ESTOS TIEMPOS

Dedicado a la memoria 

de mi lamentado padre 

Moisés Villalobos R. 

(Licenciado en Idiomas por la Universidad del Atlántico), 

quien aun después de muerto 

me provee de instrumentos para escribir. 



Durante estos duros días de peste y cuarentena, muerte y luto, he rememorado mis años mozos, o sea, las postrimerías de la década de 1970, los estrafalarios 80 y los albores de los 90, tiempos en que desperté a la vida y me admiraba del mundo. Coincidieron esos años con la última época de música bien hecha, con todas las de la ley: melodía, ritmo y armonía, como debe ser; la que conoció los últimos buenos cantantes, las últimas orquestas de completas, afinadas formaciones instrumentales, y las últimas letras destacables, algunas de las cuales alcanzaban verdaderas cúspides líricas. Barranquilla, siempre ciudad musical, parecía envuelta, al menos en su casco central y en su sección sur, en un permanente halo de sonoridades: salsa, merengue dominicano, balada, toda clase de música costeña, ritmos africanos, brasileños, aires del Caribe anglo, francés y holandés y algo de rock. Pues bien, lo que más me perturba de los tiempos presentes es la degeneración de la música popular. Hace poco hallé en YouTube una entrevista que le hizo Margarita Vidal a Marcos Pérez Caicedo a en 1976, en la que el popular locutor se lamentaba del género de moda de entonces, la vertiginosa salsa, la cual contrastaba con los elegantes tangos de su juventud en los años 1930. Pérez Caicedo, claramente, no era más que un nostálgico, pues en la salsa hay mucho más desarrollo musical que en el tango; que la naturaleza agresiva de sus arreglos y cierto estruendo que la caracteriza no gusten a algunos es harina de otro costal. En cambio, nuestro tiempo con toda justicia y unánimemente condena las indigeribles pseudomúsicas que le tocaron en suerte, aquellas cuya paupérrima propuesta agravia los ritmos de moda en la Barranquilla de la época a la que me refiero. Lo de hoy no pasa de deplorables, monótonas pistas monofónicas pregrabadas para menores de edad, desprovistas del mínimo virtuosismo instrumental, sobre las que cualquier aparentador de cantante gruñe abyectas monstruosidades en cantidades suficientes para inducir el vómito. Revolviéndose en su tumba estará el pobre Marcos Pérez ante la hecatombe de la música popular. 

Aquella fue también la última época de verdaderos líderes y trascendentales acontecimientos mundiales: en 1989 cayó el muro de Berlín como resultado del glasnost y la perestroika y, en subsiguiente efecto dominó, se desmoronó el comunismo en el Bloque Oriental, suceso que puso la lápida a la Guerra Fría y cambió el curso de la historia. A ese complejo trance acudieron Mijaíl Gorbachov, Ronald Reagan, Lech Wałęsa y Juan Pablo II, titanes que junto a estadistas de la dimensión de François Mitterrand, Helmut Kohl y Margaret Thatcher trazaban el acontecer de Europa, que, a su vez, determinaba el del mundo. El Reino Unido no ha vuelto a conocer un primer ministro de la prominencia de Churchill o de Thatcher; y de la Francia que sepultó el Ancien Régime estableciendo el novus ordo, tampoco ha surgido otro presidente prometeico. Por lo contrario, hoy asistimos al lamentable espectáculo de Europa relegada y la realidad global señalada por fundamentalistas sarracenos y pestes atroces provenientes del Extremo Oriente cuyas causas no están nada claras, tal cual ha acaecido cada cierto tiempo desde la Edad Media. 

En esos años no era extraño que mis conciudadanos adquirieran los libros de las colecciones que publicaban editoriales como las españolas Salvat, Plaza & Janés, Bruguera, Aguilar, Seix Barral, Gredos y Espasa-Calpe; Porrúa (las dos columnas de «Sepan Cuantos…»), Cumbre y Fondo de Cultura Económica, de México; Losada, Emecé y Sudamericana, de Argentina; y las colombianas Bedout, Colcultura y La oveja negra (el sutil aroma de las páginas de sus libros...); creo que los más vendidos eran los del Círculo de Lectores, completo club de lectura de Planeta decepcionantemente desaparecido. Y la gente incluso parecía leerlos… Me formé entre esas colecciones y seguramente juzgo por mi condición; en todo caso, jamás he vuelto a ver ni ese tipo de colecciones, ni a la gente comprar libros, ni mucho menos leyendo. En Colombia, Norma y Panamericana, cual islas en el inmenso mar, aún realizan encomiable labor editando esporádicamente colecciones de variadas temáticas que lastimosamente no tienen ni la difusión ni la acogida de las de aquellas fechas. Además, hoy no hay obra de la literatura clásica que no se encuentre gratis en Internet, lo que sin duda agenció la quiebra de múltiples editoriales en pavoroso espiral. De igual forma resultaron aplastados por la descomunal embestida de la tecnología los diccionarios y las enciclopedias. No bien aparecieron los diccionarios y enciclopedias web a principios de los años 2000, me aparté para siempre de los volúmenes de papel —en mi caso, las enciclopedias multimedia en CD como la Encarta de mediados de los 90 no desplazaron a las tradicionales—, algo que jamás habría cruzado por mi mente en 1988. Vivía entonces entre diccionarios bilingües, gramáticas y métodos de español, de inglés, de francés, de alemán, de ruso, de italiano, de griego antiguo, de latín, de portugués; libros de biografías, de literatura y de arte; crestomatías y antologías; textos de historia, geografía, atlas, mapamundis, planisferios y almanaques mundiales; los diccionarios enciclopédicos de Salvat y Larousse; las enciclopedias Lexis 22 y Espasa y, ya en la universidad, los 32 tomos de la Encyclopædia Britannica. Los conservo a guisa de recuerdo de aquellos tiempos felices, como el Walhalla de mis libros; todos, pulverizados por la fuerza demoledora de Internet: sucumbieron inesperadamente y sin atenuantes a la naturaleza efímera, perecedera y limitada del papel impreso, a la inmediatez fulminante de la actualización en línea, a miles de referencias igualmente en línea, a la multimedia, a la disponibilidad permanente, al acceso libre y universal, a la colaboración colectiva, consensuada, altruista y ad honorem. Lo mismo ocurrirá dentro de pocos años con el resto de medios impresos aún más o menos supervivientes, verbi gratia, periódicos, revistas y textos escolares. Sobre los últimos, es inhumano que los colegiales aún tengan que cargar esas pesadas piezas de museo —sí, los libros— que bien se pueden acceder en una simple tablet. Y quiero dejar apenas indicada la necesaria concientización ecológica tan preconizada por los propios planteles educativos: hoy no se justifica talar árboles para producir el papel de libros que, insisto, se pueden tener en una tablet, smartphone o portátil con conexión a Internet. 

Por aquellas calendas, en Colombia, escritores, pintores, músicos, arquitectos, fotógrafos, actores, escultores y hasta caricaturistas —los artistas—, se contaban entre quienes ahora se conocen como celebridades; pero más allá de ello, eran verdaderos símbolos vivientes del arte y el pensamiento, personalidades respetadísimas que hacían parte de nuestra vida cotidiana. Alejandro Obregón era referente nacional, del extranjero venían a admirar su obra y a entrevistarse con él en su atelier engastado en el casco histórico de Cartagena. La publicación de un volumen de García Márquez era todo un acontecimiento aun antes de recibir el premio Nobel. (Por cierto, ese premio fue un terremoto en la vida colombiana aquel 1982, tanto, que me atrevo a afirmar que a partir de ese reconocimiento los cachacos le cobraron verdadero respeto al costeño). Tanta fue la trascendencia de aquellos artistas, que cuando a fines de 1987 Rodrigo Arenas Betancur —genial escultor del impresionante Cristo pendiente del ábside de la catedral de Barranquilla y de numerosas obras monumentales esparcidas por la América Latina— fue secuestrado en Caldas, Antioquia, por delincuentes comunes que se hicieron pasar por guerrilleros, se produjo una gigantesca movilización de rechazo de la sociedad colombiana toda. A Enrique Grau, Édgar Negret, Omar Rayo, Fernando Botero, Héctor Lombana, Pedro Nel Gómez, entre muchos otros, les encargaban obras de arte que ornasen edificios estatales, teatros, bancos, colegios, universidades, parques, plazas, residencias privadas... Y no perdamos jamás de vista el trascendental rol que jugaron los críticos y gestores de arte, por ejemplo, las hermanas Lara, Walter Engel, Casimiro Eiger, Clemente Airó, Jorge Gaitán Durán, Eugenio Barney Cabrera, Marta Traba, Álvaro Castaño, Fanny Mickey y Gloria Zea, que por aquel entonces eran tan celebridades como los propios artistas. Tal era el vigoroso ambiente artístico y cultural de Colombia, que parece perdido para siempre, pues desde hace décadas no hay noticia de creadores e impulsores de la estatura de aquellos. 

Entre 1984 y 1985 tuve la impresión de que la disputa por el campeonato mundial de ajedrez entre el retador Garri Kaspárov y el campeón Anatoli Kárpov tuvo en vilo al planeta, como en 1972 la de Spassky y Fischer, espectacular contienda extrapolada de la tensionante Guerra Fría de los bloques comunista y capitalista. Poco después del match Kaspárov-Kárpov estallaron los problemas intestinos de la Federación Internacional de Ajedrez (FIDE, por sus siglas en francés), sobrevino la confrontación con Kaspárov, la ruptura con él, y si bien el ajedrez sigue vivo, el campeonato mundial aún se disputa, y Magnus Carlsen, el actual campeón, ostenta el mayor Elo de la historia, el hecho es que las eras gloriosas cuando el ajedrez era utilizado para ejercer influencia en el mundo pasaron ha rato; hoy ni suena, ni truena, ni concita la atención del planeta. En Colombia pervive todavía un débil movimiento ajedrecístico que nunca tuvo, siquiera parecidas, las proporciones, tradición y organización de los de la antigua Cortina de Hierro o Europa Occidental; en el caso de Barranquilla, se mantiene residualmente gracias a los torneos y actividades casi clandestinos que organiza la Liga de Ajedrez del Atlántico, a unos cuantos clubes como el infantil del barrio El Silencio y a los ajedrecistas informales que se reúnen para jugar en parques como el del Centenario de la Independencia. Veintiocho años atrás jugué bastante ajedrez recreativo en la Universidad del Norte; espero que aún se practique en las universidades. Hace pocos meses me acercaba a analizar las interesantes partidas de unos pocos aficionados en la cafetería del almacén Éxito del centro comercial Viva, y hasta hace pocos años observaba un cúmulo de jugadores en la esquina de la calle 79 con carrera 46. Jóvenes ajedrecistas locales incluso cosechan ignorados triunfos nacionales e internacionales. En los 90, sentía gran desazón cada vez que pasaba por la sede de la Liga de Ajedrez del Atlántico, un modestísimo recinto enclavado en la esquina nororiental de la gradería del estadio Municipal, casi una cueva cuya puerta daba sobre la avenida Olaya Herrera. En cuanto a figuras, quién puede olvidar a Isolina Majul, niña prodigio que descolló a mediados de los 80, llegó a ser Maestra Internacional, múltiple campeona nacional, y quien dominó a su antojo el ajedrez femenino en Colombia durante varios años. Bien entrados los 90 destacó un barranquillero en el mundillo de los trebejos y los escaques: Marcio Melgosa, quien es maestro FIDE. En ese tiempo, el club de ajedrez «Kasparov» cumplía nvaluable labor en la práctica del juego y la organización de torneos.

El ambiente plurideportivo de aquella época rebasaba al campeonato del fútbol profesional colombiano, único protagonista de la escena deportiva nacional en la actualidad. Para empezar por el deporte aficionado, los juegos olímpicos nacionales eran un acontecimiento cada cuatro años; nadie creería que la representación del Atlántico siempre se ubicaba entre las primeras posiciones, a diferencia de la actualidad, relegada a las últimas de un evento ya sin trascendencia alguna. Retornando al fútbol solo para ilustrar, cuántas emociones prodigaron aquellas selecciones Atlántico juveniles que tantos títulos nacionales obtuvieron en los 80, que bailaban por igual tanto a Antioquia, como a Bogotá como a Valle, y que tantas figuras legaron al fútbol profesional y a la Selección Colombia. Fútbol aficionado que desapareció sin explicaciones, la misma suerte que corrió el campeonato nacional de béisbol, marco del protoduelo Bolívar-Atlántico. En materia de profesionalismo, y a pesar de ser hoy tenido por práctica salvaje, es innegable lo mucho que significó el boxeo para la cultura deportiva de Barranquilla hasta los años 90 y principios de los 2000. Y en relación con el béisbol, la actual era profesional, que inició en 1994, infortunadamente nunca ha enardecido entre los aficionados la pasión de la que gozaron las que la antecedieron: la primera, de 1948 a 1958, y la segunda, de 1979 a 1988, justamente la época objeto de este texto. En los 80 y 90 observaba que el baloncesto se practicaba en las canchas de algunos parques, especialmente en el Surí Salcedo, y hubo cierto entusiasmo por el equipo Caimanes, campeón del torneo profesional colombiano en 1995, 1998 y 1999. El deporte en Barranquilla parece redirigirse hacia la pluralidad en años recientes gracias a la infraestructura de renovados escenarios legada por los Juegos Centroamericanos y del Caribe acogidos en 2018, y a los equipos profesionales Titanes, de baloncesto, y Gigantes, de béisbol, surgidos en medio del entusiasmo por las mencionadas justas. 

En el tiempo que me ocupa daba verdadero gusto leer El Heraldo, periódico que fue proscenio de distinguidos redactores y columnistas como Alfonso Fuenmayor, el profesor Assa, Germán Vargas, Chelo De Castro, Julio Blanch… No me perdía sus revistas, especialmente Dominical, suplemento cultural que traía una sección en alemán, Die Deutsche Seite, redactada por alumnos del Colegio Alemán; y otra página en francés a cargo de la Alianza Francesa. Martes Deportivo hizo época bajo la dirección de Fabio Poveda Márquez; la revista de variedades M!ércoles, única que aún perdura, ponía la nota frívola con sus fotos de reinas de belleza y modelos semidesnudas, y también traía una sección de música popular. El Heraldo era, no me cabe la menor duda, el mejor periódico de Colombia, solo se le equiparaban el también barranquillero Diario del Caribe, de marcada impronta cultural e infortunadamente desaparecido en 1991, y el bogotano El Espectador. Por eso, hoy da grima que El Heraldo se encuentre reducido a poco más que un pasquín al que llegan a aprender inexpertos pseudorredactores —practicantes de Comunicación Social—, diletantes de precarios conocimientos morfosintácticos, léxicos y ortográficos (de los que separan por coma el sujeto del predicado) que ni siquiera tienen el pudor de apoyarse en los recursos gramaticales gratuitos que en ingente cantidad se hallan disponibles en línea. Lo que realmente deshonra el dechado señalado por aquellos es que los escribidores de ahora ni siquiera tienen ortografía, pues en materia de producción intelectual y periodística está claro que estos advenedizos nada tienen que hacer frente a los antes citados, para no mencionar a García Márquez, quien en los 50 escribió la columna La Jirafa bajo el seudónimo de Septimus, el atormentado veterano de la Gran Guerra de Mrs Dalloway, de Virginia Woolf. Tanto me desalienta la aterradora ruina en que se sumió El Heraldo, que de cuando en cuando me atrevo a remitirles correos electrónicos a los redactores y hasta al director señalándoles los grotescos errores ortográficos, gramaticales y de redacción que abundan en los pocos artículos que cada vez más esporádicamente me arriesgo a leer en la edición web; la verdad es que algunas veces me dan las gracias, pero los yerros persisten en indignante profusión, y lo más ignominioso es que ya no tienen ni el recato de corregirlos, como hacían cuando empecé a mandar los correos. Medio de comunicación escrito que, independientemente de su idoneidad en la inherente función informativa, no observe lo básico, vale decir, elementales normas de redacción y ortografía, sencillamente constituye una auténtica vergüenza para la noble actividad periodística; el caso que nos concierne agravado por el hecho de que alguien por años se ha tomado el trabajo de informarles desinteresadamente de protuberantes errores, y nada que enderezan el camino. El Heraldo nunca acogió mi sugerencia de emplear a un calificado corrector de estilo. A diferencia de muchos, independencia y objetividad no le pido, nunca las ha tenido ni se proclamó jamás como diario de esas virtudes. 

A principios de los 80, la televisión colombiana contaba con dos cadenas que iniciaban transmisión a eso de las 11 de la mañana y cerraban alrededor de las 11 de la noche para desconsuelo de nosotros los noctámbulos, pues tarde en la noche emitían los mejores programas. Televisión que, en medio de las limitaciones técnicas propias de la época, produjo noticieros, programas culturales, de entrevistas, de concurso y de opinión de incomparable calidad, resultado de la competencia implacable que importaba el sistema de enfrentar espacios, aunado al exiguo número de canales (2) y al reducido tiempo de emisión, pues por lo general un programa duraba media hora. Cuánto extraño aquellos completos noticieros de presentadores sobrios y atildados, poseedores de graves y educadas voces como Hernán Castrillón Restrepo, Efraín Camargo y Judith Sarmiento. Bien ida y para no volver está la época de la elegancia de Otto Greiffenstein —de arrulladora voz— y de la clase subyugante de Gloria Valencia de Castaño. Nada de lo anterior ha tenido émulo en la televisión actual pese a todos los adelantos tecnológicos que tiene a su disposición. Por ese entonces no tenían cabida en los noticieros las esperpénticas secciones de farándula o «entretenimiento», esas abominables ferias de frivolidades que ocupan la mayor parte de los noticieros de los canales privados, esos que, no ha de extrañar, acaparan la audiencia. Pero la debacle de la televisión colombiana alcanza sus máximas proporciones en los tales reality shows, espantoso culmen de la vulgaridad, la ridiculez y la impudicia, espectáculos deprimentes y de la más baja estofa en los que manadas de bufones e inmaduros hacen las delicias de la gran masa realizando, sin pudor alguno, cualquier cantidad de payasadas, maromas y majaderías. No hay derecho a idiotizar a la gente de ese modo. 

Desde que se puso en servicio en 1982, el teatro Municipal cumplió una colosal y necesaria labor de difusión cultural: cualquier día se podía asistir libremente a exposiciones de pintura, conferencias, talleres, recitales y conciertos; justamente, en el vestíbulo de su segunda planta me gradué de bachiller la noche del viernes 27 de diciembre de 1991 al cabo de un concierto de piano y violín, uno de los tantos conciertos del Mes que organizó el profesor Assa desde 1957, a los que asisto siempre que puedo. Funciones de música clásica ejecutadas por intérpretes de todo el mundo, algo insólito y que pocos sospecharían de Barranquilla, ciudad irremediablemente asociada con salaces ritmos afrocaribeños. Ese moderno y espléndido teatro, que llegó a convertirse en uno de los símbolos de la urbe, el mismo que fue construido con materiales de alta calidad, finura, buen gusto y bien logrados acabados, se halla penosamente clausurado desde hace varios años por razones no del todo claras, y no se vislumbra su reapertura ni siquiera en el largo plazo; hasta se ha anunciado su prematura demolición. Otro invaluable escenario cultural de esa época fue el Salón Cultural de Avianca, donde expusieron sus obras connotados artistas colombianos y extranjeros, que fue el epicentro de la actividad cultural de Colombia junto al Municipal, la Biblioteca Luis Ángel Arango, y los museos La Tertulia de Cali, Nacional y de Arte Moderno de Bogotá, y de Arte Moderno de Medellín. El Salón operó entre 1980 y 2001, cuando desapareció de manera abrupta, mutilado a Barranquilla por el protervo centralismo colombiano. 

Pocos se percatan de la mutación del sabor de los alimentos. Hasta la década del 80, Colombia era productor de commodities, o sea, alimentos básicos como arroz, maíz, aguacate, café, azúcar, granos, papa, frutas, etcétera. Casi puedo paladear todavía, por medio de fugaces y torturadores déjà-savourés, los sabores que tanto me placían del arroz, del aguacate o de las zaragozas de antaño. Pues bien, a principios de los años 2000, o quizá incluso a finales de los 90, me percaté de que aquellos sabrosos alimentos ya no sabían a lo mismo, sus sabores se habían metamorfoseado en algo irreconocible, ostensiblemente insípido. Pensaba que eran imaginaciones mías, pero alrededor de 2010 me enteré de que Colombia hacía años había pasado de productor a importador de esos alimentos: de Perú y Ecuador importa arroz, granos, frutas y hasta café, otrora el producto agrícola estrella y símbolo del país; solo así encontré la explicación a la degeneración de aquellos sabores. Efectivamente, hace un par de años, por curiosidad, compré guandules enlatados de Perú… sabían a todo, menos a guandú. 

Hasta los 80, el barranquillero fue profundamente costeño; se evidenciaba, entre múltiples aspectos, en su dialecto desprovisto del dejo andino que han adoptado algunos, de estultos empréstitos léxicos provenientes del interior del país como «qué peca’o», «tan divino», «mi rey» y, aunque marginalmente, de la espantosa germanía de los gamines y sicarios antioqueños: «parcero», «parce», «parche», «pailas»… Tampoco había quienes hubiesen incorporado modismos cartageneros como «vale mía», «mi vale» y «valecita», y, menos, argentinismos procedentes del pseudoargot de los futbolistas como «por ahí» y «de repente». En cambio, desaparecieron sonoros vocablos y expresiones como «mococoa», «en babia», «bisuaca», «vejiga», «mojosera», «meto», «a la tiña», «sebo», «escaparate», «charúa», «maricuya», «macandá», «fartedad», «cuadro», «barrejobo» y mi preferido, el vocativo «lindo». Pero sobre todo, echo de menos cuán sencilla era la vida. Si se necesitaba ir al médico, se iba y ya, ahora hay que programar citas para todo, las cuales pueden asignar para varias semanas, incluso meses, después; llamar por teléfono para ser «atendidos» por tortuosas grabaciones de enervantes acentos, llamar a celulares que nunca contestan; últimamente, escribir por Whatsapp, entrar a la página web... luego ir el médico general, posteriormente ser remitido al especialista, después ir por los remedios… y pagar por todo; un auténtico dolor de cabeza. 

Hay que rescatar de los tiempos que corren, sin embargo, que se acabó el boxeo, otrora uno de mis deportes favoritos, pero práctica malsana y salvaje; igualmente, por atroz y dantesco desapareció el toreo y le seguirán las tercermundistas corralejas. No menos satisfactorio es que hayan casi fenecido aquellas orgías de futilidad que envilecen y degradan a la mujer: los decadentes concursos de belleza y el ridículo modelaje. Otra cosa muy buena de los tiempos actuales es la conciencia ambiental, prácticamente nula en aquella época; así mismo, la protección del patrimonio, especialmente el arquitectónico, aunque un poco tarde: hay que ver lo que quedó del barrio El Prado; la concientización del estado físico, la salud, el ejercicio y la sana alimentación, fundamentales cuestiones de salud pública tímidamente fomentadas antes de los 2000, aunque siempre existieron los gimnasios de barrio y, no en vano, en 1955 la Asamblea del departamento del Atlántico creó el Instituto de Nutrición, predecesor de la Facultad de Nutrición y Dietética de la Universidad del Atlántico. La guerra frontal al tabaquismo, que empezó en los 90, dio como feliz resultado que en la actualidad el fumador sea una especie en curso de extinción. Y si bien no veo televisión desde hace exactamente treinta años, he de otorgarle limitado mérito a la variedad que para el gran público comportó la televisión por cable y sus múltiples canales, así haya sido en detrimento de la calidad. 

En 1974, Alfonso López Michelsen, aquel presidente socarrón apodado «Calígula» por su perversidad, pronunció una frase que quedó en la historia: «Colombia es el Tíbet de Suramérica». En los tiempos que me interesan, hay que admitirlo, la nación vivía una especie de medioevo económico y comercial que restringía la adquisición de mercancías importadas como las que ahora se consiguen merced a la apertura económica iniciada por César Augusto Gaviria al despuntar la década del 90. Si bien esa situación no era exclusiva de Colombia, y de hecho era la realidad de casi toda la América Latina, si uno quería vestir ropa y zapatos de marcas extranjeras, libar licores importados o degustar finos dulces, o tener lo último en tecnología, o los compraba en Panamá, ya que a la Zona Libre de Colón llegaba lo último de todo; en Venezuela, donde por ese entonces tenían para importarlo todo; o en Estados Unidos, a donde solo los potentados viajaban por aquellas fechas; o los adquiría —en limitado surtido— en los «sanandresitos», las tristemente célebres galerías de mercancías de contrabando a las que la apertura dio la estocada mortal. El proceso se consumó más o menos a mediados de los 2000, y gracias a ello hoy en Colombia se consiguen productos de todas partes del mundo en diversidad nunca soñada durante mis años jóvenes: desde los más reputados vinos de los principales países productores, hasta fabulosos automóviles, pasando por toda clase de electrodomésticos, el último aullido de la moda en materia tecnológica, el queso madurado que se desee, encurtidos, salsas y cremas, charcutería española, italiana y francesa, aceites de oliva de toda la cuenca del Mediterráneo, ropa, relojes, perfumes y calzado de las más renombradas marcas y hasta de diseñadores y casas de moda que en los 80 solo veíamos en revistas, exóticos productos culinarios de Asia, etcétera. 

Y como lo mejor se deja para el final, culmino con Internet, inconcebible supersistema global y una de las máximas realizaciones el género humano, supracosmos virtual que revolucionó el mundo en tan dramáticos y múltiples aspectos, que ha amplificado el conocimiento y la información, catalizado su acceso, potenciado la economía, reconfigurado las relaciones sociales y prodigado tanta diversión. Hasta ese entonces, uno si acaso se enteraba de las noticias por la radio o la televisión, las leía en periódicos que compraba ocasionalmente y que echaba a la basura al día siguiente, o las conocía, de manera necesariamente inexacta, por boca de otros. A todas luces, medios cuya naturaleza más o menos efímera no permitía volver sobre determinados acontecimientos, y cuyo inevitable sesgo ideológico impedía profundizar en su análisis. Hasta que se produjo la masificación de Internet y fue la luz: hoy disponemos de una profusión nunca antes imaginada de textos, páginas, archivos, artículos de prensa, revistas, enciclopedias, películas, imágenes, audios, videos... Las canciones que tanto me gustaron, que escuchaba durante alguna temporada en la radio —el más evanescente de los medios de comunicación— y que nunca volví a oír, fueron de las primeras cosas que me di a la tarea de retrotraer cuando quince años después providencialmente irrumpieron plataformas como Napster, las redes peer to peer como Ares, iMesh y Kazaa, y finalmente el rey de todos, YouTube, donde, además, se encuentran videos sobre las temáticas más diversas, y se puede asistir a transmisiones en vivo. YouTube ha permitido observar a genios como Albert Camus, Aldous Huxley, Manuel Mujica Láinez, John von Neumann o Che Guevara —por nombrar a unos pocos—, a quienes concebía como seres mitológicos en 1991, cuando jamás imaginaba que fuese posible verlos con vida. Sin Internet sería casi imposible apreciar gemas de la cinematografía universal, se me vienen a la memoria La règle du jeu de Jean Renoir, Ugetsu monogatari de Kenji Mizoguchi, Suna no onna de Hiroshi Teshigahara y Zérkalo, de Andréi Tarkovsky, para citar unas cuantas; y así, históricos conciertos, geniales directores de orquesta, los mejores cantantes de ópera, entrevistas, documentales, antiguos programas de televisión, cursos... 

Mucho más se puede incluir en un texto como este, pero no acabaría; y como las cosas tienen sentidos muy distintos para cada quien, me conformo con haber tocado las más significativas para mí. No viví los tiempos de la Barranquilla que me atrevo a denominar icónica o antológica, aquella que ocupa copiosas páginas de libros y de sitios web: la pionera por la que supuestamente ingresó el progreso a Colombia; la de los inmigrantes y su aporte determinante para el desarrollo no solo de la ciudad, sino del país; la del Grupo de Barranquilla de cazadores y discutidores que se congregaban en La Cueva; la del Junior del Municipal abarrotado, Dida y aquel Garrincha que fichó convencido de que se reuniría con Elza Soares en Barranquilla; la de los contertulios del Mediterráneo; la del edificio Palma, lamentablemente desaparecido; la del barrio chino, lupanares y la Negra Eufemia Tenorio; la de La Checa, concurrido sitio de encuentro; la de la calle de San Blas, donde «empezaba el mundo»; la de cines de techos claveteados de luceros; la del Chop Suey; la de la foca de neón que jugueteaba con botellas de cerveza Germania en las noches de la 72; la de bailes de carnaval, verbenas, casetas y escandalosos picós; la de Mi Kioskito; la del Diario del Caribe de Álvaro Cepeda Samudio o la de la sintonía total del radioperiódico Informando de Marcos Pérez; incluso, la de monstruos abominables como el quirurgo Ricardo Cepeda Molina, aquel Dr. Jekyll al que en 1955 se le murió María del Amparo Sarabia mientras le realizaba un aborto, descuartizó el cuerpo y desperdigó sus miembros a la vera de la antigua vía a Puerto Colombia; el «Sádico del Charquito», Daniel Camargo Barbosa, ensañándose con la niña Liana Jaramillo Lopera; Juan Angulo Tinoco capturado en el aeropuerto con las prendas robadas a Milton Sarmiento Reyes, el descabezado de Puerto Mocho; la fatalmente bella Elena Rebaje Moisés, asesina de su esposo Jorge Ardila Cala en complicidad con su amante, durmiendo con la víctima enterrada en su propia casa; Juanito Senior Szlapack en acceso psicópata y traba de cincuenta mil pisos degollando a cuchillazo limpio a sus ancianos progenitores porque se rehusaban a anticiparle la herencia con la que planeaba cambiar de sexo; el «Cacique Miranda» asestándole un tiro en la cabeza a Jacqueline Caballero Wightman por encargo de su esposo, el odontólogo Marco Campo Bornacelli, quien así pensó tener el camino libre después de ser descubierto por ella con el amante de él, el contador Carlos De Lubo; el brillante estudiante de medicina Miguel Ángel Torres Socarrás masacrando a tranca pelada a las tres damas de la familia Kaled... En fin, esa por la que tantos barranquilleros suspiran y es más motivo de añoranza que cualquier otra. Sin embargo, no me cabe la menor duda de que el mundo que la sucedió, el de finales de los 70 hasta principios de los 90, que ciertamente no era Jauja, tiene algunas cosas más que contar que el de ahora. 




Barranquilla, 27 de agosto de 2020