Cuentos de Fray Mocho

Siempre Amigo

SIEMPRE AMIGO

Haz a los otros lo que desees que los otros hagan contigo.

Nos conocimos en Ranchos, antes que este pueblo se modernizara cambiando su nombre, lo que equivale a decir que, por lo menos, una decena de años nos separa del tiempo aquel en que yo, que solía visitar unos parientes avecindados frente a la plaza, y él, molesto perro del cura, simpatizamos cambiando nuestro primer saludo.

Era la casa de mis parientes, un viejo edificio, de dos departamentos que se abrían a un patio común. El de la derecha lo ocupaban éstos, y el de la izquierda un viejo sastre con su esposa.

–¿Por qué tienen cerrada la puerta de calle, comadre? Esto huele a convento...

–Es por unos días nomás, comadre... Los vecinos tienen una perrita que adoran, como que es monísima y muy fina, y temen que se les vaya a la casa de enfrente, a mataperriar con el perro del cura, que es de lo más bandido que hay en el pueblo...

–Ave María Purísima, mujer... Y por eso...

–¡Qué querés, che!... ¡Son tan buenos los vecinos, que con placer le hacemos el gusto, aunque nos importe un sacrificio!

Y la bondadosa de mi comadre, que era tronco de una numerosísima familia, se fue a sus quehaceres y yo quedéme holgando en el ancho patio, hasta que las sombras de la noche me llamaron al descanso. La primera claridad del día hallóme ya despierto; como todos dormían aún, me encaminé a la puerta de calle para recrearme con el espectáculo curioso del despertar de una población, que es agradable contemplar cuando uno no tiene otra cosa con qué matar el tiempo.


Las calles comenzaron a animarse. Allá lo lejos cruzaba algún carrito de chacarero, que con el chirrido de sus ruedas desengrasadas despertaba los ecos, o la jardinera del panadero, deslustrada por las lluvias, y de repente, como emergiendo de la llanura verde en que a no mucha distancia de mí se perdía la calle, vi aparecer un perro de lindo porte y buena talla, que con la cola en alto y trotando ágil, aunque reposado, se dirigía a mí.

“Ese ha de ser el perro del cura que tanto les preocupa a mis parientes y a sus vecinos” –pensé; y seguí mirando, distraídamente, su aire de calavera, que contrastaba singularmente con el que debía tener si era él quien yo creía.

El perro continuaba avanzando y veía ya las manchas de su cuero, el brillo de sus ojos que me miraban malicioso y hasta me pareció escucharle los comentarios que rezongaba:

–¿Qué hará ese, nada menos que en casa de mi novia?... ¡Ah!... ¡Es gente nueva!...

Me fue simpático. Cuando llegó a unos veinte pasos se bajó prudentemente de la vereda, como para evitar una sorpresa de parte de sus enemigos o de mí, a quien lógicamente me suponía un aliado de ellos por lo menos, y tomando el medio de la calle con disimulada serenidad siguió su camino, mirándome de soslayo.

–¡Pichicho!... ¡Pichicho!...

Le apreció una burla y se hizo el desentendido, aún cuando yo le había sorprendido una tiernísima mirada hacia el interior de la casa en el momento de enfrentar a ella.

–¡Seguramente!... Este es el perro del cura... el famoso perro del cura... esa miradita lo traiciona... ¡Pichicho!

Se detuvo asombrado, como diciendo:

–¿Pichicho a mí? ¿De la casa de mi novia?... ¡Hum!... ¿Se tratará de un loco, de alguna alma compasiva o de un traidor?

–¡Pichicho!... ¡Pichicho!

Me miró a la cara y comprendió con su finísimo instinto que yo, aunque era de la familia de mis parientes y vecino de los viejitos, patrones de su novia, era un hombre honrado, que no me metía a contrariar los amores de nadie.

–¡Pichicho!... ¡Pichicho!

Lamió mis manos con zalamería, me golpeó las piernas con la cola y metiendo el hocico por la rendija de la puerta aspiró con fruición el aire que le llegaba del interior de la casa y le traía quizás el aliento de su amada.

Conmovido por su ternura, abrí la hoja de la puerta, invitándole a entrar. No podía creer en dicha semejante y me miraba como preguntándome si aquello no era un sueño o una infame traición. Me acarició, me observó bien, y cuando se cercioró de mis buenas intenciones a su respecto, se coló con presteza, lanzándome una última mirada en que leí clarito:

–Por su madre, compañero... no me vaya a reventar!... ¡Mire que la aventura es peligrosa!

No habían transcurrido dos minutos, cuando oí un tropel en el interior de la casa y al viejito que gritaba:

–¡El perro del cura!... ¿Pero quién diablos le ha abierto la puerta?

Como un relámpago pasó por delante de mis ojos el galán audaz, seguido por su amada, que haciéndose la temerosa se encaminaba con él hacia el alto yuyal de la plaza:

–¡Corré, mi vida, que el viejito es muy bruto y nos va a pegar!... Yo, entre que me pegue él y me pegués vos... aunque sea un mordiscón que me sepa a beso... ¡te elijo a vos!

Y en la carrera se perdieron entre el tupido pastizal, mientras el viejito y la viejita, a medio vestir, llegaron a la puerta azorados, y encontrándose conmigo exclamaron como en un sollozo:

–¿No vio?... El perro se llevó la perrita...

–¡Ah!... ¡Sí!... ¡Ahí en esa plaza los vi perderse!...

Y ambos miraban el alto yuyal, que en ese momento iluminaban los rayos del sol naciente y agitaba mansamente la brisa matutina, con ojos de verdadera angustia.

Solíamos después hallarnos en las calles del pueblo con el perro del cura, y jamás pasaba por mi lado sin detenerse a mirarme, meneando el rabo.

–¡El buen amigo!... ¡Qué dicha volverlo a ver!... ¿Y qué tal? ¿Cómo andan las cosas por allá... por la sastrería?

Y ayer me ha reconocido, aquí en las calles, malgrado las injurias de los años cuando yo ya no le conocía y había hasta olvidado la galante empresa en que le ayudara, arrastrado por la clarovidencia del futuro, condensada en la máxima que me sirve de epígrafe.

¡Pobre perro agradecido!... ¡Quizás ni la perrita, que tanto amó, existe ya más en su memoria, y sin embargo persiste todavía el recuerdo del amigo, conocido al pasar, pero siempre querido e inolvidable.