Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, Libro de Buen Amor. Argumento, estructura

El sentido de unidad de la obra literaria durante la Edad Media es muy distinto al actual. Hay que tener en cuenta, por ejemplo, que el proceso físico de la confección de un libro es lento y costoso, lo que obliga al autor o al copista a ir acumulando elementos que pueden, en principio, parecer heterogéneos. Esto induce a buscar técnicas que precisen la cohesión interna del libro, un hilo conductor que permita unir elementos dispares bajo un denominador común. La estructura resultante en la mayor parte de los libros medievales es la que se ha venido en llamar relato en sarta, es decir, la unión de numerosos textos, más o menos extensos, relativamente independientes y relacionados (ensartados) sólo por un hilo argumental o temático muy simple. [...] Es decir, sus distintos episodios o bloques fueron compuestos independientemente y gozan de clara autonomía, si bien pudieron ser dispuestos posteriormente de acuerdo con un designio constructivo-intencional más o menos preciso.

Estructura

Contenido

En cuanto al contenido del libro, podríamos resumirlo así: El libro se abre con una oración, en la que el Arcipreste [estr. 6d], además de implorar la ayuda de Dios y de la Virgen para sus aflicciones, rememora unos pocos milagros tomados de la Biblia o de la tradición popular [estrs. 1-10]. Tras la misma, el autor, en un prólogo en prosa, declara la intención de su libro, acerca de la cual vuelve a insistir enseguida [estrs. 11-18], para enlazar con una copla en la que, además de comunicarnos su nombre y cargo, constituye a la Virgen como comienço e raíz de su obra. Siguen unos Gozos de Santa María [estrs. 20-43]. De nuevo, el autor insiste en el propósito del libro, lo que ilustra con el ejemplo de los griegos y los romanos [estrs. 44-70]. Seguidamente se inicia la ficción: el protagonista, cuyo cargo eclesiástico es el de arcipreste, narrará en primera persona varios aconteceres de su vida amorosa. Una falsa cita de Aristóteles le sirve de punto de partida: según ésta todos los seres vivos, y más el hombre, se mueven por el instinto sexual, por lo que él no está ajeno a esta inclinación [estrs. 71-76]: lo que a continuación sigue es, por tanto, una autobiografía amorosa. Las tres primeras aventuras [estrs. 77-180], salpicadas con variados exempla, desembocan en un resultado adverso: una indeterminada dueña, con la que entra en contacto a través de una mensajera, lo rechaza; otro intermediario, Ferrand Garçía, le quita a la panadera Cruz; tras probar la verdad de la astrología y declarar su nacimiento bajo el signo de Venus que le hace estar inclinado al amor (para lo cual utiliza el enxiemplo fijo del rey Alcarás como medio de demostrar la verdad de la astrología, intenta conquistar a una dueña encerrada, compendio de todas las cualidades físicas y morales, que no le presta la menor atención. Triste por el mal resultado de sus primeros intentos, refiere, con un rosario de ejemplos, de modo alegórico, su disputa con Don Amor [estrs. 181-574], que se le aparece: contra él arremete culpándole de todos los males del mundo y de ser origen de todos los pecados. Pero Don Amor, tras tacharlo de inexperto y rencoroso por sus fracasos, le comunica los distintos medios y ardides de que ha de valerse para seducir a una mujer, le concreta el tipo que ha de preferir, le recomienda acudir a una alcahueta, y aún agrega algunos dictámenes de carácter práctico y moral. Decidido a seguir los consejos de Don Amor, el protagonista busca por sus propios medios una dama que reúna hermosura y virtud. Tras nuevas amonestaciones y consejos, esta vez a cargo de Doña Venus, mujer de Don Amor, y con la ayuda de la vieja Trotaconventos, logra relacionarse con ella: se trata de Doña Endrina, una joven viuda a la que consigue enamorar y con la que acabará casándose. Aunque en todo el pasaje [estrs. 575-909] se mantiene la primera persona narrativa, según se avanza en la lectura nos enteramos de que el protagonista ya no es el Arcipreste, sino que ahora se llama Don Melón de la Huerta (o Don Melón Ortiz), disociación que el autor justifica alegando que ha incluido tal historia para procurar un ejemplo al lector, mas non porque a mí vino . Sin más transición, nos habla de una apuesta dueña, a la que requiebra, de nuevo con la ayuda de Trotaconventos. Un malentendido con ésta le da pie a repasar toda la retahíla de nombres con que son conocidas estas mediadoras; nombres que no conviene usar delante de ellas para no ofenderlas. Restablecido el buen trato con la mensajera, ésta logra conquistarle a la dama requerida que, por desgracia, muere inesperadamente. Un breve diálogo con la vieja y unas reflexiones dirigidas al lector cierran el episodio [estrs. 910-949]. Ante la cercanía de la primavera, y aguijoneado por el deseo de provar todas las cosas, pues el Apóstol lo manda, abandona la ciudad y emprende una gira por la sierra de Guadarrama [estrs. 950-1066], a través de los puertos de Lozoya (o Malangosto), Fuenfría (o Riofrío), Cornejo y Tablada. Allí mantendrá cuatro encuentros con sendas serranas, de aspecto salvaje y descomunal, expuestos alternativamente en forma narrativa y en forma lírica. Con las dos primeras se ve forzado a mantener contacto sexual; de la tercera, a la que promete matrimonio, no nos cuenta cómo acaba la aventura; y, por fin, de la cuarta, la más monstruosa de todas, consigue librarse por no tener dinero o mercancías para pagarle. A continuación, acudirá como peregrino a la ermita de Santa María del Vado, a cuyo loor dirige una cantiga, a la que se añaden otras dos sobre la pasión de Cristo. Al término de su viaje, que coincide con el inicio de la Cuaresma, recibida por las gentes con profundo disgusto, decide regresar a su tierra, donde, durante una comida con Don Jueves Lardero, recibe una carta de Doña Cuaresma, remitida a todos los arçiprestes e clérigos sin amor, en la que se ordena divulgar un cartel de desafío con Don Carnal. La misiva le suministra el motivo para narrar de forma alegórica y paródica la pelea entre Don Carnal y Doña Cuaresma, que confirma el universal sentimiento de pesar con que es acogida la llegada del tiempo de Cuaresma. Después de distintas peripecias y del enfrentamiento directo de sus respectivos ejércitos de carnes y de verduras y pescados, Don Carnal queda dueño del campo y Doña Cuaresma se retira a Jerusalén. Concurriendo el triunfo de Don Carnal con la llegada de la Pascua y el esplendor de los días abrileños, se produce el recibimiento triunfante de Don Amor, acompañado de Don Carnal. Clérigos de todas las órdenes, seglares de todas las clases sociales, y el propio Arcipreste, quien le ofrece su casa como hospedaje, se disputan la compañía de Don Amor, el cual prefiere plantar su tienda, maravillosamente adornada con una alegoría de los doce meses del año, en un prado de la villa. Al día siguiente, y después de poner al corriente al protagonista de sus correrías por España, don Amor abandona el lugar. [estrs. 1067-1314] Una semana más tarde, el Arcipreste, deseoso de nuevas aventuras amorosas, acude a Trotaconventos para que le ayude a conquistar a una joven viuda, que lo rehúsa [estrs. 1315-1331]. Lejos de desanimarse, se prenda, el día de San Marcos, de una dueña fermosa, muy devota a quien divisa en la iglesia, pero tampoco logra sus pretensiones [estrs. 1321-1331]. Por consejo de la alcahueta, decide enamorar a una monja, doña Garoza, contra la que se estrellan todas las artimañas de la vieja, ya que a pesar de entrevistarse con el galán el trato quedará reducido a un limpio amor, pronto truncado, además, por la muerte de la monja [estrs. 1332-1507]. Como tampoco consigue ni siquiera dialogar con una mora, que despide a la vieja con cajas destempladas [estrs. 1508-1512], sólo le queda el consuelo de componer unos cantares [estrs. 1513-1517]. A su profunda angustia se le une la que le depara la repentina muerte de Trotaconventos, que provoca un sentido planto y un piadoso epitafio [estrs. 1518-1578]. El fallecimiento de la intermediaria le viene como anillo al dedo para hacer una reflexión moral sobre los siete pecados capitales y los tres enemigos del alma: mundo, demonio y carne, así como las armas que debe usar el cristiano para combatirlas [estrs. 1579-1605]. Puesto que quiere poner punto final al sermón que se alarga, enuncia la importancia de la brevedad, idea que, aplicada irónicamente a las mujeres, le permite presentar una deliciosa enumeración de las propiedades que las dueñas chicas han [estrs. 1606-1617]. Pero ni la desaparición de Trotaconventos ni el temor de ofender a Dios son obstáculos para interrumpir los proyectos eróticos del protagonista, quien, renovada la primavera, tienta fortuna, una vez más, por medio de don Furón, un apostado doncel que tiene todos los defectos posibles y que le espanta la pieza [estrs. 1618-1625]. De modo imprevisto, el relato amoroso se corta, y el autor, a manera de epílogo, añade unos versos en los que, con consideraciones similares a las contenidas en el prólogo en prosa, remacha el sentido que se le ha de dar al libro, lo data y lo entrega al público para que lo lea o escuche, y si bien trovar sopiere, puede más y añedir e enmendar si quisiere. Su deseo es que se difunda lo más posible: ande de mano en mano a quienquier que l pidiere [estrs. 1626-1634]. Sin nexo directo con el resto de la obra, se copia todavía una serie de poemas [estrs. 1635-1728], de contenido religioso y profano, entre los que se inserta la Cantiga de los clérigos de Talavera adaptación de un texto latino mucho más antiguo, la Consultatio sacerdotorum, en la que los clérigos de esa villa se quejan con dolida amargura de su obispo, que les ha ordenado que abandonen a sus concubinas.