Sacsayhuaman

SACSAYHUAMAN

Una historia real

Cusco, mediados de febrero.  Epoca de lluvias, de frío... Karla miró al cielo.  Las nubes estaban cargadas, iba a llover, eso era seguro.  El frío era intenso, pero eso no la detuvo.  Se puso su casaca blanca impermeable con capucha, metió los zapatos en su mochila roja con flores (sólo por si acaso, no tenía la menor intención de ponérselos) y remangó bien la basta de sus jeans.  En casa nunca usaba zapatos.  Jamás.  Hiciera frío o calor, ella siempre estaba descalza.  Y ahora, una vez más, saldría a la calle así, con los pies libres.

Las pistas y veredas estaban mojadas.  Los charcos de agua helada y las piedras le daban la bienvenida a sus pies desnudos.  Le gustó la sensación.  Le tomó unos quince minutos llegar a la calle Ruinas.  Luego subió toda la cuesta de la calle Choquechaca y continuó el ascenso, por las calles empedradas, heladas.  Los pies no le dolían, años de bailar marinera y otras danzas folklóricas ya los habían hecho fuertes, pero el reto mayor aún estaba por comenzar.

Y en eso, se cayó el cielo.  La lluvia empezó, gotas enormes de agua empezaron a caer. 

-Ya estoy aquí, ni modo que dé marcha atrás...

Se dijo a sí misma.  Subió la capucha y siguió caminando. No le importó la lluvia, el frío, las piedras... ya estaba caminando y sus pies no sentían dolor.  Lo único que quería era encontrar texturas, sentir el barro, pisar el cascajo...desafiar a las plantas de sus pies, ponerles retos duros que las hicieran más fuertes y que le permitieran entrenar su mente, dominarla, para poder convertir el dolor de las plantas de sus pies en placer.

Concentrada en sus pensamientos llegó a la explanada de Sacsayhuamán.  "Debo encontrar cascajo" se dijo a sí misma, y empezó el ascenso hasta el Cristo Blanco.  Sus pies desnudos experimentaban más y más texturas...piedras...ramas...barro... Finalmente lo encontró.  Un morrito de cascajo, de piedras filosas recibieron sus pies.  Un señor que la observaba finalmente se animó a preguntarle

-Señorita, ¿no le hace frío?

-No señor. No tengo frío, no siento frío.  Yo bailo marinera, y me encanta andar sin zapatos

El caballero de la guitarra sonrió, "chaska Ñawi niñucha " dijo en Quechua y empezó a tocar, y ella a bailar, a marcar el paso al son de la melodía.

-Señorita...¿una fotito?

-¡Claro señor!

Y ese momento especial quedó inmortalizado en una imagen.  El señor con su guitarra, su poncho y su chullo de colores, y Karla feliz, sonriente, mostrando las plantas de sus pies a la cámara... Sus pies eran hermosos, bien torneados, de arcos pronunciados.  Sus plantas duras, ásperas, fuertes, realzaban su silueta con el polvo que las cubría.

" Sacsayhuamampi pucui pucuiccha, de esto te acordarás,  de esto te acordarás, mañana cuando te vayas de esto te acordarás" decía la canción que el gentil caballero le dedicó al despedirse.

Ya había transcurrido una hora y media desde que había salido de casa, descalza.  Era hora de volver.  Sus pies descalzos y bonitos la llevaron hasta la plaza de San Cristóbal, la piedra se sentía bien bajo las plantas de sus pies.  Allí se puso a zapatear, para entrenarlas, para fortalecerlas aún más.  Luego bajó por la pista de Sapi hasta llegar a la calle Suecia...todo el camino era de piedra, pero ella no sentía dolor en sus pies.

En eso llegó a la plaza, y recordó las tobilleras.  Quería  comprar o mandarse a hacer unas anchas, de cuero al natural, como esas que usaban las esclavas en las películas antiguas.  Las esclavas no usaban zapatos, pensó, y ella tampoco.  Sonrió.  Sí, una esclava...es lo que era, una esclava descalza, una esclava de la Marinera Norteña.  Le gustaba serlo.  Se había entregado a la marinera en cuerpo y alma, era su pasión, era su dueña, era su vida, era lo que más le gustaba en la vida.  La marinera la llenaba, por eso sentía la necesidad de bailar y de tener los pies tocando la tierra, el suelo...  En la plaza vio a un artesano hippy.  Conversaron.  Las tobilleras que vio allí no le gustaron, y no habían de cuero.  Acordaron que para el sábado él le tendría listos tres pares, para que ella escogiera.  En eso vio una tobillerita trenzada, delgada, se la compró y él mismo se la ató alrededor del tobillo.  Se despidieron y Karla continuó caminando rumbo a casa.

Se cruzó con varias personas.  La mayoría ni notaron que llevaba los pies desnudos, o si se dieron cuenta, no les importó.  "La gente camina dormida" pensó...."¡Despierten, están vivos!"  En lo que bajaba por la zona más agreste escuchó una interjección, una palabrota

"¡M.....! Yo súper abrigada y esta chica sin zapatos, ¿viste? ¡En tremendo frío y en las piedras!"

Karla sonrió.  Le causó gracia.  Sí, era cierto... hacía frío, mucho frío.  Había llovido a cántaros.  El suelo estaba lleno de piedras, de cascajo, y ella, feliz, en jeans, abrigadita, y descalza.  No sentía dolor.  Le gustaba...lo disfrutaba.  De algún modo ella tenía el don de convertir el dolor de las plantas de sus pies en placer, en gozo.  Le gustaba ponerle desafíos cada vez más duros a sus pies.  Mientras caminaba los miró.  Eran bonitos.  Siempre le habían gustado sus pies.  Le eran fieles.  Aguantaban siempre todos los desafíos que desde pequeña ella les ponía.  Le gustaba examinar las plantas de sus piecitos por la noche, le alegraba verlas y acariciarlas, sentirlas cada vez más duras, más ásperas.  Los ensayos constantes, los zapateos, los caballitos, el punta y taco habían torneado sus pantorrillas y sus pies, los habían esculpido y les habían dado arcos fuertes y pronunciados, y plantas que cada vez se asemejaban más al cuero.  Sí, eso es lo que quería, lo que siempre había querido, convertir las plantas de sus pies en cuero, volverlas gruesas, duras y flexibles a la vez, sentir sus arcos suaves, tiernos y delicados, como el último recuerdo de cómo fueron alguna vez esas plantas hermosas.

El sábado iría a ver nuevamente las tobilleras.  Miró la tobillera de cuero trenzado que llevaba en el pie derecho.  Era bonita.  El hippy mismo se la había puesto, y al hacerlo había pasado su mano tosca por la planta de su pie, igual de tosca

-Tienes bonitos pies ¿por qué vas descalza?

-¡Ah!  Es que yo bailo marinera.  No merezco usar zapatos... mis pies no merecen protección.  Me encanta caminar descalza.  Lo necesito.

-De razón.  La planta de tu pie está bien dura y áspera, se siente bien.  La tobillera te queda bonita, ¿ves?  Tus pies son bonitos, y los adorna aún más.   Para el sábado te traeré tres pares, ya verás.  Las haré pensando en tus pies

Ella sonrió.  Le gustó cuando el hippy le había amarrado la tobillera y le había tocado la planta del pie.  Le gustó que le dijera que tenía bonitos pies, y que pensaría en ellos mientras le hacía las tobilleras.  Era cierto, tenía bonitos pies, ya se lo habían dicho antes, y le gustaba que se lo recordaran.  Era un tipo todo despeinado "Un chascoso.  Le prestaría mi peine pero ni así se desenredaría el pelo ¡Parece un nido!" recordó, sonriendo otra vez.  "Nos tomaremos una foto juntos el sábado" pensó, "Y le pediré que me tome fotos luciendo mis tobilleras nuevas, y fotos de cerca de las plantas de mis pies"

Continuó su camino.  Quería desaparecer de la ciudad. La ahogaba tanto cemento, quería vivir en el campo, con sus hijas.  Sentir el barro, el cascajo, el pasto bajo sus pies desnudos.  Vivir siempre descalza, jamás tener que volver a ponerse zapatos, absorber la energía de la tierra a través de sus pies, sentirse libre, hacerse una con la naturaleza.  Haría el Camino Inca sin zapatos.  Iría a Ollantaytambo sin zapatos.  Viajaría descalza.  Sí, lo haría.  Lo había decidido.

Karla bailaba marinera, respiraba marinera, vivía marinera.  Y era barefooter.  Era el complemento perfecto.  Amaba la marinera y por eso le encantaba caminar sin zapatos para fortalecer sus pies... y le encantaba caminar descalza y por eso amaba la marinera.  Sabía que algunas otras chicas, otras bailarinas de marinera, las más valientes y atrevidas, también salían descalzas para endurecer sus pies, y porque lo disfrutaban.  Era lógico, caminar sin zapatos era casi como seguir bailando, en silencio, al ritmo de su música interior.  Más chicas deberían saberlo.  Todas las bailarinas de marinera norteña del mundo tenían que saberlo, que salir sin zapatos se sentía bien, que era la mejor forma de entrenar sus pies, y que cuando la gente preguntara simplemente responderían "Es que yo bailo marinera".  La gente a veces la miraba, miraba sus pies, sin decir nada...¿y qué? A ella no le importaba, no le daba vergüenza...eran sus pies, eran hermosos, ella lucía aún más linda descalza, y lo sabía muy bien.   Era su vida, y quería vivirla con los pies libres, quería y merecía ser feliz. Ya lo era, y lo sería aún más.  Se lo merecía.

FIN

Para Karla, una apasionada bailarina de marinera norteña, que va descalza por la vida.

Febrero de 2016.