LA CUESTIÓN BARRANQUILLERA

13 de septiembre de 2015

Puedo repetir aquí las supuestas características que definen a Barranquilla: su impronta caribeña, la desenfadada actitud de sus gentes ante la vida, su trato amigable y franco, su hospitalidad, su extrovertida forma de ser, su índole libertaria, su desapego a los convencionalismos, su pasión por el carnaval, su solidaridad, su antiguo aunque alicaído interés en el deporte, en particular por el fútbol, el boxeo y el béisbol; su predilección por la música caribeña, y también, cómo no, su precaria cultura ciudadana, su informalidad, su desconsideración, su desaprensión y su proclividad al desorden, al relajo y a la irreverencia, todo lo cual es posible hallar, análogo, a lo largo y ancho del Caribe hispano. Del mismo modo, puedo mencionar futilidades como el léxico que distingue a sus habitantes, que también viene a ser común o tiene sus correlatos al habla de la Costa y de amplias zonas de la cuenca del Caribe. En otras palabras, no se encuentran aquí las trivialidades tantas veces reiteradas por mis conterráneos, como que el barranquillero es un ser único en el mundo, poseedor de una alegría, una espontaneidad, un buen humor, una simpatía, un carisma, una bacanería, un swing, una sabrosura, una aptitud connatural para el baile y la música todo ello, relativamente cierto en términos muy generales que lo hacen el ser más feliz del planeta... así bastantes amargados y agresivos anden por ahí. Ahora bien, hay que establecer algunas premisas: 



El centro

ET COR MEUM IBI

CUNCTIS DIEBUS

PARALIP. LIB. II C. VII V. 16


Más no puedo recelar de quienes a los cuatro vientos presumen de ser los que más quieren a su Barranquilla linda del alma, pero se cuidan de poner pie en el centro. Los hay de dos clases: quienes ni lo conocen porque sencillamente no forma parte de su concepto de la ciudad, y los que deliberadamente lo evitan y no lo quieren ver ni en pintura porque lo encuentran sórdido, caótico, feo. El eterno conflicto entre la forma y el fondo. En cualquier caso, a esos individuos les hace falta el componente fundamental del tejido barranquillero, pues el barranquillero barranquillero no revive, no vuelve a respirar, si no retorna al centro.

Esa enorme zona desdeñada por muchos, gústeles o no, es el espacio más íntimamente ligado a la idiosincrasia y a la historia del barranquillero, concebido como un solo cuerpo unitario. En él se dan cita las más genuinas manifestaciones urbanas y humanas de Barranquilla, algo que no debe extrañar a quienes lo miran de soslayo, pues ya es hora de que recuerden o más bien, de que se enteren que Barranquilla surgió alrededor de las barrancas que circundaban los caños y las ciénagas ya desaparecidas de los terrenos en que actualmente tienen su asiento el centro y el mercado. Aunque para un recién llegado resulte difícil de creer, solo hasta hace unos lustros casi toda la actividad social, económica, comercial, financiera, política, intelectual, cultural y bohemia de Barranquilla giraba exclusivamente en torno al centro: allí se iba a pasear, a comer, a concentraciones políticas, a misa, al cine, de compras, a hacer negocios, al banco, en él se celebraba el carnaval. El centro, denominado barrio de San Nicolás por algunos, era el punto de confluencia ciudadana de todos los barranquilleros sin distingo de clases; allí aún tienen sus sedes los organismos estatales y del poder público y, más antiguamente, en el centro vivía la gente, en esa frase está dicho todo: en los costados de la plaza de San Nicolás, en los alrededores de la iglesia de San Roque, a la vera de la calle Ancha, en el paseo de Colón, en las calles y callejones de los barrios San Roque, Rosario, Rebolo y Abajo. Me refiero a mucho antes que empezara la degeneración que desde los años 1960 tanto nos ha agredido e indignado, cuyas máximas proporciones se registraron en los años 80, que ignominiosamente persiste en la actualidad pese a un débil, dificultoso y dilatado proceso de recuperación urbana por décadas anunciado, mas nunca emprendido en firme. En medio de ese caos inconcebible se advierten, sin embargo, los fantasmas de un pasado floreciente que legó un distrito central sui generis, sin comparación en Colombia, ante el que palidece hasta el de la poderosa capital, que todavía conserva algo de virreinal. Latente entre la devastación de cientos de edificaciones se encuentra una riqueza arquitectónica difícil de encontrar en la América Latina, en la que destacan el estilo neoclásico, el art déco, la Bauhaus y el Movimiento Moderno, y en la que relucen por su ausencia vestigios de un pasado colonial.

Una fotografía datada en 1880 muestra la calle Ancha y unas cuantas construcciones de techos de paja a los lados; la imagen proyectada es la de un villorrio. Seis años después, la transformación es radical: el centro empieza su proceso de constitución como tal con la modernidad importada de París por el alcalde Abello y su camellón en respuesta a la destrucción acarreada por la guerra civil de 1884-1885.

Recorrer el centro y sus caños es retornar al embrión, a ese ámbito primigenio que le pertenece a todo barranquillero, donde se escuchan ecos de épocas que no volverán; ese que refleja a Barranquilla como ningún otro, que es Barranquilla misma junto a los barrios Abajo y Arriba del río, porque Barranquilla nunca ha dejado de ser más que su centro, el resto es la periferia, los suburbios, o quién sabe qué.


La estirpe católica de nuestras costumbres 

Si bien es cierto que en Colombia el barranquillero tiene una relativamente bien ganada reputación de iconoclasta, irreverente, en una palabra, pecador, no menos verdadero es que Barranquilla está fuertemente influida, así sea de forma inconsciente e hipócrita, por la cultura católica, comenzando por su máximo símbolo, el carnaval, el cual, hay que aclarar primus omnium, nunca ha sido una festividad de la Iglesia católica, sino una expresión folclórica pícaramente surgida a costillas de la tradición católica.

Mucha gente tiende a olvidar o sencillamente ignora por completo que la fecha del carnaval está determinada por el día en que cae el Miércoles de Ceniza, primer día de la Cuaresma en el calendario litúrgico católico, y la católica fue la religión impuesta por los europeos que conquistaron y colonizaron estas tierras. El Miércoles de Ceniza cae cuarenta días antes del Domingo de Ramos, que, a su turno, es el primer domingo siguiente a la primera luna llena posterior al equinoccio de primavera en el hemisferio boreal, cálculo que estableció la Iglesia en la Edad Media después de siglos de discusiones. Por su parte, la Cuaresma es la tradición cristiana occidental que consiste en cuarenta días de conversión, reflexión, penitencia y recogimiento preparatorios para la Semana Santa, una de las máximas celebraciones cristianas, durante la que se conmemoran la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. El carnaval, festejado los cuatros días inmediatamente anteriores al inicio de la Cuaresma, no es más que el resultado del aval que se dispensa la gente para dar rienda suelta a los placeres mundanos ante el prolongado periodo de cuarenta y siete días de recogimiento y abstinencia moral y física que, en teoría, deberá observar a partir del día inmediatamente posterior a los dichosos cuatro días, periodo que culmina el Domingo de Resurrección. Como es fácil deducir, solo entre católicos practicantes tiene sentido parrandear cuatro días seguidos para luego empezar tan larga etapa de contemplación. Esto encaja en la etimología de la voz carnaval acogida por el Diccionario de la Lengua Española: Del italiano carnevale, haplología del ant. carnelevare, de carne, carne, y levare, quitar, y este calco del gr. ἀπόκρεως; y con la definición de la Encyclopædia Britannica: ...medieval Latin carnem levare or carnelevarium, which means to take away or remove meat (...latín medieval carnem levare o carnelevarium, que significa llevarse o quitar la carne). Y le hace eco a la locución latina Semel in anno licet insanire: una vez al año es lícito volverse loco, concepto proverbial en la Edad Media expresado por varios escritores como Séneca, San Agustín y Horacio. Por consiguiente, en el estricto sentido histórico, etimológico y cultural, ningún festejo debe considerarse carnaval si no se celebra los días inmediatamente anteriores al Miércoles de Ceniza y con la intención descrita.

Aunque los orígenes del carnaval son tan inciertos y diversos como sus manifestaciones, lo seguro es que su instauración en la América Latina es resultado de la cultura católica impuesta por españoles, franceses y portugueses, vale decir, es herencia netamente europea, pues hasta hace poco el cristianismo era una de las improntas de Europa; bajo ninguna circunstancia llegó con los negros ni mucho menos lo tenían los indígenas, como piensan algunos investigadores. Harina de otro costal es que en la Costa, luego de desembarcado por los ibéricos, adquirió fisonomía propia gracias a los aportes culturales indígena y negro; como otra es también que en los orígenes fundacionales del carnaval en Europa se incorporaron elementos de los festivales paganos de la Antigüedad, caracterizados por sus desenfrenos, como las dionisíacas, las bacanales, las saturnales, las lupercales, entre otros.

Las primeras anotaciones sobre el carnaval barranquillero datan del siglo XIX; la descripción que en una carta hace a su padre el estadounidense Van Rensselaer en 1829 parece ser la primera noticia escrita del carnaval; la forma de su celebración durante la Colonia es una incógnita, si acaso se festejaba. Al respecto, el padre Revollo consigna en sus Memorias de 1956, refiriéndose a la Barranquilla de los años 1880:

Lo más digno de recordación es el Carnaval de aquella época. Opino que el Carnaval lo trajeron a Barranquilla los samarios, que inmigraron en gran número desde mediados del siglo XIX, y los momposinos, en cuyas ciudadfues se celebraba desde tiempo inmemorial. En Cartagena nunca se celebró.

Sin embargo, para determinados sociólogos, antropólogos, psicólogos e historiadores, el enraizamiento del carnaval en Barranquilla fue producto de un complejo proceso histórico, socioeconómico y cultural en el que intervinieron, además de la tradición católica primigenia, el declive de Cartagena de donde habría llegado después de obtenida su independencia, el desarrollo de Barranquilla debido parcialmente a lo anterior, y la condición de tierra de libres que caracterizó a Barranquilla durante la Colonia.

De todo lo anterior se derivan dos conclusiones claras: la primera, que la raigambre carnavalesca del barranquillero (ningún barranquillero verdadero se va de Barranquilla en carnaval) obedece a profundas causas culturales, sociales e históricas espontáneas, no a embelecos trasnochados de unos cuantos a quienes se les ocurrió montar un festival con fines comerciales y de lucro personal, como la feria de Cali, creada en 1957, o el festival vallenato, fundado en 1968; la segunda, que ser barranquillero fue sinónimo de carnavalero, salvo las excepciones que nunca han de faltar, por lo menos hasta finales de la primera mitad del siglo XX, cuando comienzan a hacer su irrupción en nuestra sociedad las sectas protestantes, enemigas número uno del carnaval y caracterizadas por su codicia, su hipócrita moral y sus tergiversaciones de la doctrina católica para ganar adeptos. Para ser coherente, pues, el carnavalero tiene al menos que ser católico cultural o no practicante; por ende, ningún apóstata protestante puede ser verdaderamente barranquillero.   

Otras costumbres de extracción cultural católica con fuerte arraigo en el barranquillero han sido la observación de la Cuaresma y la Semana Santa con sus dulces, bien que extraviada ya su prístina intención; las fiestas de San Nicolás, de San Roque que ya desaparecieron y de la Virgen del Carmen (introducida hace algunos decenios por gentes provenientes de diferentes poblaciones de la Costa); y, especialmente, las tres grandes fiestas decembrinas, enmarcadas por días fulgurantes, impetuosas brisas, canciones viejas y luminosos decorados que el barranquillero instala en su casa desde noviembre: la Inmaculada Concepción de la Virgen María, cuya celebración empieza la noche del 7 y finaliza con los faroles y las velitas que se encienden en honor del dogma la madrugada del 8, marcando el inicio en firme de la temporada navideña; la Navidad, con los arbolitos, los pesebres, la novena, los villancicos, los aguinaldos y la Nochebuena; y el 31, Nochevieja, de encontradas emociones que emergen entre tragos, nostálgicas canciones y pitos que anuncian el nuevo año. Vale la pena detenerse un poco en la Inmaculada Concepción: el dogma fue definido por el papa Pío Nono el 8 de diciembre de 1854 mediante la bula Ineffabilis Deus, y en nuestra comarca, su festividad fue promovida por el padre Revollo a principios del siglo XX, una vez hubo tornado de Roma en 1894 habiendo concluido sus estudios teológicos. Tan hondamente caló en Barranquilla la alegre y popular celebración de la Inmaculada, que algunos han llegado a considerarla más importante que la de la mismísima Navidad, esta más familiar, íntima. Una de las canciones protobarranquilleras, Las cuatro fiestas, ha sido elevada a himno de los festejos y, por extensión, de toda la temporada decembrina, aunque trate también del carnaval, la última fiesta tras la Inmaculada, la Navidad y el Año Nuevo. Ya desaparecieron las supersticiones de Semana Santa, por ejemplo, no copular, a riesgo de sufrir cierta calamidad; las inocentadas ¡inocente mariposa! del 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes; y los baños de agua en las calles de los barrios populares el 20 de enero, día de San Sebastián, supuestamente porque es el patrono del líquido, algo errado, pues lo es Juan el Bautista por obvias razones.

La influencia de la Iglesia católica era más bien limitada hasta bien entrado el siglo XX, se infiere fácilmente: hasta mediados del siglo XIX solo existía la iglesia de San Nicolás, la de San Roque data de 1857, y la del Rosario, de 1893. Para una población de unos 35 mil habitantes en 1905, tres parroquias y un clero integrado por menos de diez eclesiásticos eran evidentemente insuficientes en términos de influencia espiritual y cultural. A juicio del historiador Juan Pablo Llinás en Historia General de Barranquilla-Sucesos, publicado en 1997:

Al expulsar el presidente López Valdés a los jesuitas [1850], toda Colombia se torna permisiva. El matrimonio civil, el divorcio y la unión libre proliferan. Gente de Barranquilla vive en concubinato aceptado y solo legaliza la unión in extremis si la agonía da el lugar. La llegada de extranjeros de rígida moral calvinista mejora la conducta moral privada del poblado. A ellos se une poco después la organización de la diócesis bajo la égida de un excelente pastor.

Muchos años, 1890 a 1930, Barranquilla tuvo en manos sefardí [sic] su gobierno, su economía, la religión, la moral y la política.

El reducido ascendiente de la Iglesia cambió merced a dos sacerdotes que incidieron grandemente en la sociedad barranquillera, no solo como guías espirituales, desde fines del siglo XIX hasta mediados del XX: los padres Carlos Valiente (1851-1937) y Pedro Revollo (1868-1960). El primero, urbanista y arquitecto innato, propulsor del progreso de Barranquilla mediante obras como el trazado del actual paseo de Bolívar, el Hospital de Caridad su máximo logro y del que fue capellán, el cementerio Calancala, colegios, iglesias, entre otras; el segundo, como historiador, pedagogo, escritor e impulsor de la creación de la diócesis en 1932, empresa en la que también coadyuvó Valiente, incluso en mayor medida.  

Establecida la época de la expansión de la Iglesia católica en nuestro medio, representada en el crecimiento en número de sus parroquias y de su peso cultural y social (ninguna otra organización social de la ciudad puede mostrar, ni siquiera parecida, la profusión de colegios, hospitales, ancianatos, instituciones de caridad, etcétera, católicos), se desprende que las tradiciones y costumbres mencionadas son más bien típicas del siglo pasado; lamentablemente, la mayoría de ellas tiende a desaparecer en la presente centuria en fuerza de la secularización de la sociedad y la anexión de la gente a sectas protestantes, fenómeno impulsado por el desprestigio de la Iglesia y su incapacidad de llegar a amplios sectores de la población, así como por la aterradora labor de mercadeo, manipulación personalizada y lavado de cerebros llevados a cabo sistemáticamente por esas peligrosas sectas, cuyo caldo de cultivo son la ignorancia y la ultraliberal y fallida Constitución de 1991.


Crisol musical de Colombia

No hay que dar demasiadas pruebas de que el barranquillero siempre ha sido un ser no solo musical, sino estruendosamente musical, como lo evidencian determinadas manifestaciones populares realizadas al aire libre como los desfiles de carnaval, las antiguas rondas de cumbia, los asaltos, las verbenas, las casetas, las cantinas, los estaderos, la celebración de fiestas, cumpleaños, matrimonios y quinceañeros en casas de familia cerrando la calle, los viejos salones y las fiestas barriales de carnaval en plena vía pública, entre otras, amenizadas por grupos musicales, picós, equipos de sonido y amplificadores que emiten su música a elevados y enervantes decibeles. Lo realmente interesante es la dramática variedad de gustos del barranquillero en materia de música popular desde fines del siglo XIX, cuando empiezan a aparecer menciones de los aires escuchados en estas tierras. La profusión y disimilitud de los ritmos que se han escuchado y bailado en Barranquilla difícilmente se encuentran en otra ciudad de Colombia, dan fe del carácter plurimusical de sus habitantes y son determinantes para las tendencias y los gustos musicales del resto del país.

Por el cronista Miguel Goenaga sabemos que las ruedas de cumbia eran populares en la Barranquilla del siglo XIX, por ejemplo, las de la señora conocida como «La Cañón», en el centro («en las 4 esquinas de la calle Bolívar, callejón de California»), y las del señor Carrasquilla en el barrio Arriba. Nada extraño, pues se trata de nuestro ritmo vernáculo por excelencia; toda la música costeña con su marca indeleble de identidad siempre ha sido inmanente a Barranquilla, por lo que no me detendré en ella: no se debe caer en la obviedad. Ahora bien, por diversos autores tenemos noticia también de que a fines del siglo XIX y principios del XX algunos de los ritmos de moda entre la clase alta de Barranquilla eran el vals, la polca, la zarzuela, el minué y la mazurca, aires europeos bailados en los salones de primera del carnaval, así como los andinos pasillo (versión neogranadina del vals) y bambuco. Tanto penetraron estos ritmos protoandinos en la Costa, que los más insignes compositores costeños los cultivaron, y en Panamá, hasta 1903 un departamento costeño más, todavía se compone pasillo, es símbolo de nacionalidad y el ritmo de las fechas patrias, especialmente, el 3 de noviembre, día de la separación. En ese país hay un ritmo llamado punto que no es más que el bambuco tropicalizado en tierras istmeñas. 

En los años 1920 y 1930 sobresale el tango, afamado aire rioplatense que de caribeño no tiene ni un pelillo más allá del elemento negro de la habanera, también cultivado por músicos protocosteños como José Barros y Calixto Ochoa. Para la misma época, en un proceso que tomó aproximadamente un cuarto de siglo, la música del Caribe hispano, la cubana a la cabeza con boleros, rumbas, danzones, sones, guarachas, mambos, puntos, guajiras, chachachás, entre otros, propulsada por el surgimiento de la radio comercial en 1929, y asimilada naturalmente por el barranquillero a fuer del sustrato caribeño común, desplaza a cualquier otro ritmo foráneo, compite con la música costeña, y sienta reales parece que para siempre, alcanzando picos altísimos de compenetración en los años 1960 y 70 con el furor de los ritmos aglutinados de manera simplista bajo la denominación salsa.

No se puede dejar de lado otro ritmo de las Antillas Mayores, al cual algunos musicólogos atribuyen equivocadamente el origen del merengue colombiano: el merengue dominicano, que era popular ya a mediados del siglo XX; un éxito que todavía resuena es A lo oscuro, merengue apambichao de Ángel Viloria que «dio palo» en 1954, desbancado solo por el para muchos himno del carnaval, el son de garabato Te olvidé. El merengue dominicano gozó de arrolladora popularidad en los años 80 y 90 del pasado siglo, la cual coincidió con el declive de la salsa brava de los 1960 y principios de los 70, cuyos estertores fue la salsa de amor de los 80, la cual nunca cuajó y más bien fue el canto del cisne de la salsa.

Mucho tiempo, gran parte de los 1980 y 90, la emisora número uno en audiencia en Barranquilla fue Radio Tiempo, especializada en balada, género afligido aparentemente ajeno a las exultantes gentes del Caribe. La música romántica, como también se conoce, fue popularísima durante los 1960, 70, 80 y la mayor parte de los 90; recuerdo como si fuese ayer que la mayoría de radios de los buses del transporte público sintonizaban emisoras de balada. Desde principios de los 70 se presentaron en Barranquilla los más importantes exponentes de ese género: desde Raphael hasta Chayanne, pasando por Julio Iglesias, Camilo Sesto, Sandro, Juan Gabriel y Luis Miguel.

También ha gozado de amplia aceptación en Barranquilla la música popular mejicana, principalmente la ranchera, producto del gran impacto que tiene la cultura del país azteca en gran parte de la América Latina, especialmente en Colombia, gracias a su cine, sus programas de televisión, sus humoristas y sus cantantes. En la ciudad hay numerosas agrupaciones de mariachis criollos, muy solicitados para dar serenatas en cumpleaños y quinceañeros, entre otras efemérides.

En Barranquilla han gustado, más bien aisladamente, músicas africanas inclasificables agrupadas bajo la superficial denominación terapia, algunas canciones del candomblé brasileño y unos cuantos calipsos, socas, konpas, reggaes, mentos, entre otros ritmos de estirpe negra del Caribe anglo, francés y holandés. Los nombres reales de estas canciones, impronunciables para la mayoría de mis conciudadanos, han sido graciosamente adaptados por el barranquillero en los “piconemas”, acomodaciones fonéticas de trozos pegajosos de las letras: “El saca lengua”, “La vaca paría”, “El Giovanni”, “El sapito”, “La bollona”, “El gritico”, etcétera. En las últimas décadas se han impuesto géneros musicalmente paupérrimos como la champeta cartagenera (marginal desde los años 1980, versión criolla de la terapia) y, desde principios de los años 2000, una tal música urbana, título bajo el cual se aglomeran pseudomúsicas como el reguetón, el trap y las producciones contemporáneas de rap y hip hop latinos, entre otros. 

En diferentes épocas han gozado de cierta acogida entre públicos muy específicos ritmos introducidos desde los Estados Unidos: durante los primeros decenios del siglo XX, el jazz (algunos musicólogos atribuyen la aceptación de los ritmos autóctonos costeños entre las clases altas a las adaptaciones que de ellos hicieron las orquestas de jazz y big bands panameñas importadas en los años 1920), el charlestón, el foxtrot y el one-step; y desde los 1950, ha habido también rock, pop y hasta heavy metal, entre otros. Y hay que resaltar, para atenerme en todo a la verdad, que en Barranquilla siempre ha habido un reducido grupo admirador de la música clásica o culta; incluso hubo sinfónica, filarmónica y compañía de ópera, entre otras formaciones y organizaciones musicales de dicha tradición musical. 

Entre estos ritmos y géneros, varios de los cuales poco o nada tienen de caribeños, hay una gran distancia algunos son absolutamente disímiles que, valorada en su justa proporción junto a toda la música costeña, refleja la dramática variedad de gustos musicales del barranquillero; músicas cuya introducción y difusión desde los picós y la radio barranquillera fue, por lo menos hasta los años 1980, determinante para las preferencias musicales de la región y el país.


El dialecto

No entraré a explicar lo demasiado sabido: que el dialecto barranquillero corresponde a uno de los subdialectos del tronco caribeño del español con giros locales particulares fenómeno normal en cualquier idioma, que presenta influencias de otros dialectos de la región e, incluso, de los dialectos andinos de Colombia, situación inevitable debido a compartir el territorio nacional.

La aseveración que me interesa plantear sin duda suscitará polémica, soy consciente de que la hago prácticamente sin pruebas y, desde ese punto de vista, no es más que una suposición, quizá solo una impresión, incluso una irresponsabilidad: el acento y léxico barranquilleros están marcadamente influidos por los de la infracultura de los drogadictos, más que todo de los marihuaneros de los años 1950, 60 y 70. Ese inconfundible acento «bacano» propio de la gente de los 50 hasta nuestros días, completamente diferente del acento bonachón de los nacidos en las primeras décadas del siglo XX (sintetizado en el plano léxico en el cariñoso y desaparecido vocativo «lindo»), y cualquier cantidad de palabrejas «bacanas», inversiones silábicas y estrambóticas metáforas revelan, sugieren, al menos, la tesis que planteo, que requiere, sin duda, un estudio sistemático y que no excluye que nuestro dialecto haya sufrido influencias e incorporaciones idiomáticas provenientes de otros subgrupos y tribus culturales recientes, esto es, posteriores a los años 70.

Capítulo aparte merece otra característica del lenguaje de un nada despreciable número de mis paisanos: la vulgaridad, representada en algunas de las obscenidades más atroces de la lengua castellana, incorporadas de manera connatural y cotidiana en su vocabulario. Sobresale en este subléxico su obsesión por el miembro viril como arma de su oralidad. En este punto hay que aclarar que el uso de tales vulgaridades se presenta de dos formas en Barranquilla: una, la que sirve para enfatizar, para reforzar lo que se quiere decir, sobre todo en situaciones de gran emoción o conmoción, que saca de apuros y que a buen seguro no es superada en expresividad ni contundencia por ningún casticismo; y dos, la que se da como simple proyección del modo de ser del que habla, esa que nada expresa ni refuerza, la innecesaria, la baja, la que insulta y golpea.

Acotación. Hablar alrevesino (invertir sílabas de ciertas palabras de uso cotidiano), uno de los sellos distintivos de la jerga de los drogadictos, no es invención suya, hay múltiples pruebas.


Epílogo

La cuestión barranquillera es muy difícil, casi imposible de entender incluso para barranquilleros de nacimiento y domicilio. Los mayores todavía conscientes y antaño perceptivos la comprenden porque la experimentaron de primera mano en una importante época de desarrollo de la ciudad. Algunos más jóvenes la entienden y hasta la viven por vía genética porque les fue transmitida de generación en generación. Y tenemos conocimiento del tercer y extraño caso de unos cuantos que la llegan a experimentar por medio de inesperados déjà vus que los transportan a épocas industriosas de hombres vestidos de lino blanco, corbata y sombrero que caminan por las impecables calles del centro entre ecos de sirenas de fábricas y de barcos, tiempos de carnavales estupendos, de orgullo cívico, y de extranjeros que hallaron aquí un sitio propicio para dejar atrás pasados signados por la guerra y la miseria, aquellos que contribuyeron a hacer de esta una ciudad. Para el resto, es menester hurgar en la historia y las costumbres de aquella Barranquilla, que no es tan lejana como parece, para aproximarse a la cuestión barranquillera. Entretanto, sin darse cuenta y así no tenga consciencia de ello, el barranquillero seguirá marcado por su buena índole, incluyente e iconoclasta, la cual hunde sus raíces en los propios orígenes fundacionales de Barranquilla como sitio de libres; por tantos lugares inesperados y ángulos no controlados de su espacio vital, el centro, la Barranquilla por antonomasia; por su raigambre caribeña, tan festiva y espontánea; por su cultura católica, allá, en las reconditeces de su espíritu; por la explosión todo un año anhelada y atropelladamente preparada de su carnaval; por su ruidosa musicalidad gozada y expresada en tan variadas manifestaciones; por su cotidiana forma de expresión, su habla; y por el inquietante hálito de misterio que envuelve a Barranquilla, desde su origen de leyenda hasta su propio nombre. Barranquilla seguirá su rumbo moldeada por los avatares de los tiempos, pero la cuestión barranquillera permanecerá en su base a no ser que la desfiguren fuerzas que solo podrían ser oscuras.