NO SON DE LA LOMA

Por mucho que en este país se la hayan apropiado descaradamente, la salsa no es música de Colombia. Es lamentable que se haya llegado al punto de que ese extraordinario género —el más desarrollado y completo de la música popular— sea uno de los símbolos musicales de Colombia en el exterior por encima de la cumbia, el porro, el bambuco o el joropo, y que cuando les preguntan a muchos colombianos cuál es la música de su tierra neciamente respondan “¡Salsa!”. En Cali ni pena les da con los cubanos y estadounidenses latinos el haber montado una lucrativa industria con música ajena y su disparatada, circense versión del baile salsero. Mientras tanto en Barranquilla, camajanes de todos los pelambres se jactan de ser salseros y con ínfulas de superioridad bravean contra quienes gustan de otras músicas; especialmente se ensañan con quienes llaman “yuqueros”, es decir, a quienes les gusta el vallenato, género despectivamente denominado “yuca”, por lo ordinario y campestre.


Como si esa debacle fuera poco, el summum del impudor es que Cali se haya autoproclamado “capital mundial” de la salsa y, peor aún, se lo hayan creído, vamos a ver: la salsa es un compendio de ritmos antillanos (principalmente cubanos que, huelga decir, de colombianos no tienen nada) interpretados en un estilo creado por músicos cubanos, puertorriqueños, dominicanos y estadounidenses de origen hispanocaribeño en Nueva York y, en mínima proporción, localidades cercanas como Paterson, New Jersey; Johnny Pacheco, el músico dominicano al que se le atribuye en gran medida la evolución, el posicionamiento y la comercialización del sonido salsa, lo explicó así: “La salsa es la música cubana con acordes progresivos”, según otras versiones, “La salsa es la música cubana con arreglos agresivos. Colombia ¿para qué mentir? no tuvo absolutamente nada que ver con el surgimiento y desarrollo de la salsa. La salsa, que hace lustros dejó de hacerse y ya no se oye en ninguna parte sino como música de resistencia,1 estuvo tanto o más extendida y arraigada en urbes del Caribe que en la andina Cali, por ejemplo, Caracas, San Juan, Ponce, Ciudad de Panamá, Santo Domingo, Cartagena y Barranquilla, lugares donde su establecimiento fue natural merced al ascendente caribeño común compartido con Cuba. Para no mencionar que sin Nueva York no hay salsa. Hay que ver lo que fue (aunque todavía se realiza esporádicamente) el Festival Mundial de Salsa en el Poliedro de Caracas a partir de 1975 (cuya primera cita asistió a la electrizante versión de “Cunaviche adentro” del Gran Combo de Puerto Rico), año en que la salsa alcanzó su máximo apogeo y al mismo tiempo iniciaba su declive, no como el montón de eventos salseros que organizaron en otras partes, por ejemplo, Bogotá otra ciudad andina absolutamente ajena a la música y cultura caribeñas, en los 90 y 2000, cuando ya el fenómeno salsa había pasado de moda y había caído en la comercialización residual. Ni qué decir de las mejores agrupaciones salseras que pasaron por las televisoras panameñas, portorriqueñas y venezolanas desde mediados de los 60, mucho antes que en cualquier otra parte. Y solo quiero dejar indicado que en esa época lo que ponían las emisoras de Barranquilla determinaba lo que se oía en el resto de Colombia. 


Ahora, es innegable que los narcotraficantes del Cartel de Cali contrataron las mejores orquestas de salsa para la Feria de Cali (Héctor Lavoe vivió drogado una temporada de 70 días allá, acogido por el narcotraficante alias Larry Landa), que el Grupo Niche, al radicarse en la Sultana del Valle, contribuyó aún más a consolidar su imagen como ciudad salsera aunque coincidiendo con los estertores de la salsa clásica, lo que allanó su camino al éxito—, que con plata del narcotráfico abrieron un montón de discotecas en Cali y Juanchito,2 que el carnaval de Juanchito de alias Larry Landa fue todo un éxito durante varios años, y que, ya extinta la salsa, han seguido organizando conciertos (que ya casi no se hacen) con agrupaciones caducas, y creando escuelas de baile al estilo caleño, es decir, mal ejecutado en relación con los auténticos bailes antillanos, remedo acrobático que, al fin y al cabo, atrae a gente despistada. 


Pues bien, algo análogo puede reputarse de Caracas, Ponce, Barranquilla o San Juan: en Caracas estaba la Dimensión Latina; en Ponce, la Sonora Ponceña; en Panamá, Rubén Blades; en Barranquilla, Joe Arroyo; en San Juan, El Gran Combo; en Nueva York... De los estaderos (bares) salseros de Barranquilla, mejor no hablemos, y, menos, de picós, verbenas, casetas y equipos de sonido que, en las terrazas de las casas de extensos sectores populares de la urbe, a todo timbal todavía hacen retumbar permanentemente la salsa, fenómeno cultural identitario que no existe en Cali. Del Festival de Orquestas, por donde pasa la ceca y la meca no solo de la salsa. De los múltiples conciertos de las Estrellas de Fania y todas las orquestas salseras que actuaron primero en las principales ciudades del Caribe, luego de Hispanoamérica, de EE.UU. y, finalmente, de Europa e incluso de Asia. De Ley Martin desesperadamente buscando marihuana en la 72 para Lavoe, ya que Jecto amenazó con no presentarse en el concierto de las Estrellas de Fania que se realizó en el estadio Municipal en 1980 si no le conseguían la hierba. Y a nadie se le ocurrirá negar que los narcos también financiaron conciertos en otras partes de Colombia, hasta en eso estamos a la par. La gran diferencia es que en Barranquilla, Caracas, Panamá, San Juan, etcétera, sí tuvieron el pudor de no formar una industria con música ajena, ni de montar escuelas de baile contorsionista, acrobacias y maromas, que de la impudicia sí es Cali la capital mundial (no olvidemos que también se copiaron del Cristo Redentor de Río de Janeiro e hicieron una caricatura, el Cristo Rey). En Barranquilla lo pudieron hacer fácilmente en virtud de la connatural inclinación del barranquillero al baile y existiendo, como existen de mucho antes, innumerables escuelas de danza, pero por respeto no se inclinaron por la usurpación cultural, y ya ven lo que resultó. Orquestas, bares, estudios de grabación, escuelas de baile, bailadores, melómanos, coleccionistas, escritores, discotecas, libros, tesis, estudios, investigaciones, documentales, museos, plazas, estatuas, emisoras de radio, programas radiales, locutores, estudiosos, redes sociales, eventos, encuentros... todo se encuentra análogo en las ciudades salseras y más, por ejemplo, en Cali no existen los picós, que no son simplemente esos enormes sistemas de sonido que amplifican la música, decorados, entre otros, con estrambóticos, kitsch motivos salseros, sino la médula de toda una cultura que durante décadas se ha forjado a su alrededor y que ha marcado profundamente la identidad popular costeña. A propósito, siempre me ha parecido de ridiculez incomparable eso de las capitales mundiales (las hay hasta de cosas que nada más existen en un país, como el vallenato), no son más que embelecos de mercachifles para sacar réditos de préstamos ajenos. Pero si se hubiere de designar la capital mundial de la salsa, no podría ser otra que Nueva York, por haber sido allí donde se le dio esa nueva fisonomía a la música cubana y se expandió al resto del mundo, nada menos. Entonces, ¿de dónde sacaron estos buenos señores que Cali es la “capital mundial” de la salsa?


Otro caso de apropiación, o más bien, de imposición cultural, y con toda sinceridad me apena decirlo, es el sombrero vueltiao, excepcional prenda que estrictamente hablando alguien tiene que decirlo no representa a Colombia entera —ni siquiera a toda la Costa—, como lo han tratado de imponer distintos sectores de la vida nacional desde principios de los años 2000. Fundamentalmente  por dos razones: primera, en muchas regiones del país el vueltiao no tiene ni siquiera cabida, pues cuentan con sus propios sombreros bien arraigados: aguadeño (Caldas), wayuú (Guajira), kuarimpete o guambiano (Cauca), de Suaza (Huila), de pindo (Huila), de Sandoná (Nariño), boyacense, entre otros. Tan así es, que el acordeonista boyacense Julián Mojica, rey vallenato 2018, declinó los consejos de sus amigos vallenatos para que luciera el vueltiao, pues sabiamente estimó que no es original de su región, como contundentemente lo expresó en esta entrevista); segunda —y la más poderosa—, el vueltiao no solo surgió y se elabora en las sabanas de Córdoba, Sucre y Bolívar —sí, eso es lo de menos, sino que se usa únicamente allí. Pudo haber sido declarado muy Símbolo Cultural de la Nación por el Congreso en 2004, elegido símbolo del país en 2006 por la encuesta que llevó a cabo la revista Semana en complicidad con el Ministerio de Cultura, Caracol TV y la campaña de imagen “Colombia es Pasión”, y declarado referente cultural, material y artesanal de la Región Andina por el Parlamento Andino en 2021 (algo descabellado, pues ni siquiera remotamente tiene que ver con las gentes de los Andes), pero sencillamente es y se usa en una sola región de Colombia, por ende, es una arbitrariedad atribuírselo al país todo. ¿La particularidad por la generalidad? No.


Peor aún los casquivanos que, siendo de otras regiones completamente ajenas a la cultura sabanera, y teniendo sus propios sombreros regionales, se apropian del vueltiao luciéndolo impúdicamente y para empeorar el daño en el exterior. ¿Por qué no se ponen los sombreros de sus regiones? Hasta los años 1990 no se veía ni medio sombrero vueltiao en el carnaval de Barranquilla, excepto los que traen los cumbiamberos, pues es uno de los sombreros que forma parte de su atuendo (el otro es el concha 'e jobo, propio de la Depresión Momposina, La Mojana y Loba, considerado el sombrero original del atuendo cumbiambero por provenir de la región que se arroga ser la cuna de la cumbia). En YouTube hay abundantes videos del Festival de Orquestas de los años 1980 y 90 que lo atestiguan. Lo más triste de todo es que ese sombrero no se usa habitualmente, solo se lo ponen los campesinos y ganaderos de la Sabana y de algunos otros puntos de la campiña costeña. En las ciudades costeñas jamás se ha usado. Todo es producto de esa psicosis de andar premiando cosas o nombrándolas las más "algo", sea mediante “concursos”, “competencias” o encuestas (como esa de Semana) o simplemente a dedo, como lo hizo el Congreso. Psicosis cuyos motivos no están en absoluto claros, cuya apoteosis son los actos solemnes, shows y viajes que incluyen entrega de medallas, pergaminos, notas, reconocimientos, delegaciones, viáticos, abrazos, aplausos, copas de vino, risotadas, lloriqueos...


La imposición del sombrero vueltiao como símbolo de Colombia debe ser el mejor ejemplo de felices coincidencias y casualidades en este país. Era el utilizado por exitosos músicos campesinos sabaneros que solo se escuchaban en la Costa como Alejandro Durán3 y los Gaiteros de San Jacinto; se lo enganchaban a los políticos cuando visitaban la Sabana en sus correrías proselitistas (por ejemplo, al Remache Lleras); se lo puso García Márquez al son de cumbia en la parranda que formaron los colombianos después de que hubo recibido el premio Nobel en Estocolmo; lo vio media Colombia por televisión cuando el Happy Lora se lo acomodó en la testa al ser coronado campeón gallo de boxeo en 1985; se lo encajaron a Karol Wojtyła en 1986 durante su visita, Egidio Cuadrado, el eterno acordeonero de Carlos Vives —el cantante de vallenatos más internacional—, se ha exhibido con el vueltiao por medio mundo desde mediados de los años 1990, y los atletas colombianos desconcertaron al lucirlo por primera vez durante la ceremonia inaugural de unos juegos olímpicos en Sydney 2000 (y a partir de entonces ha sido inmancable en esas inauguraciones, acompañado por la mochila arhuaca en Atenas 2004 y Río de Janeiro 2016, y por la mochila cumbiambera en Pekín 2008). Es decir, estamos ante una notoriedad que, sin proponérselo, le dieron varios de los más ilustres hijos de Colombia y otras personalidades en momentos estelares que tuvieron amplia difusión por los medios masivos de comunicación; esto, conjugado con el hecho de su extraordinario y llamativo diseño, enigmático, potente, viril, único, abonó el terreno para el complot que lo catapultó al estrellato a principios de la década de 2000. Aparte mínimamente del sombrero aguadeño, el poncho y el carriel de Juan Valdez, no recuerdo a personalidades de las artes o el deporte de otras regiones de Colombia que hayan lucido sus atuendos o símbolos regionales en instantes clave que los habrían proyectado masivamente; en otros términos, otro punto a favor del vueltiao: sus rivalesno acudieron a hacerle frente. Y no es por denigrarlos, pero aunque lo hubieran hecho, lo cierto es que de nada habría valido, pues el resto de sombreros y otras prendas regionales de Colombia palidecen ante el poderío, la originalidad y la vistosidad del vueltiao. Por ejemplo, nadie diría que son de Colombia aquellos sombreros (poco o nada tienen de originales, podrían ser de cualquier otro país), lo que no ocurre con el vueltiao, cuyo diseño único irrecusablemente remite a la Costa Atlántica y, por extensión, a Colombia. 


Al menos, Semana reconoció que si su vacua encuesta se hubiera realizado cuarenta años antes el elegido habría sido el café, y presagió que años más tarde, en un nuevo y fútil ejercicio amarillista, otra cosa que esté de moda será elegida “símbolo del país”. Dejaron claro que la elección del vueltiao fue producto de una euforia, una moda pasajera, y efectivamente, la profecía se hizo realidad: casi veinte años después del sondeo, el vueltiao ha perdido la fuerza y notoriedad de las que en ese entonces gozaba, nadie lo menciona y solo se lo pone la delegación colombiana en la inauguración de los juegos olímpicos, prueba de que fue artificialmente impuesto dadas una serie de casualidades. Para rematar, cada día se diluye más en una aterradora vorágine de comercialización que ha distorsionado completamente su diseño, forma, colores y materiales ancestrales: hoy no se consigue el original, sino unos adefesios de plástico fabricados en serie en la China, con la forma de otros sombreros, de pintas alteradas y teñidas de múltiples colores, quién lo creyera. Mientras tanto el café, que quedó de segundo en la encuesta, ha seguido siendo un potente símbolo de Colombia, tanto, que los periodistas extranjeros denominan jugador, conjunto o equipo “cafetero” a deportistas criollos y a selecciones Colombia, especialmente la de fútbol y la de béisbol. Lo absurdo de atribuirle el apelativo cafetera a la selección nacional de béisbol, deporte que solo se practica en cuatro departamentos de la Costa Atlántico, Bolívar, Córdoba y Sucre y que, como puede fácilmente deducirse, no tiene el mínimo arraigo en la zona cafetera, es prueba de que, en el exterior, donde no tienen conciencia de las dramáticas diferencias socioculturales regionales de Colombia, lo positivo que provenga del país es relacionado con el café (y lo negativo con la cocaína, primera idea que se les viene a la mente a los extranjeros cuando se menciona a Colombia), hasta una selección de una disciplina ajena al 90% de la nación e integrada exclusivamente por oriundos de la fracción occidental de la Costa. El café suave colombiano, protegido por la denominación de origen Café de Colombia”, está presente a diario en hogares alrededor del mundo y es degustado por millones de personas de todas las razas. El personaje, la marca y el logo de Juan Valdez y su mula Conchita son un ícono mundial —y, por carambola, las cafeterías del mismo nombre no solamente de Colombia, sino del café, y su imagen es frecuentemente parodiada en los medios de comunicación. Excepción hecha de su ya mencionada impostura sobre las cabezas de los atletas colombianos en el desfile de inauguración de los juegos olímpicos desde 2000, el sombrero vueltiao no tiene ninguna notoriedad en el mundo, pues, repito, ni siquiera es usado fuera de las sabanas del Bolívar Grande. En un mundo eminentemente visual, sin embargo, el sombrero vueltiao mantendrá siempre esa ventaja sobre el café.


Sin embargo, todavía hay más a favor del vueltiao: es irremediablemente asociado con la alegría y la parranda, es una prenda de labriegos y ganaderos que se volvió festiva, hoy por hoy es infaltable en cuanto festejo se realiza en Colombia o hagan colombianos en el exterior, lo que no ocurre con los otros sombreros regionales de Colombia, la ruana y el carriel; solo al poncho antioqueño se le puede reconocer un limitado carácter festivo, muy distante del sombrero vueltiao, con el que a veces hace bastarda combinación. La buena estrella del vueltiao quedó sellada cuando durante el ministerio de Cultura de María Consuelo Araújo (2002-2006), valduparense de rancio abolengo, el Congreso sancionó la Ley 908 de 2004 que lo declaró símbolo cultural de la Nación, disposición que, además, emplazaba al Banco de la República a incluir una imagen de la prenda en alguna emisión futura de moneda, lo cual se materializó en el rediseño del billete de 20 mil pesos en 2016. La ministra Araújo fue precedida por la cartagenera Araceli Morales (2001-2002) y esta por la Cacica Consuelo Araújo (2000-2001), tía de María Consuelo y una de las protomujeres costeñas, quien en 1999 fundó con el Turco Gil Los Niños del Vallenato, agrupación con sede en Valledupar que cosas de la vida también adoptó el vueltiao como sombrero (pudo haber sido el tutusoma, el gorro de los arhuacos, pueblo indígena de la región de Valledupar) y que, en mi criterio, produjo la apoteosis del vueltiao cuando visitó al presidente Bill Clinton quien también lució uno en la Casa Blanca en la Navidad de ese mismo año; como puede verse, hubo un continuo de tres ministras de Cultura costeñas los cuatro años previos a que el sombrero vueltiao fuera declarado símbolo cultural de Colombia, cuyas gestiones sin duda contribuyeron al establecimiento del vueltiao en el imaginario cultural colombiano.

El vueltiao, por cierto, tampoco es tan puro, tan “colombiano”: el sombrero pintao de Panamá (llamado así porque tiene pintas, como el vueltiao), es básicamente igual, difiere levemente en la forma y cantidad de las pintas; es lógico: hasta cuando se separa de Colombia en 1903, el departamento de Panamá formaba parte de la Costa, por eso ambas regiones comparten no solo la geografía y un pasado común, sino cultura y tradiciones. Pintao y vueltiao son del mismo material, tienen las mismas vueltas y según su número se designan igual (quinceano, diecinueve, veintiuno), comparten las técnicas de elaboración y de teñido de la fibra, los colores de las trenzas son idénticos, y hasta la morfología de sus nombres es la misma: los dos terminan en la desinencia -ado de los participios pasados con pérdida de la de, característica fonética del español de esta zona. Y pensar que el vueltiao también es pintao, pues tiene pintas, y que el pintao está constituido por vueltas de trenzas alrededor de la copa, lo que lo hace vueltiao. Para rematar, hace unos años se descubrieron figuras antropomórficas precolombinas en área rural del departamento de Sucre, las cuales tienen un sombrero con el ala frontal doblada hacia arriba, tal cual es una de las formas de llevar el pintao en Panamá, usanza conocida en el istmo como “a la pedrá”. 


Barranquilla, 19 de enero de 2024

Sombrero vueltiao

Sombrero pintao

Sombrero concha 'e jobo

Notas