Micaela

MICAELA

La marinera norteña no era solo su pasión, era su vida misma.  Llevaba bailándola, disfrutándola desde que tenía uso de razón.  La llevaba en la sangre.  La gente se emocionaba al verla salir y bailar en las plazas de toros, descalza sobre la arena gruesa, caliente, que parecía hormigón, desafiando y coqueteando atrevida al elegante chalán que dominaba el caballo de paso como si fuesen un único ser, como si de un mítico centauro se tratara.  La arena pedregosa y caliente se empeñaba en vencerla, en quemarle las plantas de los pies... pero ella jamás se rendía, al contrario... sentir la arena caliente le daba fuerzas, ímpetu, valor... era la magia de la marinera actuando en ella como había actuado y actuaba en cientos de bailarinas a lo largo y ancho del país.

Ya iba en octavo ciclo de administración en la universidad.  Así como era talentosa en el baile también era buena en los estudios.  Alumna aplicada y responsable, siempre entregaba los trabajos a tiempo, y sus notas la mantenían en el quinto superior.  Además hacía un año atrás había empezado una nueva aventura:  su propia academia de marinera norteña, y todos los conocimientos que aprendía en la universidad le servían para manejar mejor la academia.

Cuando no estaba estudiando estaba enseñando marinera norteña a jovencitas ansiosas por aprender.  Tenía clara su labor:  no era formar campeonas, sino emabajadoras del folklore, destinadas a preservar la marinera.  En su academia no se enseñaban figuras artificiosas ni pasos rebuscados, no se incentivaba a las chicas a hacer muecas ni a abrir la boca enorme fingiendo que gozaban con la marinera.  Se las motivaba a expresarse de manera auténtica, a disfrutar del baile, a coquetear con gracias y femineidad.  Pero también era exigente. La marinera norteña no es para cualquiera, es un baile para chicas valientes, tenaces, dispuestas a entrenar durante horas, a sacrificar salidas, paseos y fiestas para ensayar una y otra vez.  La marinera requería pasión, y eso es lo que ella exigía y entregaba a sus alumnas.  El suelo de su academia era de cemento áspero y algo irregular, y eso no era casualidad:  su función era fortalecer las plantas de los pies de las estudiantes desde el inicio.  En una presentación se enfrentarían a toda clase de suelos, algunos realmente terribles.  Pistas ásperas, muy calientes, suelos pedregosos, cascajo... una bailarina de marinera norteña debía enfrentar con los pies desnudos toda clase de superficies, no sólo gimnasios, coliseos y suelos lisos.  Eso era para concursos.   La marinera debía difundirse, cultivarse, mostrarse en presentaciones, en colegios, en eventos... y muchas veces esto se hacía al aire libre, a medio día y a pleno sol.  Ella se lo advertía constantemente a sus estudiantes, diciéndoles que debían prepararse física y mentalmente para ello, sin perder la gracia, el encanto, el garbo.  La marinera exigía talento, sí, pero sobre todo vocación, pasión, esfuerzo y tiempo, mucho tiempo.  No todas lo lograban, algunas iban pocos días, algunas semanas, y luego simplemente desaparecían. Pero tenía también alumnas que llevaban varios meses con ella, desde el principio, a quienes había visto mejorar su baile, a quienes les había entregado toda su dedicación y experiencia, su legado.

Ni bien llegaba de la universidad se ponía la ropa que usaba para enseñar y se quitaba los zapatos. Eso la hacía sentirse libre y lista para bailar.  Años de bailar en toda clase de suelos habían fortalecido sus pies, le habían curtido las plantas hasta convertírselas literalmente en cuero.  Sus pies eran bonitos, ya se lo habían dicho varias veces:  largos, esbeltos, de arcos pronunciados.  La gente se sorprendía al verle las plantas de los pies, no esperaba plantas así en unos pies tan hermosos.  La piel de sus plantas era fuerte, dura, resistente, flexible, áspera... tan solo sus arcos se mantenían suaves y tersos, eran el último recuerdo de cómo habían sido alguna vez las plantas de sus pies, años atrás, antes de entregarlas, como si de una ofrenda se tratase, al baile que tanto amaba y que tanto la apasionaba.

Estaba tan acostumbrada a estar descalza que muchas veces hasta se olvidaba de que no tenía puestos los zapatos.  En su barrio ya se habían acostumbrado a verla correr presurosa y sin zapatos cuando iba a comprar botellas de agua para sus sedientas estudiantes.  Había empezado como algo casual.  El agua se había terminado, hacía calor, los ensayos eran intensos... simplemente había atinado a decir "Chicas, un ratito, ya regreso" y había salido a comprar el agua.  Estaba tan concentrada que ni cuenta se dio de lo ardiente del suelo, de la vereda y la pista.  Era un medio día de Febrero, en pleno verano.  Estaba tan acostumbrada a bailar en pistas calientes que no se había percatado, hasta que la señora de la tienda, al entregarle las botellas de agua helada, le había dicho "Micaela ¿y tus zapatos?"  Recién en ese momento se había percatado de que estaba descalza, y sólo porque se lo habían dicho.  Se había puesto roja, colorada como un tomate de la vergüenza.  "Tranquila muchacha, ya sé que bailas marinera, y tampoco es pecado andar descalza" le había dicho la amable señora, robándole una sonrisa.  Caminó las tres cuadras de regreso a la academia, ahora sí conciente de que iba descalza y de que el suelo de verdad quemaba.  Sentía el ardor en las plantas de sus pies, pero no más que en otras ocasiones, cuando le había tocado bailar en patios calientes, en pistas rotas, en suelos de grava y cascajo.  

Fue así que se le fue haciendo hábito ir a la tienda a comprar sin zapatos, al punto que a sus vecinos ya no les llamaba la atención.  Caminar descalza en la calle se sentía un poco como seguir bailando.  Sentía los pies libres de ataduras, se sentía ligera.  También se sentía algo atrevida, rebelde, como si estuviese haciendo algo prohibido, como si estuviese desafiando el status quo, las convenciones sociales.  Sí, era algo rebelde, eso era cierto.  En clases participaba siempre, levantando la mano y sustentando su punto de vista.  Caminar sin zapatos era algo así, era como sustentar su punto de vista, su posición, como gritarle al mundo que ella bailaba marinera y que no le importaba que la viesen sin zapatos.  Y, claro,  si nadie se espantaba de verla bailar descalza en una plaza de toros, en la calle, en una pista, ¿Por qué tendrían que criticarla o decirle algo al verla caminar en los mismos lugares descalza?  Algunas personas se habían armado de valor y se le habían acercado en ocasiones a preguntarle qué hacía descalza, o si se encontraba bien, y ella con una sonrisa simplemente les respondía que bailaba marinera, que le gustaba caminar descalza y que así entrenaba sus pies.  Y eso había sido todo.  Una explicación sencilla, simple, lógica, que había calmado la curiosidad de la gente. Las personas quedaban satisfechas con esta simple respuesta, le devolvían la sonrisa, le decían "Muy bien, sigue así" o "¡Ah, con razón!" y eso era todo.

Y así se había armado de valor, y había empezado a salir descalza cada vez más lejos, más tiempo y a más lugares.  Ya no iba sin zapatos sólo a las tiendas de su vecindario, sino que también iba así a casa de sus amigas para hacer algún trabajo de la universidad.  También había empezado a ir descalza al supermercado, y al margen de algunas pocas miradas, nadie le había dicho nada.  Su siguiente paso había sido el centro comercial.  Había quedado con algunas amigas en ir de compras, a buscar ropa.  Ellas se habían quedado de una pieza, mudas, al verla llegar en jeans, polo blanco y sin zapatos, pero, eso sí, con algunas pulseras en los tobillos.  Y eso había sido todo, le habían hecho algunas bromas, se habían reído y luego empezaron a entrar a las tiendas a probarse ropa.  Eran sus amigas de toda la vida.  Por ratos le hacían bromas sobre lo negras que tenía las plantas de los pies, o intentaban, sin éxito, hacerla reir haciéndole cosquillas en ellas.  Más era lo que se sorprendían de lo ásperas y duras que eran las plantas de los pies de Micaela.  Y eso era todo.  Cada vez pasaba más tiempo descalza, al punto que había empezado a ir sin zapatos a sus clases en la universidad.  El código de vestir no hacía ninguna referencia al calzado, algunos profesores habían deliberado y concluido que Micaela no rompía ninguna regla al asistir descalza a las clases o al caminar sin zapatos por el campus.  Prohibírselo sería discriminarla, y no había causa real para impedirle asistir sin zapatos.  Al principio sus compañeros de clase se habían sorpendido al verla sin zapatos en las aulas, sobre todo los que desconocían su faceta de bailarina de marinera norteña, pero en dos semanas ya todo el mundo en la Universidad sabía de la "Chica descalza" como la llamaban quienes no sabían su nombre y habían dejado de sorprenderse.  Se le veía feliz y natural caminando sin zapatos por el campus, y de hecho así lucía aún más atractiva: parecía una gata al caminar, sin hacer ruido, con pasos elásticos y gráciles, como si estuviese bailando.  Y ella, como buena joven, no perdía la oportunidad de adornar sus pies: tobilleras de plata a veces, otras de colores, alguna vez un anillito discreto el el segundo dedo de cada pie, o una tobillera algo anchita de cuero...eran su forma de decirle al mundo que iba descalza porque así lo quería, porque le gustaba, porque lo disfrutaba y porque tenía todo el derecho a hacerlo.  

Fue así que empezó a donar los zapatos, medias y zapatillas que aún le quedaban para la gente más necesitada.  Guardó dos o tres pares de zapatos bonitos, por si alguna vez los necesitaba, tal vez en alguna ocasión formal... pero la verdad es que hasta ahora no había tenido que utilizarlos.  Si la ocasión lo ameritaba, pues se ponía un traje sastre o algún vestido sencillo y discreto...pero seguía descalza.  Sus pies eran bonitos, y además lucían fuertes y saludables. Los dedos de sus pies se habían separado ligeramente, y sus plantas eran ahora aún más resistentes.  Caminaba a pleno sol de medio día sobre las pistas ásperas y calientes sin demostrar ninguna incomodidad. Sí, a veces le ardían las plantas, sobre todo cuando le tocaba caminar sobre esas tapas metálicas de alcantarilla ¡Esas sí que quemaban!  Pero era sólo un momento y el ardor, aunque intenso, era soportable.  El invierno era suave, la temperatura más baja en Agosto había sido de ocho grados. Simplemente se abrigaba bien y seguía sin zapatos... el ir abrigada mantenía su sangre caliente y eso le mantenía tibios los pies.  Además había investigado en Internet, y había descubierto que en otros países habían otras chicas como ella que vivían descalzas, incluso en inviernos crudos y con nieve como en Canadá, Alemania y la mismísima Rusia.  Así había sido como Micaela había empezado su silenciosa y pacífica revolución de los pies descalzos, simplemente dejando de usar zapatos.

Su academia, por otra parte, iba cada vez mejor, con más alumnas, al punto que ya había contratado a un par de profesoras para cubrir más horarios.  Su tesis para el título sería, lógicamente, sobre cómo administrar y hacer crecer una academia de marinera, y la aplicaría ni bien se graduara: ya tenía en mente expandirse con un par de locales más.  Micaela era una chica de armas tomar, y una verdadera apasionada por la marinera norteña, al punto de vivir descalza por el baile que tanto amaba.

FIN

20181228