El profesor Maldonado se las trae. Es un seductor. Ese es su principal rasgo. Seduce a sus estudiantes lo mismo que a sus colegas, tanto a sus amigos como a niñitas de dieciséis años. Lleva la voz cantante de su familia, muy a despecho de su hermano mayor, quien nunca pudo imponerle las supuestas prerrogativas inherentes al dudoso derecho de primogenitura. Pero el hombre es, por encima de todas las cosas, un ser contradictorio: ese incomparable seductor, que como tal es poseedor de métodos sistemáticos regidos por una paciencia a prueba de cualquier desengaño, adolece de una proclividad, seguramente innata, a arrebatos de emotividad. Con frecuencia es presa ¡demasiado fácil! de una especie de epifanías de las que quiere contagiar no a todo el mundo, la verdad sea dicha siempre, sino a algunos, muy pocos en realidad, de sus interlocutores. Y yo soy su blanco preferido, seguramente porque soy el único que le para bolas y lo sobrelleva. Y lo admito: muchas veces me he dejado llevar de sus extraños, a veces malsanos, entusiasmos. Conscientemente, eso sí. Uno de los casos más deplorables es el que le da título a este escrito. Era la década de 1990, 1995 quizá, cuando el profesor Maldonado, quien padece la compulsión por exhibirse como el que tiene mejor comprensión de lectura que todos los demás, me retó en la Universidad del Norte a que explicara qué quería decir Cervantes en el capítulo 42 de la segunda parte del Quijote, cuando don Quijote le da a Sancho el segundo consejo para gobernar a Barataria: “...vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura…”. No le di mayores explicaciones (porque no las hay), a lo que él, cual pavón, reaccionó con una interpretación que, lejos de interesarme refutar, me pareció una ingeniosa metáfora de la que ¿para qué mentir? me he valido en distintos contextos desde entonces: que esos pies se refieren a las patas del pavo real, animal de “polícromas magnificencias”1 que, insolente como cualquier Maldonado, al desplegar su plumaje estropea con la fealdad de sus extremidades inferiores lo que debería ser un magnífico conjunto. Sus patas, las mismas que no puede mirar porque su monstruosidad lo fulminaría en el acto, según la leyenda.
Pues bien, para seguir satisfaciendo aquellos desvaríos del profesor Maldonado que, por mera casualidad, a veces ¡afortunadamente solo a veces! dan lugar a hermosas metáforas, las patas de pavo real de Barranquilla son sus aceras, también denominadas localmente “andenes”. ¿De qué valen vistosos y modernos edificios si a sus pies se encuentran los espacios más irregulares, destruidos e invadidos por automóviles, motos, carretas, carricoches, talleres, ferreterías y la plebe más heterogénea que pueda concebir la imaginación? Nadie ha mencionado que con la ampliación de las carreras 49C y 50 y la calle 79, y la remodelación de sus aceras, de carambola se le ha devuelto la belleza a ese sector de Barranquilla, pues las edificaciones y la exuberante vegetación se hallaban desfiguradas por la vorágine de carros y buhoneros de todos los pelambres que invadían el espacio público. Para el espíritu de poca elevación, se trata de una intervención menor cuyo objetivo principal, en palabras del alcalde, es devolverle el espacio público a la ciudadanía, algo innegable, pero insisto, providencialmente se ha recuperado el esplendor de una zona otrora bella y residencial que sufrió la degeneración inaudita que importó el establecimiento en ella de todo tipo de comercios y centros de salud que agenciaron la destrucción de aceras y sus áreas verdes, antejardines y bordillos por parte de los peores depredadores urbanos, en detrimento de la mayoría y ante la pasividad de la autoridad. Esa parte de Barranquilla data de mediados de los años 1930, cuando se desarrolló el barrio Altos del Prado (más conocido como Alto Prado) en 1935, es decir que esas aceras no se habían intervenido en, por lo menos, la bicoca de 85 años. Pero en Barranquilla nunca hay dicha completa. Debemos resignarnos ―qué desgracia― a la desaparición de los antejardines y las zonas verdes de las aceras, inexplicablemente mutadas en bahías de estacionamiento g-r-a-t-i-s para automóviles, lo que, con el tiempo, alentará nuevamente la invasión y destrucción de los espacios recién restituidos a la ciudadanía, ya lo verán. Barranquilla es la única ciudad del mundo que sacrifica sus zonas verdes públicas (como las de las aceras) y construye en su lugar estacionamientos gratuitos para vehículos particulares, en virtud de lo cual, hoy la urbe de nuestros amores es un inmenso parqueadero a cielo abierto. ¿Y por qué ha pasado eso? Por la maldita costumbre del barranquillero de pretender que todo le salga gratis, de nunca querer pagar por nada, ni siquiera por tener su vehículo en un lugar seguro donde no afecte la dinámica urbana. Y dado que la devastación de las nuevas aceras todavía tomará algunos años, ojalá este alcalde y quienes lo sucederán emprendan, en el entretanto, la recuperación de las aceras de las calles 96, 93, 84, 82, 74, 70, 53, 40, 39, 38, 37, 36, 35, paseo de Bolívar, 31 y 30, y las de las carreras 8, 38, 39, 40, 41, 43, 44, 45, 46 y 54. O sea, estamos hablando de los andenes de media Barranquilla. Y cuando los destructores que nos asuelan vuelvan a consolidar el nuevo arrasamiento de las aceras, pasarán otros 90 años para que las recuperen. Si es que Barranquilla existe todavía.
1 Jung, C. G., Wotan. En: Consideraciones sobre la historia actual. Versión en español de Luis Alberto Martín Baró, Ed. Guadarrama, Madrid, 1968. p. 18.
Barranquilla, 8 de junio de 2025