En cuarentena

EN CUARENTENA

Ya habían pasado más de 60 días, más de dos meses.  Era difícil permanecer en casa, salir sólo por momentos a hacer las compras, pero había que cuidarse, había que seguir las normas por el bien de todos.  Este virus había sometido a todo el mundo y había encerrado a todos en sus casas.

Llevaba más de 60 días sin ponerse nada en los pies, completamente descalza. Y no extrañaba los zapatos para nada, en absoluto.  Pensaba, más bien, que cuando todo esto terminara le costaría mucho volver a usarlos.  Miró sus pies de bailarina.  Eran esbeltos, fuertes y bien formados.  Sus arcos eran pronunciados. Sus dedos eran largos y algo separados. Se sentía bien descalza, se sentía cómoda, se sentía feliz. Tocó sus plantas, y le gustó cómo se sentían:  firmes, duras, ligeramente encallecidas y ásperas.  La marinera norteña era su pasión. Todos los días, sin falta, al medio día, subía a la azotea del edificio a ensayar.  Se cruzaba con las vecinas que subían a tender la ropa y la saludaban alegremente.

-¿Sigues descalza muchacha?

-Sí señora, desde el primer día

-¿Y no te duelen los pies?

-Yo bailo marinera norteña, ya estoy acostumbrada

Y sonreía. Sí, por la marinera, sus pies se habían fortalecido, ya estaba acostumbrada a soportar de todo:  desde pistas ásperas y extremadamente calientes hasta arena gruesa y cascajo.  Bailar sin zapatos era algo que le encantaba de la marinera norteña, esa sensación de libertad en los pies, de sentirse indefensa al saber que el piso caliente le quemaría las plantas de los pies, pero fuerte y poderosa, sabiendo que siempre vencía, que sus plantas duras y fuertes ya no se ampollaban ni lastimaban.  No era tampoco de fierro, el calor intenso del suelo le enrojecía las plantas de los pies, se las quemaba, le dolía... era como si bailase descalza sobre brasas ardientes...pero en una forma que no era capaz de explicar del todo, eso le gustaba...sentir el ardor, el dolor en las plantas de sus pies le daba fuerzas, la llenaba de energía, de vida, la hacía bailar mejor, como si sus pies desnudos volaran en el suelo, sonriendo mientras se quemaba los pies.  Y por eso subía a ensayar al medio día, cuando el sol, que aún brillaba con fuerza, estaba en todo su esplendor y calentaba inclemente el piso de cemento sin acabar, áspero como lija gruesa.  Ella se ponía los audífonos para no molestar a nadie y empezaba a bailar, una y otra vez, corrigiendo sus pasos, sintiendo el calor intenso del suelo ardiente que le quemaba los pies, transformando el dolor en marinera, en pasión, en baile.

Llevaba más de dos meses ya viviendo descalza, más de 60 días sin ponerse nada en los pies.  Y no solo en casa:  cuando salía de compras, al mercado o al supermercado, lo hacía descalza también.  Eso sí, los guantes y la mascarilla eran infaltables, pero caminaba durante varias cuadras para llegar al supermercado más cercano, en donde dedicaba una hora a comprar todo lo que necesitaban en casa.  Le gustaba sentir el suelo frío y liso de los pasillos y ver sus plantas ennegrecidas por el polvo, lo que hacía destacar aún más sus arcos blancos y pronunciados. También le encantaba sentir bajo sus pies el cemento roto y el cascajo cuando iba a comprar al mercado cercano a casa.  Al principio algunas de sus caseras se sorprendían al verla sin zapatos y le preguntaban si no le dolía, si no le quemaba.  Incluso le pedían ver las plantas de sus pies, y ella feliz se las mostraba.  Las buenas señoras quedaban admiradas de ver cómo unos pies tan bonitos, tan finitos como ellas decían, podían tener plantas tan fuertes.  "¡Parecen de cuero hija!"  le había dicho una de sus caseras, y ella había sonreído, orgullosa.  Sí, las plantas de sus pies ya eran de cuero, y le gustaba tenerlas así.

La última marinera había terminado. El fin de la música la sacó de sus pensamientos, de sus recuerdos.  Llevaba ya una hora bailando en el techo.  Miró sus plantas, lucían rojísimas y le ardían, pero no tenían ni una sola ampolla. Le gustaba sentir ese ardor, ese dolorcito era como el picante el el cebiche, ese ardor en sus pies le encantaba y le daba más ganas de bailar.  "Debo de estar loca" pensó, "¡Me gusta quemarme los pies!".  Sonrió, mientras recordaba la cara del chico que le gustaba, el chalán con el que bailaba seguido, luego de la última presentación que habían tenido en febrero. Había sido al medio día, en una pista destrozada, llena de piedras y que quemaba tremendamente. El calor del suelo era tan intenso que hasta el muchacho lo había sentido a través de las gruesas suelas de sus zapatos. Al terminar la actuación, luego de casi 20 minutos bailando sin parar, el chico, al ver las plantas de ella completamente enrojecidas, le había preguntado  "¿Acaso no te duele?" antes de entrar a los camerinos, y ella sólo le había sonreído, coqueta.  Al terminar de cambiarse, cuando ella ya tenía puesto el polo blanco y los shorts de jeans, al encontrarse afuera de los vestuarios, él notó que ella aún llevaba los pies desnudos. "¿Cómo, y tus zapatos?" le había preguntado él, a lo que ella simplemente le había respondido "Me gusta andar descalza".  Caminaron varias cuadras hasta el paradero.  La vereda y la pista seguían tremendamente calientes y le seguían quemando los pies, pero ella no decía nada, sólo disfrutaba sintiendo el ardor y sonreía mientras conversaban de otras cosas.  Al cabo de un rato, cuando ella subió al bus que la llevaría a casa, descalza, le había gritado a él desde la ventana "¡Es que me gusta quemarme los pies!", mientras reía al ver la cara de sorpresa de él. ¡Había sido épico!

Ya era hora de bajar a casa, de seguir con el teletrabajo avanzando las cosas de la oficina en donde practicaba desde el año pasado y de retomar sus clases virtuales en la universidad.  Bajó la escalera.  Sus pasos no hacían ruido, era ágil como una gata.  Prendió su laptop y empezó a trabajar en algunos reportes que debía entregar hoy, mientras esperaba a que comenzara su siguiente clase virtual de la universidad.  El Zoom era una maravilla y felizmente ya era su último ciclo y sus profesores habían logrado organizarse para poder dictar las clases, haciendo su mejor esfuerzo y gala de creatividad.  Le costaría volver a calzarse cuando todo terminase...¿debía hacerlo? ¿No podría seguir siendo libre y feliz descalza? ¿Ponerse zapatos únicamente cuando de verdad fuese indispensable, inevitable?  Cerró los ojos y se imaginó descalza en la universidad, en clases, de compras en el centro comercial, saliendo con amigas, yendo al cine y a pasear sin zapatos, graduándose descalza y bailando sin zapatos en su fiesta de graduación, con él de pareja.  Sí, es lo que haría, sólo se pondría zapatos cuando de verdad fuese indispensable, el resto del tiempo seguiría descalza...sería como bailar Marinera todo el tiempo, a cada paso, a cada momento.  Y en eso se acordó de él otra vez.  Entró al WhatsApp un ratito nada más y le escribió a él unas cuantas palabras, antes de seguir con su trabajo: "¡Hola!  Me acordé de tí y de nuestro último baile.  Te cuento que hace dos meses que no uso zapatos, me encanta andar descalza, sobre todo cuando salgo a la calle...y voy a seguir caminando sin zapatos en la calle cuando termine la cuarentena".  Luego de eso se arrodilló en el suelo, juntó los pies, le tomó una foto a sus plantas y se la envió, escribiendo "mis pies te mandan saludos :)"

Sonrió de la locura que acababa de hacer y siguió trabajando mientras tarareaba alegre y con el corazón latiéndole rapidito una marinera norteña. Sin que ella se diese cuenta sus pies bailaban despacito bajo la silla. Y también sin darse cuenta, un pequeño suspiro salió de sus labios.  Lo extrañaba.

FIN

20200516