Picante como el cebiche

PICANTE COMO EL CEBICHE

Suspiró hondo, emocionada. Sabía lo que le esperaba.  El sol de medio día de verano calentaba la pista de cemento áspero sin misericordia. Sonrió.  Lo deseaba.

Posó el pie desnudo sobre el pavimento, que le dió la bienvenida, abrasando sus plantas indefensas.  Sonrió, mientras caminaba lentamente hasta el centro de la plaza, en donde se encontró con su pareja, elegantemente vestida de blanco, con zapatos de negro charol y sombrero de ala ancha.  El representaba al hacendado, ella a la campesina. 

Los tambores redoblaron y las trompetas iniciaron los acordes de su marinera favorita.  El corazón le palpitaba rápidamente, al ritmo de la música, mientras empezó a bailar.  Sentía cómo el suelo le quemaba las plantas de los pies.  El dolor viajaba en oleadas por sus piernas y su espina dorsal, hasta llegar a su cerebro.  Pero a ella sólo le importaba bailar.  La emocionaba y enorgullecía el poder hacer lo que otras chicas jamás se atreverían.  Saber que sus pies, delgados, de arcos pronunciados, bonitos, esbeltos y elegantes, eran capaces de soportar esto y más, mucho más. 

Bailar descalza en una superficie hirviente, torturar voluntariamente las plantas de sus pies era como comer un cebiche con mucho ají, muy picante...ardía, dolía, la hacía acalorarse y sudar... pero era rico, sabroso...el picante acrecentaba el sabor del plato de bandera peruano, así como el suelo abrasador incrementaba la gracia del baile nacional, la marinera. 

El público aplaudía y la miraba emocionado.  Era conciente de su sacrificio, de lo horiblemente caliente que estaba el suelo.  Mientras ella bailaba una muchacha se agachó para posar brevemente la palma de su mano en la pista.  La retiró inmediatamente con un gesto de dolor, al sentir lo hirviente del suelo.  Por un momento las miradas de ambas muchachas se cruzaron.  La de la chica del público, incrédula, sorprendida, temerosa incluso.  La de ella, pícara. Le guiñó el ojo y le sonrió.

La música continuaba, mientras el ritual de cortejo se repetía, como se había hecho miles de veces durante décadas. El chalán la invitaba, la coqueteaba...ella lo seguía revoleando las faldas y el pañuelo, moviendo los pies cual palomas, para, en el último momento, con un quiebre y una sonrisa, escapársele...una y otra vez... hasta que, finalmente, cedió.  El sombrero cubrió los rostros de ambos mientras sus labios se unían en un breve beso.  La música había terminado y fue reemplazada por una andanada de aplausos.

Lentamente, tal como llegó, se retiró de la plaza, saboreando el dolor de sus plantas abrasadas que el suelo se empeñaba en quemar.  Sonreía.  Así era la marinera, que mostraba cómo una dama de apariencia delicada, descalza, indefensa, era capaz de desafiar los peores suelos.

La muchacha del público se le acercó.

-¿Cómo lo haces, puedo ver?

Sin decirle nada, sonriendo, levantó uno de sus pies para mostrarle la planta.

La muchacha la miró embelesada

-¿No te duele?

-Bastante, pero ya estoy acostumbrada.  Al principio se ampollaban, pero ya no. Y me gusta, porque así bailo mejor.

La chica del público tocó la planta de su pie.  Sintió la piel dura, áspera, caliente.  Sólo los arcos conservaban la suavidad y tersura.  El polvo había ennegrecido la planta, realzando su silueta, sus curvas.  Era hermosa realmente.  Esos pies delgados, esbeltos, de arcos pronunciados y plantas curtidas, pies de bailarina, tenían una belleza especial.

-Ojalá algún día pueda bailar como tú.

-Si lo deseas, lo harás, y aún mejor.

La chica sonrió y ambas muchachas se despidieron.  Se retiró al camerino en donde se quitó el vestido de marinera y lo guardó con cuidado en su maletín deportivo.  Se puso el short de jean y un polo blanco.  Se despidió de su pareja y se fue caminando hacia el paradero para volver a su casa, descalza, como siempre...

Hacía ya dos años que había dejado de usar zapatos.  No los necesitaba ni los quería.  Su vida era la marinera: enseñar en su academia particular, las presentaciones y los concursos le daban más que suficiente para vivir, haciendo lo que disfrutaba, y le permitían vivir descalza, como a ella le gustaba.  Su familia, aunque a regañadientes, lo había aceptado.  A sus amigos les había causado gracia, una vez pasada la sorpresa inicial.  Hasta le decían, medio en broma y medio en serio, que era masoquista, que disfrutaba del dolor y de castigarse los pies.  No entendían lo que era la marinera, no eran capaces de comprender que el sufrimiento de las plantas de sus pies era necesario y deseable para poder bailar y expresar su pasión. La gente en la calle la miraba, observando atenta sus pies desnudos, a veces incluso con una mirada de desaprobación.  Pero a ella no le interesaba.  Era una barefooter, una de las pocas chicas en el Perú que, voluntariamente, habían decidido prescindir del calzado para vivir libres y felices con los pies descalzos.

Llegó a su casa, revisó sus mensajes en el Facebook y en su correo electrónico, tomó una ducha, se puso el pijama y se tendió en la cama, revisó las plantas de sus pies, y luego se quedó dormida viendo la televisión.  Mañana sería otro día, un día más de marinera, picante como el cebiche.