7 de octubre de 2010
Desde que la leí por primera vez en 1991, La ciudad y los perros (1962) me ha acompañado en muchas jornadas de tedio, desesperanza e incertidumbre. La precoz novela de un Mario Vargas Llosa de apenas veintiséis años fue una llamarada esperanzadora, un inteligente experimento técnico y estético, en medio de la fisonomía aún en ciernes de una nueva literatura hispanoamericana. Desde entonces, la tragedia del Poeta, el teniente Gamboa, el Jaguar, el Esclavo, Teresa, el serrano Cava y el Flaco Higueras, ambientada en aquella Lima todavía pacata ―pero ya no virreinal― de la cual se levanta finalmente el amor, ha sido el retrato nítido de una sociedad latinoamericana corrompida e irresponsable que termina por devorar a cierto tipo de seres humanos que, aun después de ser degradados por el sistema, siguen cumpliendo con su deber estoicamente en las condiciones más penosas. Tal es la miseria de Gamboa, de Pantaleón y, por qué no, la de Pedro Camacho, el escribidor. Esta actitud ante la vida es piedra de toque del orbe vargasllosiano y uno de sus temas recurrentes, así como punto de coincidencia con Albert Camus, malogrado escritor y filósofo nativo de la Argelia francesa, galardonado también con el Nobel en 1957, de cuya obra se ha ocupado Vargas Llosa: la angustia del ser humano ante la vida y lo absurdo de vivirla, ante lo cual solo resta sobrellevarla según la ley moral en sí, imaginándose feliz.
A La ciudad siguió la novela de difícil factura La casa verde (1965), y después Conversación en La Catedral (1969), Pantaleón y las visitadoras (1973) y La tía Julia y el escribidor (1977), con las que el autor cerró su ciclo peruviano para traspasar las fronteras de su tierra y asentarse definitivamente en el cosmos iberoamericano a partir de 1981 con novelas aún más complejas como La guerra del fin del mundo (1981, ambientada en la guerra de Canudos en el Brasil finisecular decimonónico) y La fiesta del Chivo (2000, sobre el magnicidio del Generalísimo Trujillo). Vargas Llosa, ya definitivamente influido por el racionalismo crítico de Karl Popper aborda, con profundidad y originalidad que no ha poseído ningún otro creador de su tiempo y ámbito geográfico, las raíces y el nervio de la realidad de este continente convirtiéndose, a fuer de estas obras clave, en el literato quizá más profundamente latinoamericano y, merced a una voluminosa y sólida producción que abarca novela, cuento, teatro, ensayo, entrevistas, conferencias y cine, en el mayor merecedor de una distinción excepcional que con Mistral, Asturias, Neruda, García Márquez y Paz, ya ha tocado a seis escritores de este terruño. El Nobel de Vargas Llosa ―el único premio que le faltaba― es un reconocimiento largamente esperado por sus seguidores y sobradamente merecido, aunque un poco atrasado, para un autor universal que se encuentra plenamente activo y que promete ensanchar su creación con El sueño del celta. Que repiquen las campanas de la literatura hipanoamericana.