"La primera vez", en la literatura

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Carmen Laforet, Nada. (1945)

Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado y no me esperaba nadie.

Era la primera vez que viajaba sola, pero no estaba asustada; por el contrario, me parecía una aventura agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche. La sangre, después del viaje largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas entumecidas1 y con una sonrisa de asombro miraba la gran estación de Francia2 y los grupos que se formaban entre las personas que estaban aguardando el expreso3 y los que llegábamos con tres horas de retraso.

El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes, tenían para mí un gran encanto, ya que envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad grande, adorada en mis ensueños por desconocida.

Empecé a seguir -una gota entre la corriente- el rumbo de la masa humana que, cargada de maletas, se volcaba en la salida. Mi equipaje era un maletón muy pesado -porque estaba casi lleno de libros- y lo llevaba yo misma con toda la fuerza.

1. entumecido,

2. La estación de Francia

3. expreso,

Carmen Laforet, Nada. (1945)

Pons vivía en una casa espléndida al final de la calle Muntaner. Delante de la verja del jardín -tan ciudadano que las flores olían a cera y a cemento- vi una larga hilera de coches. El corazón me empezó a latir de una manera casi dolorosa. Sabía que unos minutos después habría de verme dentro de un mundo alegre e inconsciente. Un mundo que giraba sobre el sólido pedestal del dinero y de cuya optimista mirada me habían dado alguna idea las conversaciones de mis amigos. Era la primera vez que yo iba a una fiesta de sociedad, pues las reuniones en casa de Ena, a las que había asistido, tenían un carácter íntimo, revestido de una finalidad literaria y artística.

Me acuerdo del portal de mármol y de su grata frescura. De mi confusión ante el criado de la puerta, de la penumbra del recibidor adornado con plantas y con jarrones. Del olor a señora con demasiadas joyas que vino al estrechar la mano de la madre de Pons y de la mirada suya, indefinible, dirigida a mis viejos zapatos, cruzándose con otra anhelante1 de Pons, que la observaba.

Aquella señora era alta, imponente2. Me hablaba sonriendo, como si la sonrisa se le hubiera parado -ya para siempre- en los labios. Entonces era demasiado fácil herirme. Me sentí en un momento angustiada por la pobreza de mi atavío3. Pasé una mano muy poco segura por el brazo de Pons y entré con él en la sala. Había mucha gente allí.

1 anhelante

2 imponente,

3 atavío,

Ignacio Aldecoa, El fulgor y la sangre (1954)

Ernesta vivió en el pueblo hasta ocho años después de haber acabado la guerra. No marchaban bien los asuntos y se tuvo que colocar de sirvienta en el pueblo cercano en casa de una familia rica. Estaba muy triste el día que se despidió. Era la primera vez que Ernesta salía de casa, del pueblo, de los queridos alrededores, donde habían transcurrido todos aquellos años. El padre estaba enfermo, apenas salía al campo a trabajar. La madre le había preparado una maleta de cartón en la que iban mezcladas ropas y alimentos.

- Cuida la ropa -le dijo- y administra lo que te he puesto de comer en la maleta. En esas casas nunca se sabe si te van a matar de hambre o te van a cebar. Lo mejor es que andes con tiento y administres lo que llevas. Si pasas mucha hambre lo dejas, y te vuelves; ya veremos cómo nos arreglamos. No tengas miedo, te vuelves y asunto acabado. -Se lo hizo prometer.

Lloró al despedirse. El carretero que estaba esperándola se inquietaba ante la larga despedida.

Julio Cortázar, Final de Juego (1945-1964)

que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrecencia vegetal, las branquias, supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino, apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.

Fue su quietud lo que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaces de evadirse de ese sopor mineral en que pasaban horas enteras. Sus ojos, sobre todo, me obsesionaban. Al lado de ellos, en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía, inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo el cristal, delante de sus