23 de julio de 2013
Primera impresión. Camino niño por un andén, no recuerdo con quién, seguramente con mi papá o mi mamá. Por ese entonces todavía había poca gente en Barranquilla. Pegaba un sol enceguecedor que obligaba a mirar el piso, y el concreto se hacía blanco, infinito. Parecía que se detenía el tiempo en aquel extraño ambiente envuelto por un penetrante silencio solo alterado por remotos ecos de buses y por los silbidos de una brisa leve y esporádica que no alcanzaba a hacerle competencia al calor.
Interludio. Siempre Barranquilla, una y otra vez, cada cierto tiempo. Desde mediados de mis veinte años experimento una especie de creciente evocación sazonada con nostalgia, saudade y morriña de la Barranquilla de mi niñez y adolescencia, o sea, la de fines de los años 1970, toda la década del 80, y principios de los 90; la de los chaparrones de octubre, la de los alisios decembrinos. Y no creo que sean chocheras prematuras de viejo, ni de alguien rendido ante la evidencia de que ya se le fue la juventud y enfila notoria e inexorablemente hacia la senectud.
Segunda impresión. Es 2011, muchos años después, viernes por la noche, gracias a la maravilla del video y a un viejo conocido. Era 1981. El coliseo cubierto hervía de emoción ante la fina esgrima y cada ataque certero de Mario Miranda. ¿Su contendor? El más experimentado púgil mejicano Guillermo “el Lobo” Morales, a quien “el Flaco” Miranda dictó cátedra de boxeo esa noche. Disputaban el título continental pluma del Consejo Mundial de Boxeo. Alelado observaba no solo la pelea narrada por las voces más jóvenes de Mike Schmulson y Hugo Illera, sino el increíble ambiente del público. A alguien desprevenido le habría parecido que la riña se desarrollaba en San Juan, Caracas o Ciudad de México.
Al mismo tiempo reflexionaba que la pelea de ese barranquillero tuvo que haber sido un espectáculo de tal magnitud que se transmitió en vivo y en directo para todo el país ―desde Barranquilla― por una de las dos únicas cadenas de la televisión nacional ―manipuladas exclusivamente desde la capital― de ese tiempo, cuando una transmisión de esas características constituía un verdadero desafío técnico.
Aparte de que la pelea era un lujo, la pasión, la algarabía y el calor con que la gente la vivía raramente se volverá a ver entre nosotros. Casi de inmediato, con extraña mezcla de espanto y nostalgia, caí en cuenta de que en Barranquilla ya no se experimenta ese entusiasmo genuino en ningún orden. Ya en Barranquilla ni siquiera se practican deportes; ese fervor por el deporte se fue parece que para siempre de la que fue la ciudad más deportiva de Colombia dando paso a un engendro pavoroso, inextricable, que requiere cientos de policías para contener homicidios, pedreas, vandalismos, disturbios. Ñermo amorfo que arrastra como cargante y nauseabundo lastre el único deporte que la maquinaria mercantilista impuso en la mente del gran público: el vetusto, conservador e injusto fútbol, el que se niega a evolucionar; el aburrido, corrupto y decadente fútbol colombiano.
También, se perdieron para siempre los tiempos del béisbol de principios de los 1980, el que fue una locura colectiva, ese que tanto público atrajo. Hoy, los cuatro equipos de los hermanos Rentería hacen hasta lo imposible para sobrevivir; la gente no asiste a los estadios, no les interesa.
Tercera impresión. Es una verbena, es de noche. No me explico qué hago allí, son sitios a donde no van los niños. Música a todo timbal. Me invitan a conocer el picó mediante señas, pues no se oye nada de lo que dice la gente, nada más se ven las bocas moviéndose. Una serpiente enorme y amenazante, rodeada de llamas, mira fijamente. Está pintada en el parlante del picó, ancho y lleno hasta el último milímetro de estrafalarias figuras de colores chillones; de arte urbano popular las catalogan algunos. Se llama “El Rojo - La Cobra de Barranquilla”. Se forma un entrevero, nos acercamos, preguntamos qué pasa. Un tipo le acaba de dar una trompada a otro, que se lleva las manos a la cara. Flota en el aire una música ida.
Se fueron aquellas melodías, aquellas cumbias de Adolfo Echeverría llenas de nostalgia e impregnadas de Barranquilla como ninguna otra música, con sabor a ron con agua de coco, velas, faroles la madrugada del 8 de diciembre, amaneceres con sancocho de gallina. Se fueron las salsas bravas, aquellos merengues apambichaos, las animadas guarachas de Aníbal Velázquez que hacían bailar al más tieso, los relajos de Los Corraleros, la música sabanera de Pedro Laza y Rufo Garrido, el enigmático Suby Universitario, el sabor de la Billo's Caracas, la Dimensión Latina, Los Melódicos y Los Blanco ―la escuela venezolana―, y hasta los viejos vallenatos que amenizaban las verbenas cerradas con láminas de zinc por cuyos huequitos los niños curiosísimos, como solo pueden estar quienes están despertando a la vida, procurábamos divisar a las parejas bailando para tener los primeros roces con los asuntos de los grandes. Y las palmeras de aquellas verbenas y casetas, y las orquestas que las animaban, y el afrecho con que se mantenían frías las cervezas regado en el piso húmedo, y aquel olor, y aquellas sopas de mondongo servidas en vasos de icopor. Todo pasa; la música, los cantantes, las orquestas no podían ser la excepción. Por muchos años, Barranquilla desapareció del mapa de destinos de grandes cantantes y orquestas internacionales (y hasta de los nacionales), si acaso venían algunos al carnaval. Los grandes artistas apenas están empezando a volver. No hablemos de las orquestas y cantantes añejos o que ya desaparecieron, sino de los nuevos: ¿se habrá perdido aquel tumbao, aquel imán musical y aquella vocación bailadora que atraían a cualquier orquesta o artista, especialmente en carnaval? ¿Se habrá acabado aquel Festival de Orquestas que hacía henchir de orgullo a los ganadores del Congo de Oro? Hace trece años, viajando de Bogotá a Chía, escuchaba en la radio a Renato Capriles contar con gran orgullo que había ganado varios Congos de Oro consecutivos. Y pensar que aquí se presentaron desde Gardel hasta Luis Miguel, pasando por todas las orquestas y artistas de música caribeña, de los que Barranquilla era destino obligado, natural. Pero ¿qué suena hoy en Barranquilla, qué se escucha? Ni las emisoras lo saben. Por algo la emisora más escuchada es de música de la vieja guardia.
Cuarta impresión. Unos vecinos toman trago en la puerta de una casa, sentados en mecedores, bancos de madera y aquellas sillas de armazón de hierro con tejido de coloridos y delgados cilindros plásticos. Hablan a gritos a causa del equipo de sonido que resuena a todo volumen, la brisa desordena los cabellos, toman ron con agua de coco, y lo pasan chupando trocitos de limón con sal. Traen una picada de diminutos cubos de salchichón y queso, y los niños nos abalanzamos a comer. Hoy ya no se distrae el estómago con esa sencilla picada, y se esfumaron también el ron Blanco, el Caña y el Tres Esquinas.
En cambio, hoy se aspira a tomar vino acompañado de quesos madurados, jamones, salame y uvas chilenas. ¿El sitio? Un loft con aire acondicionado, iluminación indirecta y, de fondo, jazz a un volumen bajísimo. “¡Vaya a mamar!” diría un bacán en 1984. Aparentadores de sommeliers, a quienes se les vuelve un ocho la lengua al intentar pronunciar cabernet sauvignon, se multiplican cada vez más, proliferan por doquier cual hierba silvestre. Algunos simulan saber agarrar la copa, agitan el líquido, fingen descubrir quién sabe qué olisqueando el vino, lo “llevan a boca” y hasta creen reconocer en él unos tales taninos, unos “dejos de barricas de roble” y unas “notas” dizque “afrutadas”. Unos incluso pretenden saber de maridaje. Están convencidos de que dejaron de ser corronchos, de que se civilizaron.
Quinta impresión. Salgo a la calle, son las ocho de la mañana pasadas. Doy unos cuantos pasos y al instante advierto que algo ha cambiado en la Tierra, que está de regreso ese ambiente a la vez mágico y extraño: el sol brilla más que de costumbre, el ángulo de incidencia de sus rayos es distinto, de soslayo; la iluminación es purísima, diáfana, se diría que trémula. Desprovista por completo de nubes, la bóveda celeste parece renovada, el aire es más puro y la brisa despierta de su letargo retomando su cíclico brío, envolviendo el orbe de un como inquietante rumor. Camino una cuadra y al cruzar la esquina escucho el Seis chorreao de Richie Ray y Bobby Cruz. La evidencia es irrefutable, no hay duda: ha llegado diciembre.
Aquellos diciembres y sus ventoleras. En la época que me ocupa, Barranquilla giraba en torno a dos acontecimientos, principalmente: el carnaval y diciembre. Por supuesto, estaban los campeonatos profesionales de fútbol y de béisbol, las peleas de boxeo y la Semana Santa con los rasguñaos que se regalaban los vecinos y que ahora comercializan negras palenqueras (las próximas generaciones creerán que las negras “inventaron” los dulces de Semana Santa), pero como diciembre y carnaval no había, el barranquillero vivía esperando esas fechas, vivía en función de ellas, y cuando por fin llegaban, cuánta felicidad colectiva, qué maravillosa sensación de felicidad y esperanza llena el alma. El 7 de diciembre, víspera de la Inmaculada Concepción, daba inicio oficialmente a la temporada navideña con sus luces y canciones que arrancan lágrimas a los nostálgicos. Hay quienes ―como Chelo de Castro― piensan que el día más importante de Barranquilla era el 7 de diciembre, más incluso que el 24 y el 31 (de diciembre). Hoy la gente ya no pone faroles la madrugada del 8. Los pintorescos faroles de colores con velas en su interior que, apostados en largas hileras en las terrazas y bordillos, eran un sencillo y bello espectáculo. Las sectas evangélicas, que cada vez ganan más adeptos ignorantes a punta de distorsionar, difamar e infundir el odio a la Iglesia católica, han tenido mucho que ver con la pérdida de esa invaluable tradición (aunque también las “disposiciones” del bendito Concilio Vaticano II), así como la gente de los pueblos y ciudades de la Costa donde las velitas no se celebran como aquí. Por cierto, la gente de pueblo ha participado —y de qué manera— en el degenere de Barranquilla. Qué gran emoción eran para los niños los faroles, las velas y el trabajo de prenderlas en medio de la impetuosa brisa, las chispitas mariposa, los triquitraques y su olor, los derretidos cabos de vela al amanecer...
Sexta impresión. El máximo símbolo de Barranquilla, su carnaval, desgraciadamente no fue ajeno a la pérdida de originalidad e identidad de la ciudad. Hoy, los actores de telenovelas y los presentadores de farándula, entre otros especímenes de la fauna nacional, son el atractivo principal de la Batalla de Flores (que se volvió una especie de reality show de faranduleros del interior del país), desplazando incluso a la decadente y ridícula reina del carnaval. Traen los tercermundistas palcos de la remota Cali (su traslado debe ser carísimo, ¿quién paga ese despilfarro?) y las carrozas son construidas en ―agárrense bien― Pasto; por pastusos, desde luego. A eso hay que añadir la excesiva comercialización que amenaza con la revocatoria del tal estatus de patrimonio oral e intangible de la humanidad (nadie entiende qué es eso) de la Unesco a la fiesta. Hasta se acabó el fervor por disfrazarse, por mamar gallo, por enmaicenarse, bailar, tomar y gozar sanamente hasta el amanecer. En esto también tienen que ver los fanáticos evangélicos que han inculcado en los cerebros de mosquito de sus sectarios que el carnaval es una fiesta satánica, que cuanto se genera a su alrededor es diabólico, y que “Dios no quiere” (como si fuesen ellos y solo ellos los que supieran lo que Dios quiere, si existe y algo quiere) que la gente se disfrace, tome, baile, mejor dicho, que goce y viva la vida.
Total, cuánto se ha retrocedido. Aquel ambiente, aquella actitud del barranquillero para afrontar la vida, ya no se vive en la ciudad. ¿Pero cuál ambiente? El de la ciudad auténtica, original, que fue Barranquilla, la que se adelantó a todas las ciudades de Colombia en tecnología, arquitectura, industria y deporte, la que, por lo mismo, se ganó la envidia, ataques y hasta enemigos gratuitos en todo el país. Ciudad 100% caribeña, festiva y descomplicada, centrada en sí misma y abierta a todos. Hoy se imponen los modales tradicionales, los buenos días, las buenas tardes y las buenas noches, el “qué pena” bogotano, el “por favor” y, aunque parezca mentira, el tratamiento de usted, la ceremonia andina, el respeto mal entendido. Algunos despistados ―incluso costeños― creen todavía que aquello del barranquillero de tutearse, no decir “buenos días” sino un simple “¿ajá?” o un “¿qué más?”, o no pedir el favor son malos modales. Por lo visto nunca nos descifraron, no entendieron que en esas formas estaba plasmada la espontaneidad y el desapego a los convencionalismos, resultado de una visión desparpajada de la vida y de una impronta profundamente libertaria.
Vuelta a la realidad. Barranquilla es hoy una ciudad digitalizada en que la gente vive ensimismada (¿idiotizada?) en el Blackberry, el iPhone, las tabletas, los portátiles y los juegos de consola. Es impensable que alguien no tenga celular, hasta los choferes de bus, los vendedores ambulantes y las muchachas de servicio lo tienen. Fabulosos carros importados de todas las marcas han inundado las calles creando problemas de movilidad otrora inexistentes. Bellos barrios tipo Miami se han construido en torno de opulentos centros comerciales que ofrecen todo tipo de costosas mercancías importadas. Cafés, restaurantes gourmet y bares finos en que se degustan delicados postres, la más variada comida internacional, vinos, whisky, jamones y quesos madurados le dan un aire cosmopolita a la actual Barranquilla. Incluso en el sur han construido enormes centros comerciales que han transformado el paisaje urbano y cambiado radicalmente el estilo de vida a miles de personas.
Final
Acabo de cumplir treinta y nueve años, hace cuatro que soy oficialmente viejo. Cuánto añoro el ambiente de los barrios populares del sur y del centro, donde por las noches todavía se siente el aroma de la vieja Barranquilla entre música que llega de lejos y la fragante humareda revuelta con chispas que desprende el viento de los anafes de carbón en que se preparan los fritos, esos barrios donde todavía ponen faroles la madrugada del 8 de diciembre.