11 de mayo de 2011
Si estuviera en mis manos cambiar alguno de los símbolos de Barranquilla, no dudaría en modificar la bandera. El escudo es relativamente adecuado y el himno, el más bello que he escuchado, reconocido por propios y extraños. Pero ¿cómo entender que la señera de Barranquilla sea la de Cartagena? En 1910, el concejo resolvió seguir “honrando” el pasado común, cual hijo adulto que no quiere cortar el cordón umbilical, aun estando casado y con hijos. Más allá de eso, ¿tiene explicación que la oriflama barranquillera no incluya el color azul estando la ciudad “ceñida de agua” salada y dulce por el Norte y el Oriente, respectivamente? Además, buena parte de su desarrollo en el siglo XIX y principios del XX se debe a la navegación por el río Magdalena, principal arteria fluvial de Colombia, y, en últimas e indirectamente, al mar Caribe.
La razón más poderosa para cambiar la bandera de Barranquilla es que la actual remite a un pasado colonial irrelevante, cuasi inexistente en el caso de Barranquilla (consideración que también se aplica al escudo, que, sin embargo, sí presenta el río como elemento central). Esta ciudad es, si se quiere, la verdadera hija de la República, la urbe que se desarrolló a la par del nuevo país, la que mejor refleja su evolución. Tan así es, que Barranquilla solo empezó a despegar tan pronto fue lograda la independencia total de España, alrededor de 1823, cuando Bolívar entregó en concesión la navegación por el Magdalena al empresario alemán Juan B. Elbers. Este proceso se consolidó a partir de 1849 cuando fue habilitada la aduana en el castillo de San Antonio de Salgar, gracias a lo cual fue posible el intercambio económico y comercial con el exterior. Esto promovió, además, la llegada de extranjeros que buscaban mejor suerte en la nueva nación, y a quienes se debe en importante medida el progreso de la ciudad durante buena parte del siglo XIX y principios del XX.
La bandera de Guayaquil, Ecuador, ciudad de condiciones físicas muy parecidas a las de Barranquilla (se encuentra ubicada a orillas del río Guayas, a pocos kilómetros de su desembocadura en el Pacífico), que en años recientes ha sido visitada por gobernantes locales para conocer sus experiencias de renovación urbanística, posee los colores que encuentro más adecuados para un nuevo estandarte barranquillero: el celeste y el blanco, “el Caribe blanco azul”, como bien lo canta el himno. El celeste simbolizará las aguas del Magdalena y del Caribe, y el blanco la paz que durante tanto tiempo caracterizó a la ciudad y la esperanza de que vuelva a ser así.
Ahora bien, en cuanto a los colores actuales, excluyo sin titubear el rojo por su simbolismo de sangre y guerra, pues si bien hay que admitir que Barranquilla tuvo participación en la guerra de independencia del lado patriota, su intervención fue poco o nada determinante en la consecución de la emancipación. En mi conceptualización, tampoco es pertinente el amarillo porque simboliza la riqueza de la tierra, la cual nunca ha poseído el entorno geográfico de Barranquilla: aquí no existen yacimientos de piedras preciosas ni de minerales, ni tampoco extensas y fértiles llanuras aptas para el pastoreo de ganado. En cuanto a la interpretación del amarillo como símbolo de la libertad, como afirman algunas fuentes que debe asimilarse el de la actual insignia, hasta el momento no he encontrado que dicho color pueda considerarse así; tradicionalmente ha sido interpretado como alegoría de la riqueza. El verde como representación de la esperanza tampoco me dice mucho en este caso; la esperanza es algo que subyace en todo ser humano, es un don universal desde Pandora.
Sí mantendría la rosa de los vientos (la estrella de ocho puntas), la cual alude a la extinta vocación navegante de Barranquilla. No se puede perder de vista que gracias a dicha vocación se desarrolló el transporte de mercancías en naves a vapor, canoas, bongos, champanes y chalupas por el río Magdalena y los caños orientales, principal actividad económica de la ciudad durante la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, que sin duda configuró su fisonomía primera. Tampoco se puede dejar de lado que uno de los hechos, para bien o para mal, más determinantes de Barranquilla fue la construcción de los tajamares de Bocas de Ceniza, obra que permitió establecer el puerto marítimo y fluvial en el casco urbano, y que del mantenimiento del canal de acceso al río depende parte de la dinámica económica de la ciudad. Es decir, el pasado, el presente y el futuro de Barranquilla están inmanentemente ligados a las aguas del río y, en últimas, del mar Caribe.
Mi idea, pues, es simple: tres franjas horizontales del mismo alto; la primera y la tercera, celestes (la superior representa al río Magdalena y la inferior, al mar Caribe); la segunda, blanca (simboliza la paz); y una rosa de los vientos de ocho puntas celeste centrada en la franja blanca.