¿Qué pasó en Barranquilla?

6 de julio de 2023


Tras seis años de andar alejado de las redes sociales, he vuelto a usar Facebook y Twitter, y empezado a explorar Instagram. En Facebook me encuentro con nuevos usuarios, grupos y páginas que publican fotos y videos antiguos de Barranquilla, a los que se les suman sus equivalentes de Instagram y Twitter, plataformas que replican sus publicaciones comoquiera que forman parte del coloso de la informática Meta. Algunas páginas comparan fotos (de edificaciones) viejas con actuales, creando sobrecogedor contraste; varias de ellas complementan las imágenes con reseñas históricas que, si bien por lo general intercalan datos inexactos, generan comentarios igualmente complementarios en reveladora interacción. 


Todo lo anterior desempolvó mi interés en revisitar edificios antiguos y emblemáticos, actividad a la que me di en 2007 y cuyo resultado fueron las fotos y videos que subí a Wikipedia y YouTube, respectivamente. Mi intención inicial era simplemente observar el estado de los edificios que más me agradan y retratar otros que no pude en esa época, sobre todo en sectores históricos que cayeron en desgracia, como el barrio San Roque. Pero más bien he experimentado otro efecto más allá de mi imperturbable admiración por un pasado urbano y arquitectónico único en Colombia; por extraño que parezca, por primera vez me pregunto: ¿qué pasó en Barranquilla? ¿Por qué semejante profusión de edificaciones y estilos que no tiene ni la capital del país, ese gigantesco manicomio infestado de edificaciones sin gracia, la mayoría de las cuales parecen mausoleos? Solo la inusual combinación de una espléndida prosperidad y de un gusto exquisito explica la dramática cantidad de soberbias construcciones y estilos importados de Europa, Asia y América del Norte; y queda perfectamente reafirmado, cuando se conocen los dueños de los inmuebles, quiénes los diseñaron y construyeron, y de dónde procedían los materiales de construcción, que los inmigrantes (tanto extranjeros como colombianos) no solo jugaron capital papel en el progreso de la ciudad, sino que no escatimaron esfuerzos en embellecerla con las suntuosas quintas y mansiones que construyeron para sus residencias, y los elegantes edificios sede de sus empresas (casi se puede afirmar que competían por tener las propiedades más fastuosas). Pero Barranquilla no fue ni mucho menos la única ciudad próspera de Colombia, ni la única a la que contribuyeron los inmigrantes. Por ejemplo, desde inicios de la Colonia, la capital concentró el poder económico que le vino del político. (Por eso no tengo en cuenta, en una comparación, edificios institucionales como los palacios de Nariño, Echeverry, Liévano y de San Francisco, o el Capitolio). Y sin embargo, en Bogotá no se encuentra un fresco arquitectónico de la belleza, grandiosidad y heterogeneidad del de Barranquilla. ¿Y por qué razones tales construcciones fueron literalmente abandonadas a su suerte? ¿Por qué se marcharon para no volver los industriosos inmigrantes extranjeros y no pocos colombianos? ¿Por qué se acabó todo aquello? Encuentro insuficiente la tesis de muchos de que el progreso de la ciudad (y sus frutos, como la arquitectura) se acabó al desaparecer la navegación por el río Magdalena a causa del auge del puerto de Buenaventura, lo que desencadenó el fin del modelo económico al que se atribuye el florecimiento de Barranquilla (fin que los historiadores ubican a inicios de los años 1950), pues las construcciones de valía arquitectónica se dieron hasta bien entrado el decenio de 1980, cuando ya la hecatombe de Barranquilla contaba unos treinta años. No planteo que aquello no fue factor del desastre, al contrario: impresiona ver que no queda ni huella de la intensa actividad portuaria que a principios del siglo XX tuvo lugar en los caños del Mercado y Arriba que atestigua el sinnúmero de fotos, postales y videos que proliferan ahora. Evidentemente, del modelo socioeconómico de esa época solo queda el recuerdo, pero no es menos cierto que procesos tan complejos, como la venida a menos de la ciudad más importante de Colombia, nunca obedecen a una única causa, por determinante que ella sea. El que, más o menos desde mediados de la década de 1950, se haya enquistado devastadora, brutal en toda su atroz dimensión, la corrupción que hasta el día de hoy tiene postrada a esta ciudad, hubo de incidir decididamente en que tantos extranjeros, nacionales y sus descendientes salieran huyendo despavoridos de Barranquilla. Como buenos hombres de negocio, acertadamente previeron que la ciudad perdería su ímpetu económico y que las condiciones de vida desmejorarían ostensiblemente, como en efecto ocurrió, debacle que alcanzó sus máximas proporciones en los años 1970 y 1980.


En 1987, un texto considerado hasta hace poco clásico sobre este tema, ¿Por qué se disipó el dinamismo industrial de Barranquilla? (1), cuyo autor es el actual rector de la Universidad del Norte, Adolfo Meisel Roca, plantea como tesis central que «...el crecimiento fabril barranquillero... en los años 1920 y 1930» basaba su «vitalidad»... en el «liderazgo portuario... y no de las interacciones económicas entre este centro industrial y la economía agraria del litoral Atlántico. Al perder Barranquilla su importancia portuaria, su dinamismo industrial se disipó». Mucho tiempo después, 2019, el historiador Milton Zambrano Pérez «desmonta uno a uno, los principales supuestos y conclusiones del escrito de Meisel Roca, y plantea otra visión sobre lo ocurrido en la urbe a partir de los años treinta del siglo XX» en su artículo Crítica histórica al ensayo ¿Por qué se disipó el dinamismo industrial de Barranquilla? (2)


Mientras los historiadores de oficio arman el rompecabezas, me pregunto cómo tanta gente aparentemente cuerda permitió que demolieran verdaderas gemas de la arquitectura para construir modernos edificios. Horrorizan los casos del incomparable edificio Palma, el magnífico Club ABC (en su versión neoclásica), la quinta De Mares (soberbio palacete neoclásico demolido por la familia Char en los años 1970 para construir la insustancial torre de apartamentos «Los Fundadores»), y la mansión Traad (la exótica «Vera Laurice»), entre muchos otros. Me da grima también que a muchos edificios insensatamente les mutilaron sus componentes formales originales con la patente mala intención de ahorrar en mantenimiento, no solo pulverizando toda propuesta estética, sino reduciendo lo que otrora deslumbraba a la ruina arquitectónica más total y absoluta, como aconteció con la residencia del general Eparquio González (calle de San Blas con 20 de Julio) y el Hotel Moderno (San Blas entre La Paz y Progreso). Evidentemente, cero sentido de pertenencia y sensibilidad, e imperio total y tiránico del factor económico, prueba rotunda de que, como se profetizó en el siglo XI, «El dinero será [es] el soberano». Indagación profunda requieren los casos de las iglesias del Carmen y del Rosario, para citar solo dos, construidas en pleno siglo XX y a fines del XIX, respectivamente, y pocos años después completamente reformadas para mal; metamorfosis tan ominosas se hubieran esperado para edificaciones en ruina a causa de su antigüedad, por ejemplo, que por lo menos hubiesen sido construidas en el siglo XVII o a inicios del XIX. No: las mencionadas modificaciones fueron en realidad alteraciones irresponsablemente encaramitadas, improvisadas, sobre las obras originales, con las que nada tienen que ver; penosos, paupérrimos diseños que sugieren que cuando los concibieron había desaparecido la estirpe de arquitectos, maestros de obra, albañiles, y artesanos que dieron vida y esplendor a los inmuebles originales, algo difícil de creer. 

 

Para solaz de románticos redomados restan aún un puñado de construcciones, si bien la mayoría abandonadas, desmoronándose, a merced de salvajes despiadados, como el palacete de la familia Muvdi (avenida Colombia-V de El Prado), el de la familia Grosser (donde funcionó hasta hace pocos lustros la funeraria Jardines del Recuerdo) o el edificio Faillace (Comercio-Mercado). Quien quiera apreciarlas, que se apure, que se acaban. Y mientras se acaban de acabar, ¿habrá alguna norma que prohíba instalar avisos publicitarios escandalosos, de pésimo gusto y de nula propuesta estética, que afean e impiden apreciar las fachadas de las edificaciones, especialmente del Centro, ese aterrador maremágnum de letreros sin orden ni concierto? Norma que de forma racional reglamente los anuncios, como en el mundo civilizado: tamaño, forma, colores, diseño, en una palabra, discreción. Y cuán beneficioso sería que se creara otra norma que obligue a los propietarios de los inmuebles a mantenerlos, limpiarlos al menos, pintarlos y por qué nohacerles mantenimiento preventivo y correctivo, dado que algunos amenazan con venirse abajo y lesionar a más de uno. Y si ya existe tal norma, que por fin se haga cumplir, mejor aún con mano de hierro. Definitivamente, como certeramente señaló el usuario Israel Sánchez Coll, «El comercio es el peor enemigo de la arquitectura». Por fortuna, en los años 1990 empezaron las regulaciones sobre edificaciones de valor histórico y arquitectónico y se contuvo a tiempo el peor desaguisado en la historia de Barranquilla: su autodestrucción.

Club A.B.C. Veinte de Julio (carrera 43) entre San Juan (36) y Jesús (37).

Quinta De Mares. Bulevar Sur (carrera 54) con III de El Prado (calle 59), esquina suroccidental.

Edificio Palma, remate norte del paseo de Bolívar.

Mansión Traad, llamada «Vera Laurice». Av. 10 de El Prado (calle 72) entre Colombia (53) y bulevar Sur (54).