2002
Al final de la tarde del miércoles 6 de noviembre de 1985, como de costumbre, llegué a mi casa en el transporte escolar. Apenas me bajé del vehículo, mi papá, en tono alarmado, me recibió diciéndome: “Se tomaron el Palacio de Justicia”. Nunca entendí por qué lo hizo, pues debía suponer que un niño de once años a duras penas podría entender la dimensión de lo que estaba pasando. En ese entonces, ni siquiera sabía qué era la Corte Suprema de Justicia, cuyas funciones conocí muchos años después. Pero sus palabras calaron profundamente en mí con toda su dramática significación. Aun hoy, el recuerdo de las imágenes transmitidas por televisión del Palacio en llamas, las explosiones y las tanquetas Cascavel explotando su mortífera carga, constituye uno de los peores recuerdos de mi niñez. Nunca olvidé la angustia de mi papá poniéndome al tanto de lo que estaba sucediendo, impresión que me acompañará toda la vida. Diecisiete años han pasado ya desde aquel trágico miércoles y varios interrogantes sobre el nefasto suceso siguen sin respuesta.
Con esta operación, el M-19 buscaba arrinconar al gobierno de Belisario Betancur y someterlo al escarnio nacional e internacional enjuiciándolo públicamente ante la Corte Suprema de Justicia, según el grupo insurgente, por haber incumplido el acuerdo de paz de Corinto, y a causa de las negociaciones desfavorables para los intereses del país que adelantaba ante el Fondo Monetario Internacional. La espectacularidad, el efectismo y la profundidad ideológica de la acción superaban cualquiera de las llevadas a cabo hasta entonces por el M-19. Se trataba de un disparo certero, a quemarropa, directo al corazón de la nación, que constituiría una estocada de opinión mortal que desnudaría el mar de inconsistencias de la informe democracia colombiana.
Pero esta vez, a diferencia del desenlace de la toma de la embajada de la República Dominicana en 1980, el Gobierno resolvió no pactar, sino recuperar el Palacio a sangre y fuego. ¿Sería en realidad, como afirmó entonces el presidente Betancur, porque en este caso se trataba de un atentado contra una de las instituciones símbolo del Estado y era su obligación hacer respetar la Constitución y las leyes? ¿O sería que la autonomía que habían alcanzado las fuerzas militares le impedía asumir el control de la situación y buscar una solución negociada? ¿Por qué no se procedió como en el caso de la toma de la embajada, en el que se logró una solución mediante el diálogo, primando siempre la vida de los rehenes, entre los que se encontraban los embajadores de los Estados Unidos, Venezuela, México, el nuncio papal y demás diplomáticos extranjeros que, al final, resultaron ilesos?
Por su parte, es un hecho que el M-19 nunca previó que el Gobierno decidiría no buscar un acuerdo y, en cambio, emplearía la fuerza aun a costa de las vidas de los funcionarios de la rama judicial y de los múltiples visitantes que aquella mañana se encontraban en el Palacio, los cuales nada tenían que ver con el conflicto. Según se puede colegir de las declaraciones radiales y telefónicas de los guerrilleros durante la toma, no se esperaba una recuperación sangrienta del Palacio, sino que se entablara un “diálogo” que condujera a un juicio de alto nivel al Gobierno, pretensión sencillamente imposible de satisfacer. En otros términos, el M-19 subestimó al Gobierno y a las Fuerzas Armadas de Colombia. El presidente Betancur solicitó el consejo de los expresidentes, de los congresistas, de los candidatos presidenciales y de su gabinete, y la conclusión fue unánime: no se podía negociar lo que no era negociable.
Entre los integrantes del comando “Iván Marino Ospina” (alto cabecilla del M-19 que había sido dado de baja en Cali pocos días antes) que llevó a cabo la operación ―paradójicamente denominada “Antonio Nariño por los Derechos Humanos”― se encontraban militantes de la línea ideológica del movimiento como el abogado constitucionalista samario Alfonso Jacquin Gutiérrez (considerado el máximo intelectual del grupo) y el abogado y sindicalista cienaguero, exrepresentante a la Cámara por la Anapo en Antioquia, Andrés Almarales Manga, hábil negociador reconocido por sus posiciones radicales. Un año antes, Almarales, al igual que Jacquin, había sido amnistiado por Betancur y aparecía en los diarios sonriente estrechando con ambas manos la del presidente. Fue él a quien el Ministro de Justicia, Enrique Parejo González, coterráneo suyo y antiguo compañero de clases, trató infructuosamente de contactar vía telefónica para convencerlo de que se rindiera. La operación, ideada por Álvaro Fayad, fue diseñada por el caleño Luis Francisco Otero Cifuentes, quien también había tramado la toma de la embajada de la República Dominicana, y a quien por fin se le había permitido formar parte de una acción militar.
El M-19, que nunca pudo asimilar la desaparición de Jaime Bateman Cayón, su fundador, inspirador y máximo líder, cometió el primer y peor error de la causa revolucionaria: llevar a cabo un plan ya descubierto por el enemigo. Como forma de encubrir la rendición, los ejecutores de la toma terminaron pidiendo respeto por la vida del presidente de la Corte Suprema de Justicia, Alfonso Reyes Echandía, como lo evidencian las angustiosas exigencias de Jacquin, un tipo que, a pesar de haber recibido instrucción militar en Cuba, era totalmente ajeno a incursiones de este tipo. Después se lo pudo observar por televisión saliendo sin camisa del Palacio pidiendo paz, solamente para ser conducido, acto seguido, como muchas personas más, al interior de la cercana Casa del Florero, donde fue torturado y posteriormente desaparecido. No se volvió a saber de él jamás. Todos los guerrilleros (excepto Clara Elena Enciso) perecieron y sus cuerpos fueron enterrados en una fosa común, presumiblemente en el Cementerio del Sur. La guerrillera Irma Franco fue conducida con vida a la Casa del Florero, pero nunca más se supo de ella; su paradero, al igual que el de los ocho trabajadores de la cafetería y tres mujeres (Gloria Anzola de Lanao, abogada que estacionaba su automóvil en el lugar asignado en el parqueadero del Palacio a su tía, la magistrada del Consejo de Estado Aydée Anzola, a quien Almarales, al momento de liberarla, le manifestó que lo hacía únicamente por ser mujer, porque como consejera debía retenerla; Norma Constanza Esguerra, proveedora de los pasteles de la cafetería; y Lucy Oviedo de Arias, quien había ido a hablar con el magistrado Alfonso Reyes Echandía), es todavía un misterio y motivo de una fuerte controversia nacional acompañada, cada aniversario de la tragedia, por manifestaciones en la plaza de Bolívar de Bogotá.
La única sanción efectiva para los responsables de los hechos del Palacio de Justicia fue la impuesta (encontrándose ya retirado) al general Jesús Armando Arias Cabrales, quien en su condición de Comandante de la Decimotercera Brigada tuvo bajo su responsabilidad la operación militar de recuperación de la edificación. En 1990, la Procuraduría General de la Nación lo destituyó y privó de todos los derechos y prerrogativas de los que gozaba porque no tomó las medidas necesarias para proteger la vida de los rehenes indefensos y ajenos al conflicto, en clara violación de los derechos humanos.* Hay que recordar que, cuando ocurrieron los hechos, ya regía en Colombia el artículo 3.° común a los cuatro Convenios de Ginebra, norma del derecho humanitario que protege a quienes no participan directamente en las hostilidades de un conflicto armado sin carácter internacional. Por consiguiente, los participantes en la batalla ―los guerrilleros del M-19 y los efectivos de la fuerza pública― estaban sujetos a una reglamentación jurídica que les imponía el respeto a la vida de quienes nada tenían que ver con el enfrentamiento.
Definitivamente, se pudo haber alcanzado un pacto a pesar de lo demencial de la acción del M-19. Las vidas de las personas que perecieron (no solo las de los magistrados) estaban por encima de la obligación de “defender la Constitución”. La vida se encuentra incluso por encima del Estado, ya que, precisamente, es tarea de este asegurarla a cada uno de los habitantes de una nación. En su alocución televisada la noche del 7 de noviembre, el Presidente de la República asumió públicamente la responsabilidad histórica de los hechos. No obstante, como Jefe de Estado y de Gobierno debió proteger las vidas de todos los presentes por todos los medios. No se pierda jamás de vista que la operación “Rastrillo”, que dio como resultado la recuperación del Palacio, se inició solo después de que hubieron abandonado la edificación el hermano del presidente, Jaime Betancur Cuartas, que se desempeñaba como consejero de Estado, y la esposa del Ministro de Gobierno, Clara Forero de Castro, quien era fiscal del Consejo de Estado. Perdió el país las personalidades más preclaras de su jurisprudencia y un montón de vidas inocentes cuyo recuerdo permanecerá por generaciones, constituyendo uno de los capítulos más lamentables del horrible río de sangre en el que sigue zozobrando Colombia.
*En una actuación sin precedentes en Colombia, quince años después (2005), el Consejo de Estado anuló su destitución y ordenó que fuese reintegrado al servicio activo.