"La palabra edificante", de Octavio Paz

No me propongo, en las notas que siguen, recorrer la obra de Cernuda en su totalidad. Escribo sin tener a la mano sus libros más importantes y, fuera de lo que haya dejado en mi memoria un trato de años con sus escritos, no poseo sino unos cuantos poemas en una antología, la tercera edición de Ocnos y Desolación de la quimera. Alguna vez escribí que su creación era semejante al crecimiento de un árbol, por oposición a las construcciones verbales de otros poetas. Esa imagen era justa sólo a medias: los árboles crecen espontánea y fatalmente, pero carecen de conciencia. Un poeta es aquel que tiene conciencia de su fatalidad, quiero decir: aquel que escribe porque no tiene más remedio que hacerlo -y lo sabe. Aquel que es cómplice de su fatalidad -y su juez. En Cernuda espontaneidad y reflexión son inseparables y cada etapa de su obra es una nueva tentativa de expresión y una meditación sobre aquello que expresa. No cesa de avanzar hacia dentro de sí mismo y no cesa de preguntarse si avanza realmente. Así, La realidad y el deseo puede verse como una biografía espiritual, sucesión de momentos vividos y reflexión sobre esas experiencias vitales. De ahí su carácter moral.

¿Puede ser poética una biografía? Sólo a condición de que las anécdotas se transmuten en poemas, es decir, sólo si los hechos y las fechas dejan de ser historia y se vuelven ejemplares. Pero ejemplares no en el sentido didáctico de la palabra sino en el de "acción notable", como cuando decimos: ejemplar único. O sea: mito, argumento ideal y fábula real. Los poetas se sirven de las leyendas para contarnos cosas reales; y con los sucesos reales crean fábulas, ejemplos. Los peligros de una biografía poética son dobles: la confesión no pedida y el consejo no solicitado. Cernuda no siempre evita estos extremos y no es raro que incurra en la confidencia y en la moraleja. No importa: lo mejor de su obra vive en ese espacio, real e imaginario, del mito. Un espacio ambiguo como la figura misma que sostiene. Fábula real e historia ideal, La realidad y el deseo es el mito del poeta moderno. Un ser distinto, aunque sea su descendiente, del poeta maldito. Se han cerrado las puertas del infierno y al poeta ni siquiera le queda el recurso de Adén o de Etiopía; errante en los cinco continentes, vive siempre en el mismo cuarto, habla con las mismas gentes y su exilio es el de todos. Esto no lo supo Cernuda -estaba demasiado inclinado sobre sí mismo, demasiado abstraído en su propia singularidad- pero su obra es uno de los testimonios más impresionantes de esta situación, verdaderamente única, del hombre moderno: estamos condenados a una soledad promiscua y nuestra prisión es tan grande como el planeta. No hay salida ni entrada. Vamos de lo mismo a lo mismo. Sevilla, Madrid, Toulouse, Glasgow, Londres, Nueva York, México, San Francisco: ¿Cernuda estuvo de veras en esas ciudades?, ¿en dónde están realmente esos sitios?

Todas las edades del hombre aparecen en La realidad y el deseo. Todas, excepto la infancia, que sólo es evocada como un mundo perdido y cuyo secreto se ha olvidado. (¿Qué poeta nos dará, no la visión o la nostalgia de la niñez sino la niñez misma, quién tendrá el valor y el genio de hablar como los niños?) El libro de poemas de Cernuda podría dividirse en cuatro partes: la adolescencia, los años de aprendizaje, en los que nos sorprende por su exquisita maestría; la juventud, el gran momento en que descubre a la pasión y se descubre a sí mismo, período al que debemos sus blasfemias más hermosas y sus mejores poemas de amor -amor al amor; la madurez, que se inicia como una contemplación de los poderes terrestres y termina en una meditación sobre las obras humanas; y el final, ya en el límite de la vejez, la mirada más precisa y reflexiva, la voz más real y amarga. Momentos distintos de una misma palabra. En cada uno hay poemas admirables pero yo me quedo con la poesía de juventud (Los placeres prohibidos, Un río, un amor, Donde habite el olvido) no porque en esos libros el poeta sea enteramente dueño de sí, sino precisamente porque todavía no lo es: instante en que la adivinación aún no se vuelve certidumbre, ni la certidumbre fórmula. Sus primeros poemas me parecen un ejercicio cuya perfección no excluye la afectación, cierto amaneramiento del que nunca se desprendió del todo. Sus libros de madurez rozan un clasicismo de yeso, es decir, un neoclasicismo: hay demasiados dioses y jardines; hay una tendencia a confundir la elocuencia con la dicción y no deja de ser extraño que Cernuda, crítico constante de esa inclinación nuestra por el "tono noble", no la haya advertido en sí mismo. En fin, en sus últimos poemas la reflexión, la explicación y aun el improperio ocupan demasiado espacio y desplazan al canto; el lenguaje no tiene la fluidez del habla sino la sequedad escrita del discurso. Y sin embargo, en todos esos períodos hay poemas que me han iluminado y guiado, poemas a los que vuelvo siempre y que siempre me revelan algo esencial. El secreto de esa fascinación es doble. Estamos ante un hombre que en cada palabra que escribe se da por entero y cuya voz es inseparable de su vida y su muerte; al mismo tiempo, esa palabra nunca se nos da directamente: entre ella y nosotros está la mirada del poeta, la reflexión que crea la distancia y así permite la verdadera comunicación. La conciencia da profundidad, resonancia espiritual a lo que dice; el pensar despliega un espacio mental que da gravedad a la palabra. La conciencia da unidad a su obra. Poeta fatal, está condenado a decir y a pensar en lo que dice. Por eso, al menos para mí, sus poemas mejores son los de esos años en que dicción espontánea y pensamiento se funden; o los de esos momentos de la madurez en que la pasión, la cólera o el amor le devuelven el antiguo entusiasmo, ahora en un lenguaje más duro y lúcido.

Biografía de un poeta moderno de España, La realidad y el deseo es también la biografía de una conciencia poética europea. Porque Cernuda es un poeta europeo, en el sentido en que no son europeos Lorca o Machado, Neruda o Borges. (El europeísmo de este último es muy americano: es una de las maneras que tenemos los hispanoamericanos de ser nosotros mismos o, más bien, de inventarnos. Nuestro europeísmo no es un desarraigo ni una vuelta al pasado: es una tentativa por crear un espacio temporal frente a un espacio sin tiempo y, así, encarnar.) Por supuesto, los españoles son europeos pero el genio de España es polémico: pelea consigo mismo y cada vez que arremete contra una parte de sí, arremete contra una parte de Europa. Tal vez el único poeta español que se siente europeo con naturalidad es Jorge Guillén; por eso, también con naturalidad, se siente bien plantado en España. En cambio, Cernuda escogió ser europeo con la misma furia con que otros de sus contemporáneos decidieron ser andaluces, madrileños o catalanes. Su europeísmo es polémico y está teñido de antiespañolismo. El asco por la tierra nativa no es exclusivo de los españoles; es algo constante en la poesía moderna de Europa y América. (Pienso en Pound y en Michaux, en Joyce y en Breton, en cummings... La lista sería interminable.) Así, Cernuda es antiespañol por dos motivos: por españolismo polémico y por modernidad. Por lo primero, pertenece a la familia de los heterodoxos españoles; por lo segundo, su obra es una lenta reconquista de la herencia europea, una búsqueda de esa corriente central de la que España se ha apartado desde hace mucho. No se trata de influencias -aunque, como todo poeta, haya sufrido varias, casi todas benéficas- sino de una exploración de sí mismo, no ya en sentido psicológico sino de su historia.

Cernuda descubre el espíritu moderno a través del surrealismo. El mismo Cernuda se ha referido varias veces a la seducción que ejerció sobre su sensibilidad la poesía de Reverdy, maestro de los surrealistas y también suyo. Admira en Reverdy el "ascetismo poético" -equivalente, dice, al de Braque- que lo hace construir un poema con el mínimo de materia verbal; pero más que la economía de medios admira su reticencia. Esa palabra es una de las claves del estilo de Cernuda. Pocas veces un pensamiento más osado y una pasión más violenta se han servido de expresiones más púdicas. No fue Reverdy el único de los franceses que lo conquistó. En una carta de 1929, escrita desde Madrid, pide a un amigo de Sevilla que le devuelva varios libros (Les Pas perdus de André Breton, Le Libertinage y Le Paysan de Paris de Louis Aragon) y agrega: "Azorín, Valle-Inclán, Baroja: ¿qué me importa toda esa estúpida, inhumana, podrida literatura española?". No se escandalicen los casticistas. En esos mismos años Breton y Aragon encontraban que la literatura francesa era igualmente inhumana y estúpida. Hemos perdido esa hermosa desenvoltura; qué difícil ahora ser insolente, injustamente justo como en 1920.

¿Qué debe Cernuda a los surrealistas? El puente entre la vanguardia francesa y la poesía de nuestra lengua fue, como es sabido, Vicente Huidobro. Después del poeta chileno los contactos se multiplicaron y Cernuda no fue ni el primero ni el único que haya sentido la fascinación del surrealismo. No sería difícil señalar en su poesía y aun en su prosa las huellas de ciertos surrealistas, como Éluard, Crevel y, aunque se trate de un escritor que es su antípoda, el deslumbrante Louis Aragon (primera manera). Pero a diferencia de Neruda, Lorca o Villaurrutia, para Cernuda el surrealismo fue algo más que una lección de estilo, más que una poética o una escuela de asociaciones e imágenes verbales: fue una tentativa de encarnación de la poesía en la vida, una subversión que abarcaba tanto al lenguaje como a las instituciones. Una moral y una pasión. Cernuda fue el primero, y casi el único, que comprendió e hizo suya la verdadera significación del surrealismo como movimiento de liberación -no del verso sino de la conciencia: el último gran sacudimiento espiritual de Occidente. A la conmoción psíquica del surrealismo hay que agregar la revelación de André Gide. Gracias al moralista francés, se acepta a sí mismo; desde entonces su homosexualismo no será ni enfermedad ni pecado sino destino libremente aceptado y vivido. Si Gide lo reconcilia consigo mismo, el surrealismo le servirá para insertar su rebelión psíquica y vital en una subversión más vasta y total. Los "placeres prohibidos" abren un puente entre este mundo de "códigos y ratas" y el mundo subterráneo del sueño y la inspiración: son la vida terrestre en todo su taciturno esplendor ("miembros de mármol", "flores de hierro", "planetas terrenales") y son también la vida espiritual más alta ("soledades altivas", "libertades memorables"). El fruto que nos ofrecen estas duras libertades es el del misterio, cuyo "sabor ninguna amargura corrompe". La poesía se vuelve activa; el sueño y la palabra echan abajo las "estatuas anónimas": en la gran "hora vengativa, su fulgor puede destruir vuestro mundo". Más tarde Cernuda abandonó las maneras y tics surrealistas, pero su visión esencial, aunque fuese otra su estética, siguió siendo la de su juventud.

El surrealismo es una tradición. Con ese instinto crítico que distingue a los grandes poetas, Cernuda remonta la corriente: Mallarmé, Baudelaire, Nerval. Aunque siempre fue fiel a estos tres poetas, no se detuvo en ellos. Fue a la fuente, al origen de la poesía moderna de Occidente: al romanticismo alemán. Uno de los temas de Cernuda es el del poeta frente al mundo hostil o indiferente de los hombres. Presente desde sus primeros poemas, a partir de Invocaciones se despliega con intensidad cada vez más sombría. La figura de Hölderlin y las de sus criaturas son su modelo; pronto esas imágenes se transforman en otra, encantadora y terrible: la del demonio. No un demonio cristiano, repulsivo o aterrador, sino pagano, casi un muchacho. Es su doble. Su presencia será constante en su obra, aunque cambie con los años y sea cada vez más amarga y sin esperanzas su palabra. En la imagen del doble, siempre reflejo intocable, Cernuda se busca a sí mismo pero también busca al mundo: quiere saber que existe y que los otros existen. Los otros: una raza de hombres distinta de los hombres.

Al lado del diablo, la compañía de los poetas muertos. La lectura de Hölderlin y la de Jean-Paul y Novalis, la de Blake y Coleridge, son algo más que un descubrimiento: un reconocimiento. Cernuda vuelve a los suyos. Esos grandes nombres son para él personas vivas, invisibles pero seguros intercesores. Habla con ellos como si hablase consigo mismo. Son su verdadera familia y sus dioses secretos. Su obra está escrita pensando en ellos; son algo más que un modelo, un ejemplo o una inspiración: una mirada que lo juzga. Tiene que ser digno de ellos. Y la única manera de serlo es afirmar su verdad, ser él mismo. Reaparece de nuevo el tema moral. Pero no será Gide, con su moral psicológica, sino Goethe quien lo guiará en esta nueva etapa. No busca una justificación sino un equilibrio; lo que llamaba el joven Nietzsche "la salud", el perdido secreto del paganismo griego: el pesimismo heroico, creador de la tragedia y la comedia. Muchas veces habló de Grecia, de sus poetas y filósofos, de sus mitos y, sobre todo, de su visión de la hermosura: algo que no es ni físico ni corporal y que tal vez sólo sea un acorde, una medida. En Ocnos, al hablar del "conocimiento hermoso" -¿porque conoce a la hermosura o porque todo conocer es hermosura?- dice que la belleza es medida. Y así, por un camino que va de la rebelión surrealista al romanticismo alemán e inglés y de éstos a los grandes mitos de Occidente, Luis Cernuda recobra su doble herencia de poeta y español: la tradición europea, el saber y el sabor del mediodía mediterráneo. Lo que se inició como pasión polémica y desmesura terminó como reconocimiento de la medida. Una medida, es cierto, en la que no caben otras cosas que también son Occidente. Y entre ellas, dos de las mayores: el cristianismo y la mujer. La "otredad" en sus manifestaciones más totales: el otro mundo y la otra mitad de este mundo. Y sin embargo, Cernuda hace fuerzas de flaqueza y crea un universo en el que no faltan dos elementos esenciales, uno del cristianismo y otro de la mujer: la introspección y el misterio amoroso.

No he hablado de otra influencia que fue capital lo mismo en su poesía que en su crítica, especialmente desde Las nubes (1940): la poesía moderna de lengua inglesa. En su juventud amó a Keats y más tarde se sintió atraído por Blake, pero estos nombres, especialmente el segundo, pertenecen a lo que podría llamarse su mitad demoníaca o subversiva: alimentaron a su rebeldía moral. Su interés por Wordsworth, Browning, Yeats y Eliot es de otra índole: no busca en ellos tanto una metafísica como una conciencia estética. El misterio de la creación literaria y el tema del significado último de la poesía -sus relaciones con la verdad, con la historia y con la sociedad- le preocuparon siempre. En las reflexiones de los poetas ingleses encontró, formuladas de manera distinta o semejante a la suya, respuestas a estas preguntas. Una muestra de este interés es el libro que dedicó al pensamiento poético de los líricos ingleses. No creo equivocarme al pensar que T. S. Eliot fue el escritor vivo que ejerció una influencia más profunda en el Cernuda de la madurez. Repito: influencia estética, no moral ni metafísica: la lectura de Eliot no tuvo las consecuencias liberadoras que tuvo su descubrimiento de Gide. El poeta inglés le hace ver con nuevos ojos la tradición poética y muchos de sus estudios sobre poetas españoles están escritos con esa precisión y objetividad, no exenta de capricho, que es uno de los encantos y peligros del estilo crítico de Eliot. Pero el ejemplo de este poeta no sólo es visible en sus opiniones críticas sino en su creación. Su encuentro con Eliot coincide con un cambio en su estética; consumada la experiencia del surrealismo, no le preocupa buscar nuevas formas sino expresarse. No una norma sino una mesura, algo que no podían darle ni los modernos franceses ni los románticos alemanes. Eliot había sentido una necesidad parecida y después de The Waste Land su poesía se vierte en moldes cada vez más tradicionales. Yo no sabría decir si esta actitud de regreso, en Cernuda y en Eliot, benefició o dañó a su poesía; por una parte, los empobreció, ya que sorpresa e invención, alas del poema, desaparecen parcialmente de su obra de madurez; por la otra, tal vez sin ese cambio habrían enmudecido o se habrían perdido en una estéril búsqueda, como sucede aún con grandes creadores como Pound y cummings. Y ya se sabe que no hay nada más monótono que el innovador de profesión. En suma, la poesía y la crítica de Eliot le sirvieron para moderar al romántico que siempre fue.

Cernuda sintió predilección, desde que empezó a escribir, por el poema largo. Para el gusto moderno la poesía es, ante todo, concentración verbal y por eso el poema largo se enfrenta a una dificultad casi insuperable: reunir extensión y concentración, desarrollo e intensidad, unidad y variedad, sin hacer de la obra una colección de fragmentos y sin incurrir tampoco en el grosero recurso de la amplificación. Un Coup de dés, concentración verbal máxima en un poco más de doscientas líneas, algunas de una sola palabra, es una muestra, para mí la más alta, de lo que quiero decir. No es el poema breve sino el extenso el que exige el uso de las tijeras; el poeta debe ejercer, sin remordimiento su don de eliminación si quiere escribir algo que no sea prolijo, disperso o difuso. La reticencia, el arte de decir aquello que se calla, es el secreto del poema breve; en el largo los silencios no operan como sugestión, no dicen, sino que son como las divisiones y subdivisiones del espacio musical. Más que una escritura son una arquitectura. Ya Mallarmé había comparado Un Coup de dés a una partitura y Eliot ha llamado a una de sus grandes composiciones: Four Quartets. A Cernuda ese poema le parecía lo mejor que había escrito Eliot y varias veces discutimos las razones de esta preferencia, pues yo me inclinaba por The Waste Land -que, por lo demás, también debe verse como una construcción musical.

Aunque nuestro poeta no aprendió el arte del poema largo en Eliot -antes los había escrito y algunos de ellos se cuentan entre lo más perfecto que hizo-, las ideas del escritor inglés aclararon las suyas y modificaron parcialmente sus concepciones. Pero una cosa son las ideas y otra el temperamento de cada uno. Sería inútil buscar en su obra los principios de armonía, contrapunto o polifonía que inspiran a Eliot y Saint John Perse; y nada más lejos del simultaneísmo de Pound o Apollinaire que el desarrollo lineal, semejante al de la música vocal, del poema de Cernuda. La melodía es lírica y Cernuda sólo es, y es bastante, un poeta lírico. Así, la forma más afín a su naturaleza fue el monólogo. Los escribió siempre y aún podría decirse que su obra es un largo monólogo. La poesía inglesa le enseñó a ver cómo la monodia puede volverse sobre sí misma, desdoblarse e interrogarse: le enseñó que el monólogo es siempre un diálogo. En alguno de sus estudios, alude a la lección de Robert Browning; yo añadiría la de Pound, que fue el primero en servirse del monólogo de Browning. (Compárese, por ejemplo, el uso de la interrogación en Near Perigord y en los poemas largos del último Cernuda.) Y aquí me parece que debo decir algo sobre un tema que le preocupó y sobre el que escribió páginas de gran penetración: las relaciones entre el lenguaje hablado y el poema.

Cernuda señala que el primero que proclamó el derecho del poeta a emplear the language really used by men fue Wordsworth. Aunque no sea del todo exacto que este antecedente constituya el origen del llamado "prosaísmo" de la poesía contemporánea, es bueno distinguir entre esta idea de Wordsworth y la de Herder, que veía en la poesía "el canto del pueblo". El lenguaje popular, si es que existe realmente y no es una invención del romanticismo alemán, es una supervivencia de la era feudal. Su culto es una nostalgia. Jiménez y Antonio Machado confundieron siempre el "lenguaje popular" con el idioma hablado y de ahí que hayan identificado este último con el canto tradicional. Jiménez pensaba que el "arte popular" no era sino la imitación tradicional del arte aristocrático; Machado creía que la verdadera aristocracia residía en el pueblo y que el folklore era el arte más refinado. Por más diferentes que nos parezcan estos puntos de vista, ambos revelan una visión nostálgica del pasado. El lenguaje de nuestro tiempo es otro: es el idioma hablado en la gran ciudad y toda la poesía moderna, desde Baudelaire, ha hecho de ese lenguaje el punto de partida de una nueva lírica. Reacción contra la estética de lo exquisito y lo raro que habían puesto de moda los poetas hispanoamericanos, la simplicidad de la llamada poesía popular española no es menos artificial que las complicaciones de los modernistas. Influidos por Jiménez, los poetas de la generación de Cernuda hicieron del romance y la canción sus géneros predilectos. Cernuda nunca cayó en la afectación de lo popular (afectación a la que debemos, de todos modos, algunos de los poemas más seductores de nuestra lírica moderna) y trató de escribir como se habla; o mejor dicho: se propuso como materia prima de la transmutación poética no el lenguaje de los libros sino el de la conversación. No acertó siempre. Con frecuencia su verso es prosaico, en el sentido en que la prosa escrita es prosaica, no el habla viva: algo más pensado y construido que dicho. Por las palabras que emplea, casi todas cultas, y por la sintaxis artificiosa, más que "escribir como se habla", a veces Cernuda "habla como un libro". Lo milagroso es que esa escritura se condense de pronto en expresiones centelleantes.

Cernuda vio en Campoamor un antecedente del prosaísmo poético; si lo fuese, sería un antecedente lamentable. No hay que confundir la charla filosófica de sobremesa con la poesía. La verdad es que el único poeta español moderno que ha usado con naturalidad el lenguaje hablado es el olvidado José Moreno Villa. (El único y el primero: Jacinta la pelirroja se publicó en 1929.) En realidad, los primeros en utilizar las posibilidades poéticas del lenguaje prosaico fueron, aunque parezca extraño, los modernistas hispanoamericanos: Darío y, sobre todo, Leopoldo Lugones. En los poemas de Campoamor la retórica de fin de siglo se degrada en expresiones que son lugares comunes pseudofilosóficos y así constituye un ejemplo de lo que Breton llama "imagen descendente". Los modernistas enfrentan el idioma coloquial al artístico para producir un choque en el interior del poema, según se ve en Augurios de Rubén Darío, o hacen del habla de la urbe la materia prima del poema. Este último procedimiento es el del Lugones del Lunario sentimental. Hacia 1915, el mexicano López Velarde aprovechó la lección del poeta argentino y realizó la fusión entre lenguaje literario y hablado. Sería fastidioso mencionar a todos los poetas hispanoamericanos que, después de López Velarde, hacen del prosaísmo un lenguaje poético; será bastante con seis nombres: Borges, Vallejo, Pellicer, Novo, Lezama Lima, Sabines... Lo más curioso es que todo esto no viene de la poesía inglesa sino del maestro de Eliot y Pound: el simbolista Jules Laforgue. El autor de Complaintes, no Wordsworth, es el origen de esta tendencia, lo mismo entre los ingleses que entre los hispanoamericanos.

Con frecuencia se dice que Cernuda y, en general, los poetas de su generación, "cierran" un periodo de la poesía española. Confieso que no entiendo lo que se quiere decir con esto. Para que algo se cierre -si no se trata de una extinción definitiva- es menester que algo o alguien abra otra etapa. Los actuales poetas españoles, más allá de toda odiosa comparación, no me parece que hayan iniciado un nuevo movimiento; inclusive diría que, al menos en materia de lenguaje y visión -y eso es lo que cuenta en poesía- se muestran singularmente tímidos. No es un reproche: la segunda generación romántica no fue menos importante que la primera y dio un nombre central: Baudelaire. La novedad no es el único criterio poético. En España ha habido un cambio de tono, no una ruptura. Ese cambio es natural pero no hay que confundirlo con una nueva era. Cernuda no cierra ni abre una época. Su poesía, inconfundible y distinta, forma parte de una tendencia universal que en lengua española se inicia, con cierto retraso, a fines del siglo pasado y que aún no termina. Dentro de ese periodo histórico su generación, en Hispanoamérica y en España, ocupa un lugar central. Y uno de los poetas centrales de esa generación es él, Luis Cernuda. No fue el creador de un lenguaje común ni de un estilo, como lo fueron en su hora Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez o, más cerca, Vicente Huidobro, Pablo Neruda y Federico García Lorca. Y tal vez en esto resida su valor y lo que le dará influencia futura: Cernuda es un poeta solitario y para solitarios.

En una tradición que ha usado y abusado de las palabras, pero que pocas veces ha reflexionado sobre ellas, Cernuda representa la conciencia del lenguaje. Un caso semejante es el de Jorge Guillén, sólo que mientras la poesía de este último vive, para emplear la jerga de los filósofos, en el ámbito del ser, la de Cernuda es temporal: la existencia humana es su reino. En los dos, más que reflexión, hay meditación poética. La primera es una operación extrema y total: la palabra se vuelve sobre sí misma y se niega como significado del mundo, para significar sólo su propia significación y, así, anularse. A la reflexión poética debemos algunos de los textos cardinales de la poesía moderna de Occidente, poemas en los que nuestra historia simultáneamente se asume y se consume: negación de sí misma y de los significados tradicionales, tentativa por fundar otro significado. Los españoles pocas veces han sentido desconfianza ante la palabra, pocas veces han sentido ese vértigo que consiste en ver el lenguaje como signo de la nulidad. Para Cernuda la meditación -en el sentido casi médico: cuidar- consiste en inclinarse sobre otro misterio: el de nuestro propio transcurrir. La vida, no el lenguaje. Entre vivir y pensar, la palabra no es abismo sino puente. Meditación: mediación. La palabra expresa la distancia entre lo que soy y lo que estoy siendo; asimismo, es la única manera de trascender esa distancia. Por la palabra mi vida se detiene sin detenerse y se ve a sí misma verse; por ella me alcanzo y me sobrepaso, me contemplo y me cambio en otro -un otro yo mismo que se burla de mi miseria y en cuya burla se cifra toda mi redención.

La tensión entre vida ignorante de sí y conciencia de sí se resuelve en palabra transparente. No en un más allá imposible sino aquí, en el instante del poema, pactan realidad y deseo. Y ese abrazo es de tal modo intenso que no sólo evoca la imagen del amor sino la de la muerte: en el pecho del poeta, "idéntico a un laúd, la muerte, únicamente la muerte, puede hacer resonar la melodía prometida". Pocos poetas modernos, en cualquier lengua, nos dan esta sensación escalofriante de sabernos ante un hombre que habla de verdad, efectivamente poseído por la fatalidad y la lucidez de la pasión. Si se pudiese definir en una frase el sitio que ocupa Cernuda en la poesía moderna de nuestro idioma, yo diría que es el poeta que habla no para todos, sino para el cada uno que somos todos. Y nos hiere en el centro de ese cada uno que somos, "que no se llama gloria, fortuna o ambición" sino la verdad de nosotros mismos. Para Cernuda la poesía tenía por objeto conocerse a sí mismo pero, con la misma intensidad, fue una tentativa por crear su propia imagen. Biografía poética, La realidad y el deseo es algo más: la historia de un espíritu que, al conocerse, se transfigura.