ANDREA
(Porque la realidad supera a la ficción, como es costumbre, esta historia está inspirada en una vivencia real)
Marzo 19. Un ardiente día de verano en Lima. La música empezó, los bailarines se acercaron, batiendo pañuelos con gracia y picardía y empezó el baile. Se movían ágiles, sin poses, sin pasos acartonados. El ritmo fluía en sus cuerpos que evolucionaban gráciles en la pista ante la mirada atenta del público que sonreía al verlos bailar.
Se acercaban y alejaban, coqueteándose. Él, tratando de conquistarla, ella, mirándolo a los ojos, sonriéndole, aceptando el cortejo para, en el último momento, hacer un quite y, riendo, alejarse con una media vuelta...para luego mirarlo y sonreirle nuevamente, coqueteándolo con los pies descalzos que aleteaban cual palomas, provocándolo.
Vueltas y más vueltas. Zapateos, cepillados y quiebres. Finalmente la conclusión, ella había cedido a su cortejo y los pañuelos se unían alegres.
El público aplaudió a rabiar. El baile había sido hermoso, genuino, auténtico.
Al terminar la música, ella bajó la mirada. Entre asustada y sorprendida vio sus huellas delicadas marcadas en sangre en la pista áspera e hirviente.
-¡Luis, estoy sangrando!
El se acercó, pensando que tal vez se habría raspado uno de los dedos de sus pies. Luego llegó su mamá a ver qué ocurría
-¡Mamá, duele!
Dijo ella mientras las lágrimas de dolor caían de sus grandes ojos. Sentía que las plantas de sus pies ardían, que se las quemaban vivas.
Y en eso ocurrió, algo que jamás pensó que sucedería, en medio del llanto, dijo
-¡Ya no quiero bailar jamás!
-¿Estás segura? Dijo Luis. Andrea sólo seguía llorando. Él secó sus lágrimas con el pañuelo que momentos antes había ondulado alegre al viento. La cargó suavemente y la llevó a un lado de la pista.
Su mamá y otras personas empezaron a limpiarle las plantas de sus pies delicados y bonitos. La brea de la pista se había adherido a la piel en carne viva, el suelo hirviente había ampollado sus plantas al bailar y lo áspero del piso le había arrancado la piel. Fue tremendamente doloroso para ella mientras le limpiaban los pies, tratando de quitarle la brea.
Lloró amargamente todo el camino a casa, en una mezcla de dolor, confusión y rabia. Era algo que no podía entender, un sentimiento que nacía en lo más hondo de su pecho. Se sentía traicionada. Sentía que la Marinera era una persona y que le había hecho daño. Sentía que alguien a quien amaba y en quien confiaba la había lastimado, le había torturado los pies.
Durante varios días no pudo ver el video del baile porque le recordaba amargamente lo vivido, el dolor, la traición. Se había quemado y desollado las plantas de los pies al bailar, casi sin sentirlo, mientras sonreía, mientras su cuerpo y su alma se dejaban llevar por la música, por el ritmo, por los movimientos de su pareja y los aplausos y el cariño del público. Casi no había sentido sus pies, el dolor había pasado a un segundo plano, se había sublimado, la adrenalina había hecho que casi ni lo sintiera.
Pero ahora que ya no había música, ni baile, lo había sufrido...terriblemente. Había sentido cómo si le hubiesen quemado las plantas de los pies para luego arrancárselas...y eso es lo que realmente había pasado, sólo que, de manera voluntaria, quizás inconciente, ella había entregado sus pies en sacrificio, cual ofrenda, a sabiendas de que la pista estaba tremendamente caliente... es que la marinera se baila descalza, se decía, no se pueden usar ballerinas, se ve horrible, desmerece la danza y es incómodo, no deja bailar, se repetía... Había sido una ordalía cruel, pero había sobrevivido.
Ya habían pasado un par de días. Se había reconciliado con la marinera, ya no se sentía traicionada. Sentía en cambio una tristeza profunda al no poder ir a ensayar por las noches, sus pobres piecitos lastimados se lo impedían. Sentía que le faltaba algo, parte de su vida. Estaba muy triste al saber que no ensayaría por varias semanas, hasta sanar por completo. Se moría por bailar de nuevo, así era la pasión que sentía por su marinera norteña.
El tiempo cura todas las heridas, hasta las de los males de amor, dicen. Y así fue. Pasaron las semanas, la piel de sus pies ya había sanado. Las heridas de su corazón también. Empezó el ensayo. Sus pies descalzos acariciaron el suelo de parquet, la música empezó, enarboló su pañuelo blanco y empezó a bailar otra vez.
Hay una relación elaborada por los apasionados de la Marinera Norteña que se extiende cual reguero de pólvora en las redes sociales, a la que han denominado "Los Diez Mandamientos de la Marinera Norteña"
Dice el Décimo Mandamiento:
"Siempre bailarás descalza, jamás bailarás con ballerinas, zapatillas, zapatos o esparadrapo en los pies"
Andrea lo había cumplido. Le había costado, literalmente, sangre y dolor. Y lo seguiría cumpliendo, religiosamente, una y otra vez.
La marinera es pasión. Es vida. Es coraje. Hay mucho valor en una muchacha que, al ritmo de la música, mueve el pañuelo, ondea su falda y sonríe mientras las plantas de sus pies desnudos, las más de las veces duras, ásperas y curtidas de tanto bailar, se fríen en el pavimento hirviente de un medio día de verano. Apláudele con fuerza, reconoce su sacrificio, porque lo hace con amor.
FIN