INSTITUTO EXPERIMENTAL DEL ATLÁNTICO, SIEMPRE

A mis compañeros (1986-1991)


A pesar de que sabía de sobra que la jornada escolar iba de 7:15 a.m. a 5 p.m., a eso de la una de la tarde del primer día de clases, fastidiado, le pregunté a un estudiante de grado superior si ya nos íbamos. Me miró fijamente, y con mezcla de reprensión y comprensión (su expresión sugería que alguna vez también había padecido lo mismo), me contestó con firmeza: «¿Estás loco?» Crudas palabras que me despertaron a la realidad y fueron el conjuro con el que comprendí, de una vez y para siempre, que la salida no sería jamás a las 12:30 de la tarde como en los colegios normales.

Los años de mis estudios de bachillerato en el IEA (1986-1991) coincidieron con la última fase de mi infancia y mi adolescencia, o sea, la etapa normalmente más feliz del ser humano; tal vez por esa razón me place rememorar todo lo relacionado con ese trance excepcional: la casona de la esquina noreste de la calle 70 con carrera 38, las paredes color hueso de las aulas, el ajedrezado glauco y gualdo del piso, la cocina y el horno donde se mantenían calientes los almuerzos, la biblioteca en el segundo piso, la severa disciplina, la fuerte exigencia académica que a tantos excluyó, lo mucho que me disgustaba hacer aseo e ir a las brigadas1 en vacaciones, el personal administrativo y los profesores, los compañeros y los amigos, las alegrías, las travesuras y los inconvenientes, las clases, los pianos, el ambiente de estudio, los «tubos»2 de inglés, francés y alemán, los métodos New Concept English for Colombia de L. G. Alexander y Cours de Langue et de Civilisation Françaises de G. Mauger, la Gramática Sucinta de la Lengua Alemana, los manuales de latín y de griego antiguo, y el rector, el profesor Assa, que cuando visitaba el colegio suscitaba vivo interés. En medio del patio había un ciruelo viejo y corpulento, diagonal a él, un tamarindo; hacia el extremo sur, un árbol de perita; y varios nísperos desperdigados.

Los siete idiomas que se enseñan en el IEA son su principal sello, algo que me marcó profundamente y que tengo por privilegio intelectual que me tocó en suerte; siempre me admiraré de haber recibido tan extraordinaria preparación. Gran prerrogativa también fue haber contado con profesores extranjeros y con colombianos que habían realizado estudios superiores en Europa.

Como si fuera ayer me acuerdo de la primera clase, una lección de inglés que dictó el profesor Assa; de la enorme expectativa y conmoción que generó la primera clase de alemán a mediados de 1986, en la que la joven profesora María Elena Visbal, quien también es pianista y profesora de música, me corrigió que Tafel no se pronuncia /ta'fel/, sino /'tafel/. De aquel 1986 guardo el recuerdo de mis pininos en el alfabeto cirílico, grafía críptica en la que me inició el mistagogo de décimo grado Hollman Barraza, quien me enseñó ruso desde sexto grado adelantándome dos años al plan de estudios.

Se me viene a la memoria el profesor de Geografía, Humberto Páez, maestro chapado a la antigua que jamás faltaba a una clase y siempre asistía con inquebrantable puntualidad. El curso quedó atónito el día que caía un diluvio como no se ha vuelto a ver en Barranquilla, y cuando dábamos por descontado que no llegaría, el profesor Páez apareció puntual, protegido con paraguas, botas pantaneras e impermeable.

Siempre me acuerdo mucho de la profesora de Inglés Oral en 1988, Magali Saldaña, quien nos enseñó que, a diferencia del español «coteño», en inglés deben pronunciarse enfáticamente las últimas letras de las palabras, por ejemplo, studenT, no studen. Con ella aprendimos la pronunciación no rótica característica de la mayor parte de Inglaterra, que adoptamos a tal grado que en una ocasión el profesor de Inglés-Estructuras, Francisco Angulo, extrañado preguntó por qué pronunciábamos la erre así. Tampoco olvido sus spelling bees, de los que varias veces resulté ganador y que fueron un entretenido instrumento para afianzar la ortografía inglesa.

En febrero, por indicación de dos amigos, empecé a escuchar Oro Stereo, emisora de radio especializada en música anglo, desaparecida en 1991; me perturbó que, siendo estudiante de un colegio especial donde el estudio del inglés era intensivo, no entendía ni jota de lo que decían las canciones y casi nada de la transcripción de las letras, por lo que me di a la tarea de traducirlas con la ayuda de los diccionarios, métodos y gramáticas que tenía a mi disposición en mi casa, invaluables textos a los que se había hecho mi papá durante sus estudios universitarios de idiomas y posteriormente como profesor. Solo, motivado únicamente por el orgullo propio, todo conjugado con los libros de mi papá y las bases gramaticales adquiridas durante mis dos primeros años en el IEA, poco a poco armé el rompecabezas, aprendí la pronunciación, afiné el oído y empecé a entender lo que decían las canciones. El contacto con la lengua viva aceleró su aprendizaje y me permitió complementar y superar en poco tiempo el nivel que hasta el momento había alcanzado en el IEA, que aventajaba sobradamente el del impartido en cualquier séptimo grado de Colombia. 

Una mañana, a lo sumo de mayo, llegué tarde al colegio, como siempre. Ya había iniciado una lección de inglés que dictaba una nueva profesora, Catherine McMahon, escocesa que no hablaba español; estaba desesperada porque nadie le entendía y tras cada frase que decía preguntaba si le habían entendido. Producto de mi interacción en curso con el inglés de la música «americana», luego de algunos minutos de escucharla me di cuenta de que entendía lo que decía, así que tan pronto hizo la insistente verificación le respondí afirmativamente; desde entonces no se me borra de la memoria su expresión de alivio. 

Hasta 1987 me entusiasmaban más el francés, el ruso y el alemán, pero como resultado de mi inopinado descubrimiento del anglo y de sus frutos tan afortunados como inesperados, me interesé sobremanera en el inglés; me propuse profundizar y comencé por leer unas ediciones simplificadas que había en mi casa de The Adventures of Tom Sawyer y de Tales of Mystery and Imagination.

La tarde del sábado 9 de abril de 1988 tuvo el octavo grado una de sus máximas pruebas: el examen de la primera parte del «tubo» de inglés en las instalaciones del Instituto de Lenguas Modernas (ILM), desaparecido en febrero de 2016. Ese era el instrumento establecido por el colegio para definir quiénes continuaban en el grupo A tras la clasificación que se hacía al cabo del primer semestre del sexto grado, la cual, para propósitos prácticos, determinaba quiénes incorporaban el alemán a su plan de estudios optativo. El examen de octavo redefinía el grupo A y le añadía el estudio del ruso, del griego antiguo y del latín desde ese momento, y del italiano a partir de noveno grado. Durante la evaluación anoté en un papelito algunas preguntas que me crearon dudas para comentarlas con mis compañeros una vez hubiera acabado la prueba. Por ese hecho inocente tuve un altercado con la esposa del profesor Assa y administradora del ILM, cuando concluida la evaluación me encontró revisando las anotaciones con algunos condiscípulos; tan desprovisto de cualquier trampa estaba el hecho, que ingenuamente estábamos en la puerta de entrada del ILM, a la vista de todo el mundo. En esas estaba cuando apareció madame Assa y me arrebató la hoja cuestionando incisivamente su contenido, a lo que respondí con accidentadas explicaciones convertidas finalmente en protesta. Aunque no me lo dijo directamente, por su actitud acusadora y su reiterativa y acalorada interpelación me percaté de que creía que se trataba de un «machete»3, por lo que al tiempo que mis explicaciones ascendían en efervescencia, comprendía que todo se prestaba para su fatal suposición. Desafortunada discusión entre un niño de trece años y una temperamental señora ya entrada en años a quien fue imposible hacerle entender que no era lo que imaginaba. El lunes siguiente, como de costumbre, llegué tarde al IEA; se me heló la sangre cuando entré al salón y me di de bruces con el profesor Assa, quien ya había entregado los resultados del «tubo», como también llamaban informalmente al bendito examen. Apenas me vio empezó a reconvenirme doblemente, por llegar tarde y por el incidente con su esposa. No bien comenzaba otra atropellada y encendida defensa, cuando mi compañero Juan Carlos Moscote, quien se sentaba a mi lado, me musitó que había obtenido la más alta calificación; intervención que no pudo ser más providencial: en pocos segundos mi exaltado alegato se extinguió por completo derrotado por una placentera sensación de felicidad, al mismo tiempo que la predisposición del profesor Assa se aplacaba al tener enfrente al estudiante que había obtenido la mayor puntuación, aunque fuese el mismo del malentendido; siempre he asumido que me dispensó por ese logro. Recuerdo que con la cautela de quien no quiere saber la respuesta, me preguntó si le había faltado el respeto a su mujer. No entendía lo que le decía (yo hablaba muy rápido y no vocalizaba en esa época), y le preguntaba qué había dicho a la señora Gladys Díaz, coordinadora del IEA, quien le «traducía».

Como resultado de todo lo anterior, aquel 1988 memorable me decanté definitivamente por las lenguas, por eso los profesores de idiomas ejercieron la mayor influencia en mí, especialmente Francisco Angulo, Grandfield Henry, Alfonso Rodríguez, Miguel Zapata, Alida Vizcaíno, Elena de Barreneche, Eleucilio Niebles, Carmen Maury (quien además era profesora de música), Ramiro Escalante y Lionel Tovar, quien dictaba un excelso curso de literatura inglesa. Hecho trascendental en mi preparación fue la identificación gramatical y la descomposición sintáctica que ese 1988 enseñó Grandfield Henry en la asignatura de Latín, estructura sin la cual es muy difícil estudiar idiomas tan complejos como aquel y el griego antiguo; no me cabe la menor duda de que después de recibir ese tipo de instrucción nadie vuelve a ver igual las lenguas y los simples actos de hablar, leer y escribir.

Otro profesor memorable fue Henry Noguera, formidable pintor que formó parte del equipo de artistas que pintó el telón de boca del teatro Municipal «Amira De la Rosa» en 1982. Me parece estar, un ya remoto día de 1987, viéndolo dibujar con precisión fotográfica el rostro de mi condiscípula Cecilia García Hernández.

Debido a las limitaciones locativas del colegio, Educación Física se dictaba las mañanas de los sábados en la lamentablemente desaparecida sede del Colegio Alemán de la carrera 51B —una de las mejores muestras de arquitectura escolar que ha habido en Barranquilla—. La clase siempre culminaba con un partido de fútbol en el que desfogaba la energía toda una semana contenida; en el gramado de la inmensa cancha marqué goles que aún no se me olvidan. Finalizada la jornada, con algunos compañeros iba a una tienda —que aún existe, así como el bambú de la India del jardín— ubicada a pocas cuadras, en la esquina suroeste de la calle 85 con carrera 52, y luego en la calle 84 tomaba el bus que me dejaba en medio del incomparable ambiente en ebullición del centro de Barranquilla los sábados al mediodía.

Tenía serios problemas con las matemáticas en ese tiempo, trauma que arrastraba desde la primaria y que solo superé en la universidad. Siempre les agradeceré a los profesores Boris Lora y Carmen Benavides la paciencia infinita que me tuvieron.

Mi más grato recuerdo del IEA es la mañana de octubre de 1991 en que me entregaron el resultado de las pruebas del Icfes que se realizaron el sábado 10 y el domingo 11 de agosto de ese año. La coordinadora Gladys Díaz entró de improviso en el laboratorio de fonética donde recibía una clase de ruso, la dio por terminada, y felicitó al curso porque se había convertido en la promoción que más alta puntuación había obtenido en la historia del colegio. Enseguida leyó los puntajes de la lista de alumnos ordenada alfabéticamente por apellido, yo era el último. Cuando acabó se produjo un estallido de júbilo, un terremoto de gritos de felicidad, vítores, puños en alto, abrazos, lágrimas, nunca lo olvidaré. Después fui a la secretaría y pedí prestado el teléfono para informar de mi puntaje a mi mamá. Fue el día más feliz de mi vida.

Me gradué la noche del viernes 27 de diciembre de 1991 al cabo de un concierto de piano y violín en el teatro Municipal.4 Esperaba recibir el diploma de manos del profesor Assa, mas no asistió. Me lo entregó el profesor Carlos Lara, a quien le estreché la mano.

Hoy me apena recordar que en ese tiempo no veía la hora de salir del colegio, y debido a esa forma agobiada de asumir la vida, que mantuve durante mis estudios universitarios y aun después, escasamente viví al máximo el último año de mi paso por el IEA, el acontecimiento capital de mi existencia.



Barranquilla, 23 de agosto de 2020



1  Jornada de aseo de las instalaciones. 

2 Término con que se conocían informalmente los métodos de enseñanza de las gramáticas inglesa, francesa y alemana basados en la traducción de oraciones del español a dichos idiomas. Una versión atribuye el origen del término al verbo to be; otra, a la dificultad de pasar por un tubo.

3 Papel con anotaciones referentes al tema de evaluación que un alumno tramposo prepara antes de un examen para ayudarse furtivamente durante la prueba. 

4 Se presentaron los esposos Marina González Bustamante, piano (Colombia) y Jorge Budziszewski Mariscal, violín (México). Programa: Bach, Mozart, Beethoven, Debussy.