Apolo y Dafne

Ovidio, Metamorfosis, Libro I, versos 452-486 y versos 525-567. Transformación de Dafne en laurel

El primer amor de Febo fue Dafne, la hija del Peneo y no fue producto del ciego azar, sino de la violenta cólera de Cupido. A éste lo había visto el Delio, orgulloso de su victoria sobre la serpiente, en el momento en que el otro doblaba los extremos de su arco tirando de la cuerda, y le dijo: "¿Qué tienes tú que ver, niño retozón, con las armas de los valientes? Llevar esa carga me cuadra a mí, que sé dirigir golpes infalibles a una fiera o a un enemigo, que hace poco he tendido por tierra, hinchada por mis innúmeras flechas, a Pitón, la alimaña que con su vientre venenoso oprimía tantas yugadas de tierra. Tú conténtate con estimular con tu antorcha no sé qué pasiones amorosas, y no trates de aspirar a la gloria ,que me es propia." A lo que respondió el hijo de Venus: "Aunque tu arco atraviese todo lo demás, el mío te va a atravesar a ti, y en la misma medida en que todos los anímales son inferiores a la divinidad, otro tanto es menor tu gloria que la mía". Dijo, y batiendo las alas se abrió camino por los aires y fue raudo a detenerse en la sombreada cima del Parnaso, donde sacó de su aljaba portadora de flechas dos dardos de diferente efecto; el uno hace huir al amor, el otro lo produce. El que lo produce es de oro, y resplandece su afilada punta; el que lo hace huir es romo y tiene la caña guarnecida de plomo. Este fue el que clavó el dios en la ninfa del Peneo, mientras que con el otro hirió hasta la médula de Apolo después de atravesarle los huesos. En el acto queda el uno enamorado; huye la otra hasta del nombre del amor, y se complace en las espesuras de las selvas y en los despojos de las fieras que cautiva, émula de la virginal Febe; una cinta sujetaba sus cabellos abandonados en desorden. Muchos la pretendieron, pero ella rechaza a sus pretendientes y, libre de marido al que no soportaría, recorre los parajes más solitarios de los bosques y desdeña enterarse de lo que es el Himeneo el Amor o el lazo conyugal. Muchas veces le dijo su padre: "Un yerno me debes, hija". Muchas veces le dijo su padre: "Me debes nietos, hija mía". Ella, que odiaba como un crimen las antorchas nupciales, mostraba su bello rostro teñido de avergonzado rubor y, en los brazos acariciantes de su padre y colgada de su cuello, le decía: "Concédeme, padre mío querido, poder disfrutar de una virginidad perpetua, también a Diana se lo concedió su padre."

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Aún iba a seguir hablando cuando la Penea huyó a la carrera, despavorida, y al abandonarlo dejándolo con la palabra en la boca, aun entonces le pareció agraciada; el viento le descubría las formas, las brisas que se le enfrentaban agitaban sus ropas al choque, y un aura suave le empujaba hacia atrás los cabellos; con la huida aumentaba su belleza. Pero el joven dios no puede soportar por más tiempo dirigirle en vano palabras acariciantes, y, obedeciendo a los consejos de su mismo amor, sigue sus huellas en carrera desenfrenada. Cuando un perro de las Galias ha visto a una liebre en campo abierto, mientras él busca el botín con la ligereza de sus patas, la liebre busca la vida; el uno parece que va a hacer presa, espera conseguirlo de un momento a otro y con el hocico tendido va rozando las huellas; la otra está en la incertidumbre sobre si estará ya apresada, se arranca de las fauces mismas de su perseguidor y deja atrás el hocico que ya la tocaba; así corren veloces el dios y la muchacha, él por la esperanza, ella por el temor. Sin embargo el perseguidor, ayudado por las alas del amor, es más rápido, se niega el descanso, acosa la espalda de la fugitiva y echa su aliento sobre los cabellos de ella que le ondean sobre el cuello. Agotadas sus fuerzas, palideció; vencida por la fatiga de tan acelerada huida, mira a las aguas del Peneo y dice: "Socórreme, padre; si los ríos tenéis un poder divino, destruye, cambiándola, esta figura por la que he gustado en demasía". Apenas acabó su plegaria cuando un pesado entorpecimiento se apodera de sus miembros; sus suaves formas van siendo envueltas por una delgada corteza, sus cabellos crecen transformándose en hojas, en ramas sus brazos; sus pies un momento antes tan veloces quedan inmovilizados en raíces fijas; una arbórea copa posee el lugar de su cabeza; su esplendente belleza es lo único que de ella queda. Aun así sigue Febo amándola, y apoyando su mano en el tronco percibe cómo tiembla aún su pecho por debajo de la corteza reciente; y estrechando en sus brazos las ramas, como si aun fueran miembros, besa la madera; pero la madera huye de sus besos. y el dios le habla así: "Está bien, puesto que ya no puedes ser mi esposa, al menos serás mi árbol; siempre te tendrán mi cabellera, mi cítara, mi aljaba; tú acompañarás a los caudillos alegres cuando alegre voz entone el Triunfo y visiten el Capitolio los largos desfiles. También tú te erguirás ante la puerta de la mansión de Augusto, como guardián fidelísimo, protegiendo la corona de encina situada entre ambos quicios; y del mismo modo que mi cabeza permanece siempre juvenil con su cabellera intacta, lleva tú también perpetuamente el ornamento de las hojas." Terminó de hablar Peán; el laurel asintió con sus ramas recién hechas, y parecía que, como cabeza, agitaba su copa.

Ovidio, Metamorfosis. Traducción de Antonio Ruiz de Elvira. CSIC, Madrid, 1990.

Renacimiento en Materiales de Lengua y Literatura

Iconografía

Cornelis de Vos, Apolo persiguiendo a Dafne (s.XVII) Museo de Prado Madrid.

Gian Lorenzo Bernini, Apollo e Dafne (1622-1625). Galleria Borghese, Roma.