ser su suegro y se contentó con decirle cínicamente:

—¡Qué mi suegro este!... ¡Hubiese querido verle la cara cuando los chafes (vigilantes) lo hubieran agarrado cortando sauces!

Robillotti no paró hasta su casa.

Allí instruyó a Rosita sobre el fracaso de su casorio, y ésta, pasada la primera impresión, volvió de nuevo a la vereda a lucir sus piernas torneadas y a hacer cantar a sus zuecos el aire con que acompañaba los movimientos graciosos de su cuerpo flexible.