22 de enero de 2025
Me leí Cien años de soledad un grisáceo fin de semana de octubre de 1988. Llegué al volumen casi por azar, gracias al interés que me generaron los encomios que sobre sus cualidades hacía en los términos más laudatorios el profesor Miguel Zapata. Pedí prestado el único ejemplar que había en la biblioteca del Instituto Experimental del Atlántico y emprendí la odisea de su lectura la tarde de uno de los sábados del mes más lluvioso en Barranquilla. Sin sospecharlo, al leer ese inicio de leyenda que parece escrito por Dios, en realidad empecé una peregrinación de descubrimiento y admiración que no ha conocido mengua hasta hoy. El estilo de la narración, investido de un inquietante tono melancólico y de evocación, me prendó al instante. Uno de los mayores logros de un escritor es cautivar el interés del lector en las primeras líneas de una obra, lo que en este caso no solo se cumple sobradamente, sino que esas palabras liminares, además de ya dejar claro que se ha ingresado a un universo pletórico de historias fascinantes, personajes excéntricos y eventos rarísimos ―en pocas palabras, que se está ante una gran obra de arte―, presagian que en uno se operará la conjunción del alma con una potencia suprema, de esas que aparecen después de demasiado tiempo de andar adormilada la energía creadora del hombre, y de las que la historia no ha producido más de cinco. Justamente, la profusión de sucesos las más de las veces emocionantes, otras, asombrosos, algunas, graciosos, y no pocas, extravagantes, mantuvo mi atención de principio a fin, a tal punto que, absorto, despaché las primeras cien páginas de un tirón, sin parar un instante. Para mi estupor, ocurrió que a mi ejemplar le faltaba la última hoja del texto, algo que descubrí solamente al no encontrarla. Tras unos días de frustración y algo de ansiedad por no conseguir quien me prestara el libro completo, pude terminar la lectura el jueves siguiente, cuando el profesor Francisco Angulo me suministró un ejemplar de su propiedad. Siempre le he quedado altamente reconocido por haber sacrificado su pausa de mediodía para ir al colegio exclusivamente a entregármelo. Yo estaba en clase, sentado al lado de la puerta del aula, cuando apareció de improviso irradiando su buena índole, siempre bondadoso con los estudiantes; le recibí el volumen y con avidez terminé de leer el final totalmente apocalíptico y monumental de esta obra sin precedentes. Sobra acotar que el terrible remate retribuyó con creces mi expectativa.
En medio de una barroca sinfonía tropical compuesta a base de una prosa a la vez solemne y exuberante y referencias que denotan gran erudición, la parábola argumentativa de Cien años discurre densa en torno a temas y pasiones universales: el erotismo, el sexo, el amor, el odio, la ira, el homicidio, los celos, la muerte, la guerra. Algo poco comentado es que el incesto es el hilo conductor de la trama. Posiblemente el éxito de la novela radica en la vertiginosidad profundamente humana del argumento; en la hondura psicológica de sus héroes y los trances en los que se ven envueltos; en su tono a la vez épico y poético que, reitero, me figuro evocador y melancólico; en su lenguaje grandioso y no pocas veces pantagruélico; en el raudal de sus metáforas e hipérboles inconcebibles; en el carácter sentencioso, casi aforístico, de las escasas intervenciones y breves diálogos de los personajes; en las oscilaciones de la dualidad vida-muerte, con el triunfo categórico de la muerte; en su helenismo clásico, de manifiesto en el inexorable sino trágico de los protagonistas y de Macondo; en la rara corporeidad que adquieren sus descripciones; en su humor negro y ocurrente; en su estructura de nacimiento, auge y decadencia moldeada al modo del texto bíblico (son fácilmente distinguibles un Génesis, un Éxodo y un Apocalipsis); y en aquello que caracteriza a las grandes obras de arte: acaba donde empieza.
Ahora bien, aunque lo que quiero analizar más valdría realizarse a la creación completa del escritor, me limito a Cien años de soledad por estas razones: 1. Es la obra cumbre, más representativa y universal de un autor que es sinónimo de la Costa Atlántica. 2. Dado lo anterior, no extrañaría y hasta se esperaría que fuese la obra costeña por antonomasia. 3. No vale la pena ocuparse de otros de sus libros en que lo costeño está patente, como El amor en los tiempos del cólera, que se desarrolla en la Cartagena del siglo XIX, y Memoria de mis putas tristes, ubicada en el ecuador del siglo XX barranquillero.
Es falso que sean típicos o, peor, exclusivos de la Costa Atlántica acontecimientos sobrenaturales como la asunción de Remedios, la bella, la maldición de nacer con cola de cerdo a causa de haber sido engendrado por parientes cercanos, las premoniciones, las mariposas que acompañan a Mauricio Babilonia, el hilo de sangre que recorre medio pueblo para avisarle la muerte del hijo a la mamá, las apariciones, las esteras voladoras, el frasco vacío que se hizo tan pesado que era imposible moverlo, la cazuela de agua que hirvió sin fuego durante media hora hasta evaporarse por completo, las balas disparadas en el pecho que no interesan ningún órgano vital, los niños que anuncian la caída al suelo y el subsiguiente despedazamiento de ollas de caldo hirviendo que estaban bien puestas en el centro de una mesa, las canastillas con bebés en su interior que se mueven con impulso propio y dan vueltas en un cuarto, comer cal y tierra, los angelicales monstruos bípedos de pezuña hendida y alas amputadas, los médicos que se alimentan con hierba para burros, los raudos y luminosos discos anaranjados que cruzan el cielo, las fuerzas angélicas que levantan en el aire niños a punto de destruir pergaminos, los hombres con cruces de ceniza indelebles en la frente, las rosas que huelen a quenopodio, los garbanzos que al caer al suelo quedan en orden geométrico perfecto y en forma de estrella de mar, los olores tan fuertes que solo se quitan recubriendo su origen con sarcófagos de concreto, las pestes de insomnio y los diluvios que duran cuatro años. Realismo mágico los llamaron. Esas cosas no suceden ni mucho menos son cotidianas aquí, como piensan o lo terminaron viendo quienes no son costeños a raíz precisamente de las opiniones y trabajos de los críticos de la composición, quienes tomando como base los acontecimientos y personajes citados, especulan que somos una región exótica poblada por seres estrambóticos, donde a diario se producen hechos fabulosos. Tristemente, quienes más han contribuido a ese infundio son los otros colombianos, los oriundos de la región andina de Colombia, a causa de su total desconocimiento e incomprensión de la idiosincrasia de sus compatriotas caribeños; y viceversa, la verdad sea dicha todas las veces. Solo quien no conoce la Costa, su pueblo e historia puede creer ese tipo de elucubraciones. Lo costeño del volumen en cuestión va por otro lado y aquí lo analizaré.
Lo que determina el sustrato cultural de una obra de estas características es la idiosincrasia y hechos de sus héroes. Los de esta novela, por extraño que parezca, poseen pocas particularidades que hagan imaginar que son costeños, ni siquiera la máxima muestra de identidad de un pueblo: su dialecto. Bajo ninguna circunstancia aspiramos a hallar voquibles rastreros como mon... lo que sabemos en un relato ambientado en la Costa, pero al menos sí maricuya, bisuaca, calambuco o ruple. Palabras que, lo admito, habría sido muy difícil traducir a otros idiomas ―amén del desafío que supusieron para los traductores las que permanecieron―, situación de la que estaba suficientemente consciente y prevenido por los editores el autor, por cierto también muy hábil para menesteres comerciales. Pero hay algo relativo al lenguaje usado en CAS que nunca ha sido analizado, que transgrede al ser costeño y choca al topárselo en la narración: el artificial tratamiento de usted. El ustedeo, hasta hace pocos años característico de los otros colombianos (los andinos), es absolutamente antinatura e impropio entre costeños de edad o rango semejantes. Su presencia en este volumen tiene su origen en la creencia errada del escritor según la cual es una rara costumbre colombiana tutearse entre desconocidos y pasar a tratarse de usted cuando ya se ha intimado. No se explica de dónde sacó eso, pues costeño como era, sabía de sobra que la Costa es predominantemente tierra de tuteo, donde el ustedeo solo está reservado para los mayores, tanto en edad como en categoría social, laboral, etcétera. Verbi gratia, en la Costa es raro ustedear a los padres, como lo hace el coronel Aureliano Buendía con Úrsula: «Ya sabe usted que soy adivino». «Si usted tiene algo que decir, dígalo ante el consejo de guerra». «―Váyase a casa, mamá ―dijo―. Pida permiso a las autoridades y venga a verme a la cárcel». «Prométame que no los va a leer nadie ―dijo―. Esta misma noche encienda el horno con ellos». «No me sirve de nada ―replicó en voz baja―. Pero démelo, no sea que la registren a la salida». «Y ahora no se despida ―concluyó con un énfasis calmado―. No suplique a nadie ni se rebaje ante nadie. Hágase el cargo que me fusilaron hace mucho tiempo». En la Costa, más raro aún es ustedear a desconocidos, especialmente si son menores que uno, como hace el coronel Buendía con la muchacha que trató de asesinarlo: «No dispare, por favor». El costeño ―da risa tener que decir esto― no se dirige jamás en términos de usted a la amante, como lo hace Aureliano con Pilar Ternera: «Vengo a dormir con usted». O cuando Rebeca le dice a José Arcadio: «Perdone ―se excusó―. No sabía que estaba aquí». Los coroneles Aureliano Buendía y Gerineldo Márquez ―muy próximos y viejos amigos, ambos, hijos de los fundadores de Macondo― pasan de ustedearse y tratarse con su rango militar en una situación tensa, a tutearse cuando la han superado: «―Me perdona, coronel ―dijo suavemente el coronel Gerineldo Márquez―, pero esto es una traición. El coronel Aureliano Buendía detuvo en el aire la pluma entintada, y descargó sobre él todo el peso de su autoridad. ―Entrégueme sus armas ―ordenó... Terminó la farsa, compadre ―le dijo al coronel Gerineldo Márquez―. Vámonos de aquí, antes de que acaben de fusilarte los mosquitos. El coronel Gerineldo Márquez no pudo reprimir el desprecio que le inspiraba aquella actitud. ―No, Aureliano ―replicó―. Vale más estar muerto que verte convertido en un chafarote. ―No me verás ―dijo el coronel Aureliano Buendía―. Ponte los zapatos y ayúdame a terminar con esta guerra de mierda». El coronel Aureliano Buendía le solicita a Santa Sofía de la Piedad, menor que él en edad y rango social: «―Préndalo con esto». Y ella le replica más tarde: «―Entonces ―dijo ella― quémelos usted mismo, coronel». José Arcadio y Pietro Crespi también se tratan de usted en su breve y tenso diálogo. Y aunque puede tratarse de un caso de distancia social, Mauricio Babilonia ustedea a Meme: «No se asuste ―le dijo en voz baja―. No es la primera vez que una mujer se vuelve loca por un hombre». «―Si no hubiera venido ―dijo él―, no me hubiera visto más nunca».
El único personaje auténticamente costeño del libro es Aureliano Segundo: alegre, parrandero redomado, tomador de trago, acordeonero y cumbiambero. Esta última condición dota a este personaje de uno de los pocos constituyentes inequívocos del caudal costeño: la cumbia. Los cachacos (denominación despectiva utilizada por los costeños para referirse a los otros colombianos, los oriundos de los Andes) le atribuirán a su costeñidad que toda la vida se reparte entre la esposa y la querida, que es glotón, irresponsable y despilfarrador, rasgos universales pero injustamente asociados con el modo de ser costeño por esos colombianos. El resto de personajes de la familia es todo lo contrario al costeño: duros de corazón, no quieren a nadie, retraídos, herméticos, melancólicos, solitarios y ensimismados como todos los Aurelianos excepto Aureliano Segundo, confundido desde muy niño con su gemelo José Arcadio Segundo, quien por el mismo motivo poseía las características psicológicas de los Aurelianos (ambos recuperan sus verdaderos nombres solo cuando los borrachos los entierran en las tumbas equivocadas). Brutos como José Arcadio y su hijo Arcadio. Siniestros, diabólicamente rencorosos, psicóticos y vengativos como Amaranta, Arcadio, el coronel Aureliano Buendía y José Arcadio, el fallido papa. Inflexibles y aburridos como Úrsula Iguarán. Peligrosa y hasta fatalmente temerarios y alocados como Rebeca, Pilar Ternera, Meme y Amaranta Úrsula. Desquiciados como José Arcadio Buendía y José Arcadio Segundo. Retardados como Remedios, la bella. Silenciosos e insignificantes como Santa Sofía de la Piedad, Visitación y Cataure. En suma, repito, todo lo contrario al costeño, reconocido por ser extrovertido, alegre, sencillo y sin rencores.
Aunque hay menciones explícitas de cuestiones costeñas, no dejan de ser alusiones leves a la región, las gentes y la cultura caribeñas de Colombia. Si cambiásemos determinados nombres propios, la novela podría ocurrir en cualquier parte de la zona intertropical, por ejemplo, Macondo bien puede quedar en Morales (Guatemala), Los Patos (Honduras), San José de Barlovento (Venezuela), Chepo (Panamá), San Antonio de las Huertas (México) o Santiago de los Caballeros (República Dominicana); es decir, siempre que el sitio cumpla con la peculiar condición de estar cerca del mar, de una ciénaga, de un río y de una sierra. Sustitúyanse nombres de ciudades a orillas del mar como Riohacha por Portobelo (Panamá), Santo Domingo (República Dominicana), San Juan (Puerto Rico) y Salvador (Brasil), todas, asediadas por filibusteros europeos durante la Colonia, y obtendremos pretendidos escenarios, tan adecuados como los de la composición original. Sin dificultad también, los indígenas pueden ser emberas, tikunas, yekuanas o taínos, en lugar de guajiros o motilones. El sancocho de gallina se consume en todo el Caribe, y no extrañará que sopas a base de pollo se preparen desde tiempos inmemoriales en muchas partes del mundo. Que en la región de Macondo se hubiera desarrollado la industria bananera y que hubiese ocurrido la explotación laboral de una multinacional, ciertamente le confieren un cariz regional al entramado; y aunque la United Fruit Company también hizo de las suyas en países vecinos como Panamá, Costa Rica, Honduras y Guatemala, lo que remite al Caribe hispano, esta circunstancia puede ser la de cualquier nación en la que una compañía extranjera ha expoliado a los trabajadores de las plantaciones de algún cultivo tropical.
El autor se refiere siempre al acordeón y a conjuntos de acordeón y tambores, lo cual, consignado en tales términos, tampoco alude exclusivamente a la Costa: diferentes músicas de acordeón se encuentran en Panamá, Venezuela, Santo Domingo, México, entre otras naciones del área. Con minucioso cuidado, el novelista nunca menciona explícitamente la palabra vallenato, lo cual le habría adjudicado un claro matiz local a la historia, si bien personajes como Francisco el Hombre y Rafael Escalona son el vallenato por antonomasia, algo solo medianamente sabido en Colombia. Por cierto, nadie en la Costa se cree una “parranda de champaña y acordeón”, uno de los detalles inverosímiles del relato. El empleo del vocablo parranda es un gran acierto del escritor, quien ya debía estar al tanto del uso artificial del término rumba y sus derivados en la región Caribe de Colombia, curiosamente introducidos desde el interior andino. Solo dos elementos remiten irrecusablemente al litoral atlántico colombiano: las cumbiambas y la masacre de las bananeras, matanza de jornaleros del guineo llevada a cabo por el ejército colombiano en 1928. Algo así difícilmente pueda suceder en la América Latina; es más propio de regímenes como el de Idi Amín.
Otro acierto es haber incluido como parte de la cotidianeidad de los protagonistas productos tropicales tales como el plátano, el guineo, la malanga, la yuca, el ñame, la ahuyama y la berenjena. También, el poner a los personajes a comer carne guisada con cebolla, albóndigas, pescado, arroz blanco, tajadas de plátano fritas, huevos de iguana, pavo, piña y dulce de guayaba. Habría sido catastrófico encontrarlos ingiriendo cierto potaje de leche con huevo en el desayuno, trucha con papa o arracacha en el almuerzo, y, de postre, cuajada con arequipe o fresas con crema. Afortunadamente se registran loros, guacamayas, caimanes, chivos, gallos de pelea, sábalos e iguanas, y no cóndores, chigüiros, osos de anteojos o llamas. Respira uno aliviado al leer acacias, balsos, castaños, ceibas, palmeras, bijas y almendros, y no frailejones, nogales y cauchos sabaneros. Igualmente, no puede menos de sorprenderme con agrado toparme con que la gente se baña con jabón de corozo y totumas en ríos y albercas. Asimismo, está a tono con la región que se traten las enfermedades respiratorias con jarabe de totumo, que se juegue al dominó y que se emborrachen con ron de caña, aguardiente y guarapo fermentado. Que guinden ramos de sábila y panes en los dinteles de las puertas. Que hablen en jerigonza. Incluso, divierte que el escritor les haya hecho el juego a los cachacos al tropezarnos con que los corrompidos hacen sus porquerías con burras. Indudablemente, ese pasaje fue otra travesura del fabulista, mamador de gallo empedernido, con el fin de satisfacer la morbosidad de los colombianos andinos, quienes desde antiguo se relamen con ese falso estereotipo del costeño, achacándoselo exclusivamente y pasando por alto o, más bien, fingiendo ignorar que la zoofilia es universal, y como si no fuera de dominio público que ellos comen hasta perra, grado de bestialismo al que nunca se ha llegado por estos lares de la Madonna.
Asimismo, atina el escritor al hacer énfasis en la geografía y la cultura del Magdalena Grande, término historiográfico usado para referirse al territorio conformado hasta finales del siglo XIX por los actuales departamentos del Cesar, La Guajira y el Magdalena. El epicentro de los acontecimientos es la zona bananera del Magdalena, específicamente el pueblo ficticio de Macondo, que por las distintas descripciones parece una especie de mezcla de los municipios magdalenenses de Aracataca, Ciénaga y Zona Bananera, matizado en la última parte de la narración con dejos de la Barranquilla de los años 1950. El escenario secundario es la antigua provincia de Padilla, que correspondía al actual sur de La Guajira, norte del departamento del Cesar y noreste del Magdalena. Los antepasados de Úrsula Iguarán abandonan a Riohacha, ubicada a orillas del mar de las Antillas, como remedio para las pesadillas de la bisabuela trastornada por el asalto de la ciudad a manos del pirata Francis Drake. Se establecen lejos del mar, en una ranchería de indios pacíficos situada en las estribaciones de una sierra (la porción oriental de la Sierra Nevada de Santa Marta, la cual pertenecía a la provincia de Padilla), donde emparentan con la familia del criollo José Arcadio Buendía. Las poblaciones y accidentes geográficos donde se mencionan las peripecias bélicas del coronel Aureliano Buendía y otros protagonistas de la guerra también se encuentran en territorio padillense: Riohacha y sus alrededores, Urumita, Villanueva y el cabo de la Vela. La remota población de Manaure, Alta Guajira, es la tierra de origen de Rebeca; escenario de correrías del general revolucionario Victorio Medina; también donde asesinaron a puñaladas al coronel Magnífico Visbal, quien sudaba una calentura en el catre cedido por su íntimo amigo, el coronel Aureliano Buendía, quien se había pasado para una hamaca; y donde vive la esposa del general conservador José Raquel Moncada, quien antes de ser fusilado en Macondo, le solicita al coronel Aureliano Buendía que le mande a su esposa su anillo matrimonial, una medalla de la Virgen de los Remedios, los lentes y el reloj, lo cual cumple el coronel personalmente. Antes de la muerte de Melquiades, Prudencio Aguilar les preguntaba por el paradero de José Arcadio Buendía a los muertos del Valle de Upar, hoy Cesar. Todas las poblaciones mencionadas integraron la provincia de Padilla. A los escenarios de guerra citados se suman Guacamayal y Tucurinca, ubicadas en el corredor de la zona bananera del Magdalena, lo mismo que Macondo. A este marco geográfico es menester añadirle componentes culturales propios de Padilla, como la música de acordeón y la Virgen de los Remedios, patrona de Riohacha. Vale anotar que el autor conoció a Riohacha mucho después de publicar Cien años de soledad.
Pero no es suficiente con incorporaciones sueltas de elementos costeño-caribeños, la costeñidad va mucho más allá.
El carácter internacional de la novela queda demostrado en el sinnúmero de referencias a lugares, episodios y personajes de la historia universal, y, sobre todo, en sus protagonistas foráneos. Entre los sitios ―casi todos exóticos―, accidentes geográficos y acontecimientos históricos asociados a ellos se cuentan, en Europa, Macedonia, Chipre, Salónica, el mar Egeo, Bruselas, Bélgica, París, Francia, la Santa Sede y Castelgandolfo, Italia, Roma, Florencia, Sorrento, el terremoto de Sicilia, Nápoles, Venecia, Barcelona, Lérida, Toledo, la destrucción de Cantabria, Cracovia; del continente asiático, la China, Persia, el archipiélago de Malasia, los médanos de Singapur, el mar de Java, el Japón y su mar, el golfo de Bengala; de África, Alejandría, Tanganyika, Leopoldville, Madagascar, el Congo Belga, las islas Afortunadas; y de América, Guayana, el Orinoco, Alabama, Alaska, Arizona, Chicago, Kentucky, la Luisiana, Michigan, Nueva Orleáns, Prattville, Virginia, la Patagonia, Santiago de Cuba, Nicaragua, Curazao, el mar Caribe, el archipiélago de las Antillas y el estrecho de Magallanes. Arcanos como la alquimia, la piedra filosofal, el huevo filosófico, la clave privada del emperador Augusto, las claves militares lacedemonias y la ciencia demonológica. Personajes y asuntos crípticos de la historia universal como los gitanos, el judío errante, los judíos de Amsterdam, Isaac el Ciego, San Agustín, Arnaldo de Vilanova, el Gran Magisterio, el monje Hermann o Hermann el Tullido, Beda el Venerable, las fórmulas de Moisés y Zósimo, las claves y las centurias de Nostradamus, los sabios de Memphis y los babilonios, San Millán, María la Judía, los naciancenos, los genios jerosolimitanos y el rey Salomón. Personajes netamente históricos como Francis Drake, la reina Isabel, el duque de Alba, el duque de Marlborough, Victor Hugues, Walter Raleigh, Rabelais y el papa. Conviven matronas y putas francesas con la Orden del Santo Sepulcro, el ángel Gabriel, San Rafael Arcángel, un nicho del Corazón de Jesús y un San José de yeso. Y como en el desquiciado concierto de la pianola destripada por José Arcadio Buendía y malcompuesta para animar el baile con el que se estrenó la blanca casa Buendía, personajes tan disímiles como el sultán de Persia, Jonás y la ballena, turcos tramposos, mercaderes árabes que cambian guacamayas por chucherías, matriarcas y hembras babilónicas y negros antillanos. Los protagonistas extranjeros de la narración propiamente dicha son el gitano Melquiades, los italianos Pietro y Bruno Crespi, el sabio catalán, el belga Gastón, y los estadounidenses míster Herbert, el señor Jack Brown y su hija Patricia. También se encuentra la mención de géneros exóticos: muebles vieneses, cristalería de Bohemia, la vajilla de la Compañía de las Indias, manteles de Holanda, sardinas portuguesas, mermelada de rosas turcas, pepinos en vinagre de Pratville, un mantón de Manila. Canciones tejanas. Lenguas muertas como el latín, el griego y el sánscrito, y raras, como el papiamento. Y de sobremesa, personajes de las obras de determinados colegas del escritor: Rocamadour muriendo en el cuarto de París de Rayuela (J. Cortázar, Argentina) y Lorenzo Gavilán, «un coronel de la revolución mexicana exiliado en Macondo, que decía haber sido testigo del heroísmo de su compadre Artemio Cruz» (La muerte de Artemio Cruz, C. Fuentes, México). Siempre he tenido la duda de si «el fantasma de la nave corsaria de Víctor Hugues» avistado por José Arcadio en sus viajes por los mares del mundo es una referencia a la figura histórica o al protagonista de El siglo de las luces (A. Carpentier, Cuba).
Por cuanto antecede, y aunque innegablemente Cien años de soledad hunde sus raíces en la Costa, no se puede afirmar que cante, celebre o gravite alrededor de la cultura costeña. Trátase de una ficción de aliento universal donde la región caribeña de Colombia, su geografía, historia y cultura son apenas un vago decorado que aparece esporádicamente y que no ejerce mayor incidencia sobre la configuración del argumento. El escenario geográfico descrito por el novelista solo alude a la porción septentrional del Magdalena Grande, a la antigua provincia de Padilla y a cierto ambiente de la Barranquilla de mediados de la pasada centuria. Queda completamente por fuera cualquier alusión a vastos territorios acendradamente costeños como las dilatadas sabanas del Bolívar Grande, el reino del Sinú, los montes de María, Cartagena de Indias y el universo anfibio de la isla de Mompox, Loba, La Mojana, el Magdalena, el Cauca y el San Jorge. El mayor distintivo de la región, el mar Caribe, es otro cuadro tenue que emerge acaso en la trama caudal.
Y si CAS no es precisamente un dechado de costeñidad, menos se puede hablar de una novela “colombiana” que retrata lo que somos y ha sido este país, farsa que quieren montar los colombianos andinos pretendiendo embarcarse en el carro de la victoria. A propósito, es un contrasentido, pero sobre todo un ridículo incomparable, que quieran hacer eso quienes solo figuran en Cien años como alimañas y para ser ridiculizados —para decir lo menos—, personificados en la nefasta Fernanda del Carpio, su arruinada familia y sus delirios de grandeza. De contera, su ciudad de origen, situada a mil kilómetros del mar en los Andes colombianos, es descrita como lúgubre, gélida, oscura, de noches de espantos y campanarios que tocaban a muerto a las seis de la tarde. En términos concretos, tampoco basta el marco de guerras civiles entre facciones ideológicamente opuestas ―tragedia por la que han pasado muchas naciones, sobre todo en su periodo formativo―, ni tratados de paz como el mencionado de Neerlandia, para dar por sentada una supuesta colombianidad ―que, dicho sea de paso, no existe― de Cien años de soledad.