EL MEJOR

A una especial circunstancia debemos que el cristianismo observe la Solemnidad de la Anunciación: solo una fuente, el evangelio según San Lucas, registra en la Biblia la aparición del ángel Gabriel a María para revelarle que dará a luz al hijo de Dios. Curiosamente, tan maravilloso acontecimiento mereció dos menciones en el Corán, en las suras Al-Imrán y Maryam. El prodigio hubo de ocurrir exactamente nueve meses antes de la Navidad, y para fijar tan sagradas fechas, en el siglo IV la Iglesia tuvo el cuidado de que coincidieran con eventos astronómicos ilustres conforme al calendario romano usado en esa época: la visita, con el día en que se produce el equinoccio vernal en el hemisferio boreal; el nacimiento, con el solsticio hiemal. Merced a esa excepcional conjunción de ángel, doncella, astros y sabios, muchos siglos después, el 25 de marzo de 2020, ese portaestandarte Caribe que saluda por Ensuncho De la Bárcena compartió por Whatsapp una reproducción de la Anunciación de Bartolomé Esteban Murillo acompañada de su opinión sobre lo extraordinario que le parecía ese óleo conservado en el Museo Nacional del Prado. Yo tenía la manía de replicar con cosas como “No hay mejor Anunciación que la de Leonardo”, a lo que él respondió “El arte no es competencia, querido amigo”. Porfié en que “En la vida todo es competencia” y pesadeces por el estilo que él eludió hábilmente. Sin embargo, su frase se me quedó reverberando en el inconsciente hasta convertirse en un aforismo que, inopinadamente, sin sospecharlo siquiera mucho menos quien la pronunció, me curó la compulsión de andar viendo competencia en todo. De paso, su resonancia me conjuró el vértigo que experimentaba a causa del sinnúmero de concursos, competencias, reconocimientos y premios que en enervante profusión se suceden en todas las áreas de la cultura, el conocimiento, la ciencia y el deporte, sensiblería inventada en los Estados Unidos con fines descaradamente mercantilistas y exacerbada ya en todo el globo: premios Nobel, Oscar, Grammy, Emmy, BAFTA, Golden Globes, César, Goya, Pulitzer, Pritzker, mundiales, juegos, campeonatos, series, salones de la Fama, estrellas, balones de oro, reinados de belleza, patrimonios de la humanidad (vaya escabechina se ha armado con estos últimos)… Marlon Brando no lo pudo expresar mejor: es una enfermedad.


-Interviewer: Don't you realize that you're thought of as the greatest actor ever? ¿No se da usted cuenta de que es considerado el más grande actor de todos los tiempos?

-Brando: Tim's [his dog] is the greatest actor ever. He pretends he loves me when he wants something to eat. Get out of here. Tim [su perro] es el más grande actor de todos los tiempos. Finge que me ama cuando quiere algo de comer. Vete de aquí.

I: No, it's true. No, es verdad.

B: What's the difference? See, that's part of the sickness in America, that you have to think in terms of who wins, who loses, who's good, who's bad, who's best, who's worst. We always think in those terms, in the extreme terms. I don't like to think that way. Everybody has their own value in a different way, and I don't like to think who was the best at this, I mean, what's the point of it? ¿Cuál es la diferencia? Mira, eso es parte de la enfermedad en los Estados Unidos, que tienes que pensar en términos de quién gana, quién pierde, quién es bueno, quién malo, quién es el mejor, quién el peor. Siempre pensamos en esos términos, en términos extremos. No me gusta pensar de esa forma. Cada quien tiene su propio valor de una forma distinta, y no me gusta pensar quién fue el mejor en esto, es decir, ¿qué sentido tiene?

Vea la entrevista aquí. 


En nuestro medio, donde no titubean un segundo en copiar cuanto hacen en el extranjero, igualmente hay toda clase de competencias musicales, de canto, de baile, de belleza, festivales hasta del guandú con concursos de belleza incluidos, obviamente, premiaciones de cine, televisión y deportes, clasificaciones, listas de mejores, etcétera. 


Pues bien, teniendo como principio tutelar que “El arte no es competencia”, Fernando Botero no fue el mejor pintor de Colombia, como lo proclamó medio país con ocasión de su muerte y durante sus dilatados y fatigosos funerales. El más conocido o famoso sí fue, pero eso es otro cantar. Botero siempre me produjo pena ajena, pues es innegable que sus mediocres, infantiles remedos de pinturas y esculturas fueron embajadoras del arte nacional desde mediados de los años 1990. Su obra, nada original y las más de las veces auténticos refritos, es principalmente y si se me pide definirla con un adjetivo, decadente, como toda copia. Con estupor asistí de principio a fin al estrellato de Botero (de “maestro” no lo bajaban, lo mismo que ahora al “Checo” Acosta), y aún me cuesta entender que su vulgar, pobre propuesta de estilo repetitivo, cansón, aburrido, limitado a grotescas, ridículas, pueriles caricaturas invariablemente corpulentas y afeminadas haya sido encumbrada a la categoría de arte por tanta gente alrededor del mundo. Bueno, sí lo entiendo: las mayorías casi nunca tienen la razón. A tal grado de ruina ha llegado el arte contemporáneo, que ciudades de los cinco continentes se figuran orgullosas de exhibir alguno de los tontos muñecos de Botero. ¿Pero qué se podía esperar de un tipo que se reconocía empírico? Claro, por eso conceptual y técnicamente fue un fracaso total y absoluto, como artista no vale absolutamente nada; si logró notoriedad internacional no nos digamos tonterías fue debido a la aterradora decadencia en que hace décadas se sumió el arte, que, a falta de auténticos artífices, se contentó con pintorreadores de medio pelo vergonzosamente elevados a la exclusiva estirpe de los artistas y aun genios: Pablo Picasso, Salvador Dalí, Joan Miró, Antoni Tapies (este y el que lo precede, los peores), Andy Warhol, Roy Lichtenstein, Jean-Michel Basquiat (espeluznante). Todos, mercachifles que hicieron del arte su bazar persa, alcanzaron el éxito comercial y amasaron fortunas fabulosas con sus chapucerías (Dalí, el número 1 en acumular pingües ganancias con sus cuadros demenciales que ni pintaba él), como Botero. Por cierto, no ha de extrañar que todos compartan la índole infantiloide y caricaturesca de sus baratijas (ver galería al final). Afortunadamente, ninguno sobrevivió al paso del tiempo, que todo pone en su lugar. 


Hasta principios de los años 1990, el pintor celebrado en Colombia era Alejandro Obregón, verdadero astro en el firmamento de la plástica latinoamericana y aun mundial, cuando Botero ni siquiera se mencionaba. ¿A quién se le ocurría en ese entonces elogiar la ridiculez incomparable de los volúmenes boterianos, estando aún vivo Obregón? A nadie. Qué casualidad: solo después de que Obregón murió en 1992 empezó la meteórica escalada de Botero. 


La de Obregón fue pintura transgresora, original, de trazo amplio y viril, vigorosa, salvajemente vital, exuberante, tan atemporal cual imperecedera como universal, vibrante, profundamente simbolista, enérgica, potente, deslumbrante, una auténtica fuerza de la naturaleza que evolucionó con el transcurrir del tiempo desde las primeras influencias cubistas (“Simbología de Barranquilla”, “Tierra, mar y aire”) hasta la creación de un universo pictórico único, personalísimo, sin parangón en el panorama del arte contemporáneo (“Agrario”, “Se va el caimán”, “La barracuda”, “Cóndor”, “Arcángela de la noche”, “Violencia”, “Muerte a la bestia humana”, Victoria de la Paz”, “Océano...). Sus conjuntos sólidamente concebidos y el estallido cromático que remiten a la naturaleza caribe (excepción hecha de sus cóndores) se pueden exhibir en cualquier escenario, no así los estrambóticos, pueriles mamarrachos afeminados de Botero. Por ejemplo, no creo que nadie en su sano juicio se figure unos muñecos gordos en lugar del magnífico fresco “Tres cordilleras y dos océanos” de Obregón que preside el Salón Elíptico del Capitolio Nacional. No, ¿verdad? Sencillamente, la caricatura amanerada y voluminosa no encaja en tan augusto recinto. Para ser serios, hay que empezar por deconstruir sistemáticamente la creación boteriana por fracasada y ridícula, justipreciarla en sus reales dimensiones, que también resultan muy inferiores a las de artistas olvidados o ignorados por completo como Enrique Grau, Rosario Heins, Santiago Martínez Delgado, Pedro Nel Gómez, Rodrigo Arenas Betancur, Darío Morales y Édgar Negret.


Seguramente, la peculiar aclamación de Botero como máximo pintor de Colombia obedeció, por un lado, a las reacciones comprensiblemente desbordadas que produce la muerte entre cierto tipo de personas, y por otro, a esa paranoia de nuestros compatriotas andinos de no rendirse ante la evidencia palmariamente puesta de manifiesto hasta el cansancio una y otra vez, década tras década: con el poderío costeño no se puede, la simiente del Caribe ha dejado una impronta demasiado fuerte en cuanto ha alcanzado. O simplemente estamos ante otro ignominioso caso de olvido, cuando no de vulgar desconocimiento, es decir, supina ignorancia: no se conoce o no se recuerda que viene a ser lo mismo la obra incomparable de Alejandro Obregón.


La edición 1.260 de la revista Semana, correspondiente a la hebdómada del 26 de junio al 3 de julio de 2006, estuvo consagrada a la elección del símbolo de Colombia, encuesta que contó con el respaldo del Ministerio de Cultura, Caracol TV y la campaña de imagen del país “Colombia es Pasión”. Inserta entre un sinfín de disparates hay una lista elaborada, cómo no, por genios del interior del país de diez “melodías trascendentales” de Colombia. A la cabeza aparece una lúgubre tonada antioqueña que más produce sueño y tristeza que otra cosa, “El camino de la vida”, de Héctor Ochoa. A continuación se encuentran, en posiciones absolutamente marginales y acaso “por no dejar” (como dicen en la provincia de Padilla), tres temas de la música costeña: “Colombia, tierra querida” (#2) y “La piragua” (#5) (cumbias) y “La gota fría” (#8) (paseo vallenato), entremezclados con para variar melancólicas, casi tétricas cancioncillas andinas: “Soy colombiano” (#3), “Los guaduales” (#4), “Yo también tuve 20 años” (#6), “Campesina santandereana” (#7, esta medio se salva) y “Noches de Cartagena” (#9). Hay que aclarar que, en su deplorable extravío, ubicaron en último lugar a “Cali Pachanguero”, incomparable composición de Jairo Varela que tiene el inconveniente de corresponder a un género foráneo del que se apropió descaradamente no solo Cali (donde, para agravar el ultraje, se han lucrado impúdicamente de él creando una industria asquerosa alrededor de un baile espantoso, sin ninguna relación con la música antillana, mal ejecutado, que más parece contorsionismo, en el mejor de los casos, acrobacia circense) sino todo el país. Da grima que desde hace lustros los extranjeros identifiquen a Colombia con la salsa lo mismo que con el vallenato, pero no con la cumbia de la que se apropiaron y distorsionaron mexicanos, peruanos, chilenos y argentinos, para no mencionar el porro, el bambuco y mucho menos el joropo. Por cierto, ¿dónde habrá quedado para el distinguido jurado calificador “La pollera colorá”, considerada una especie de segundo himno nacional de Colombia por tantos? ¿Y “Ay, cosita linda? ¿Carmentea? ¿Ay, mi llanura? ¿“Ay, sí, sí”? ¿“El sanjuanero”?


Retornando a los desafueros que se producen en medio de los plañidos y jeremiadas sin control que ocasiona entre familiares, amigos y aduladores que ciertas personas dejen este mundo contradictorio, pues supuestamente han pasado a mejor vida, recuerdo cuando murió el sobrino del obispo, Rafael Escalona. Homenajes aquí, allá y acullá, funerales magníficos y, por supuesto, se repitió hasta la saciedad que era el mejor compositor que había dado la música vallenata. Sin demeritar un ápice su maravillosa obra, pletórica de una tremenda carga lírica (“El arcoiris”, “La casa en el aire”, “La golondrina”, “La historia”, “El medallón”, “La estrella de Patillal) y narrativa (“La custodia de Badillo”, “La creciente del Cesar”, “El jerre-jerre”, La patillalera”, “La demanda de Sabita”, “Nostalgia de Poncho), Escalona Martínez solo compuso paseos (“El testamento”, “El hambre del Liceo”, Miguel Canales”, “Jaime Molina) y merengues (“La brasilera”, “La vieja Sara”, “El mejoral”, “Honda herida”, La molinera”, “El villanuevero”, “La resentida”, “El general Dangond”, “Dina Luz”, “El vallenato Nobel). Extraordinarios, antológicos, clásicos, auténticas gemas del folclor, todo eso cabe, y más. 


Por su parte, Alejandro Durán, aquel hombre protocosteño, recio, campesino, compuso en estilo vallenato todos los aires costeños asimilados bajo esa denominación simplista. (El de “vallenato”, es un caso análogo al de “salsa”: no son ritmos, sino estilos de interpretación. La vulgarización del término “vallenato” es un grave daño que le hizo a la musicología costeña Consuelo Araújo Noguera, quien en su regionalismo terminó distorsionando la clasificación de la música costeña, perjudicando gravemente a la música sabanera).


Durán Díaz compuso no solo inmortales paseos (“La trampa”, “Cachucha bacana”, “Ron con limón”, “Joselina Daza”, “Sielva María”, 039, “Mi compadre se cayó”, Si el guayabo me matare) y merengues (Los campanales”, “Inventario de mujeres” también tocado en aire de puya, “Evangelina”, “Maruja”, “Voy a sacar este merengue”), sino igualmente inmortales sones (“Altos del Rosario”, Cata”, “Pena y dolor”, “Fidelina”, “Perro negro”, La niña Guillo”, “Alicia adorada” —cuya música compuso por solicitud de Juancho Polo, quien escribió la letra) y puyas (“Ese negro sí toca”, “Pedazo de acordeón”, “La puya vallenata”), y cultivó la tambora el ritmo ignorado que también conforma el corpus vallenato (grabó “La candela viva” de Heriberto Pretel). Como si fuera poco, Alejo creó un ritmo: el porrocumbé. Durán cantaba, Escalona no. Escalona Martínez no tocaba ningún instrumento, Durán Díaz es uno de los ejecutores fundacionales del acordeón y también tocaba la violina (dulzaina). Rafael Escalona fue político, embajador y cercano a las altas clases sociales y del poder no solo del Cesar, sino de Colombia, Alejandro Durán no miró más allá de la campiña sabanera. Este mismo ejercicio se puede hacer entre Rafael Escalona y otros compositores como Luis Enrique Martínez, Emiliano Zuleta, Calixto Ochoa y “Pacho” Rada.


En síntesis, y teniendo siempre presente que “El arte no es competencia”, me figuro que por lo menos se habrá de reconocer, a la luz de los argumentos expuestos, que Durán era más completo. Y para atenerme en todo a la verdad, hay que acotar que Durán grabó varias composiciones de Escalona (“Mi chevrolito”, “El mejoral”, “La vieja Sara”).


Notas

Barranquilla, 17 de enero de 2024

Tapies

Lichtenstein

Botero

Picasso

Dalí

Miró

Basquiat

Warhol

En cambio...

A. OBREGÓN