LA DANSE MACABRE

El culto a la muerte no es nuevo, se ha dado en todas las épocas, culturas y lugares. Muchos siglos antes de Cristo, los egipcios sublimaron el embalsamamiento, tallaron sarcófagos, concibieron hipogeos y laberintos y erigieron pirámides que repletaron de tesoros para exquisito sepulcro de sus momias más conspicuas; semejantes tumbas no podía ser de otro modo han sido saqueadas durante siglos. A miles de kilómetros de distancia, un océano de por medio, y de forma llamativamente similar, los aborígenes suramericanos diseñaron galerías subterráneas y enterraron a sus difuntos en huacas ricamente aviadas para el largo viaje con sus pertenencias, comida, bebida y mucho oro, lo que tampoco podía ser de otra formadio origen a los huaqueros. Los griegos antiguos, en cambio, fueron bien prácticos: ponían a sus muertos en lo alto de piras y les prendían fuego tras celebrar juegos fúnebres en su honor; en la Iliada quedaron inmortalizados los funerales magníficos del divino Héctor Priámida, domador de caballos. Casi cuatrocientos años antes de nuestra era, Mausolo, sátrapa del imperio aqueménida, hizo construir un sepulcro de 45 metros de altura, ricamente adornado por un sinnúmero de estatuas colosales y bajorrelieves, para cuando hubieren muerto él y su hermana-esposa Artemisia II de Caria; fue tal la proeza de los arquitectos griegos Sátiro y Piteo, que la estructura solo sucumbió a sucesivos terremotos en la región de Halicarnaso, Anatolia, entre los siglos XII y XV; a la megalomanía de aquel déspota atroz se debe la espantosa palabra mausoleo. Desde la tercera centuria que precedió a la era común, un ejército de más de ocho mil guerreros de terracota en formación de batalla custodia al primer emperador de la China, Qin Shi Huang en el gigantesco mausoleo que ordenó construir desde el primer día de los 38 años de su tiránico régimen; pero a pesar de haber adoptado semejantes previsiones para estar protegido en el más allá, su obsesión por alcanzar la inmortalidad lo llevó a realizar una expedición por la China oriental en busca de las legendarias islas de los inmortales y el secreto de la vida eterna, aventura en la que perdió la vida a los 49 años en el palacio de la prefectura de Shaqiu tras ingerir una mezcla de jade y mercurio recetada por los alquimistas de la dinastía Qin, mejunje que, en vez de otorgarle su ansiada inmortalidad, le causó fallo hepático y muerte cerebral. Por el contrario, en la Escandinavia medieval, los vikingos —aquellos saqueadores bárbaros desprovistos por completo de los miedos y las vanidades del despiadado Qin construían monolitos rúnicos para conmemorar a sus guerreros más valientes, costumbre que se remontaba a los tiempos de Odín, según la saga Ynglinga. En La Guajira, los indios wayú exhuman a sus seres queridos entre doce y quince años después de fallecidos y les celebran un segundo entierro que dura tres o más días y al que acuden familiares y vecinos que llegan incluso desde lugares remotos. En el siglo 17, el emperador mogol Shah Jahan hizo erigir una de las construcciones más bellas y admiradas de la historia, el Taj Mahal, para albergar la tumba de Mumtaz Mahal, su esposa favorita. En la Baja Edad Media se originó en Francia un género artístico (si así puede decirse) alegórico sobre la universalidad de la muerte, la Danse Macabre, en el que la personificación de la muerte ordena a representantes de todas las clases sociales que comparezcan ante ella para llevarlos bailando hasta la tumba. El catolicismo consagra el 2 de noviembre a los Fieles Difuntos, conmemoración llevada a extremos grotescos en México, sincretizada en el Día de Muertos y su parafernalia kitsch. Desde hace siglos, la iglesia católica tiene la macabra costumbre de embalsamar los cadáveres de sus místicos más fervorosos, después de un tiempo reabrir sus tumbas, y atribuirles incorruptibilidad y santidad con el fin de exhibirlos impúdicamente. Entre los siglos XVIII y XIX se propagó en Europa la fúnebre moda de las máscaras mortuorias, antigua costumbre de egipcios y romanos; por ellas sabemos cómo eran en realidad Napoleón, Beethoven o Chopin en el momento de su muerte, al menos. A finales del siglo XIX estuvieron de fama las fotos post-mortem: cadáveres ataviados, posando con sus familiares (muchas veces sentados), con bolas de vidrio en las órbitas oculares que daban la impresión de ojos abiertos, todo para parecer estar con vida. Ciertas comunidades negras de las Antillas Mayores, cuando muere un niño —casi siempre recién nacido o de escasos años—, celebran un baquiné, velorio que consiste en una fiesta con bailes, cantos y ron; la ilusión detrás de tal festejo es «liberar [al infante] de las desdichas de este mundo terrenal, para que pueda compartir con sus ancestros de un mundo espiritual armonioso», y para tener a un ángel que los cuide desde el cielo. Similarmente, los descendientes de los cimarrones fundadores del palenque de San Basilio realizan velorios al son de cantos responsoriales y a golpe de tambor y de palmas de manos mientras las mujeres danzan, cantan y actúan alrededor del cadáver. En pleno siglo 21, la aparente imagen de un hombre barbado y lacerado, con presuntas manchas de sangre en las manos, los pies, el costado y la frente, grabada en un lienzo que se conserva en Turín, corresponde para muchos a la del cadáver de Jesús de Nazaret, a pesar de que pruebas de datación con carbono-14 han demostrado que la mortaja data del siglo 13. Toda carne es como hierba, Memento mori, Sic transit gloria mundi, Ubi sunt, Sit tibi terra levis, Vanitas, guadañas, catrinas, elegías, plañideras, réquiem, catacumbas, necrópolis, cementerios, cenotafios, túmulos, mausoleos, epitafios, nichos, columbarios, osarios, cremaciones, catafalcos, el callejón de Igualdad... En la arquitectura como en el cine, en la literatura como en la música, en la escultura como en la pintura se reverencia a la muerte. Y por demasiado perturbadora, apenas mencionaré a la satánica necrofilia.


Como si lo anterior fuera poco, ahora otra odiosa psicosis gana terreno cada día más, exacerbada por la amplificación que importan las tales redes sociales, en esta sociedad ya harto enajenada por toda suerte de psicosis: el morbo por las noticias de fallecimientos de personas supuestamente famosas. No tiene nada de raro que determinadas personas ansíen el desenlace fatal de un enfermo de gravedad y, sobrevenida la muerte, se refocilen en ella y hasta lo acompañen en su entierro, pero algo muy distinto es que los medios de comunicación armen un festín siniestro ¿informando? del fallecimiento de cada hijo de vecino con el deplorable fin de vender. Porque claramente una cosa es cubrir la muerte de Maradona, y otra muy distinta la de una señora que se parecía a la anciana de la película Coco. Y dependiendo de la notoriedad del finado, vendrán más o menos días de ¿homenajes?, «especiales», notas, fotos, curiosidades, secretos, anécdotas, revelaciones, informes, chismes, testimonios, amigos gratuitos... Lo que debe ser una simple reseña, un dato rápido tratado con el máximo respeto, es transformado en la orgía mediática más obscena. Tan bajo ha caído el periodismo, que en fuerza de su incapacidad de llevar a cabo investigaciones objetivas que denuncien la quiebra moral de esta sociedad, cual es su deber, ha recurrido a hacer mercantilismo de algo tan delicado como la muerte. En nuestro medio, el pseudoportal de noticias "Zona Cero" es el campeón indiscutido en esta tétrica ocupación. 


Barranquilla, 2 de diciembre de 2022