El Don

EL DON

Ya estaba todo listo para la presentación.  Era un pueblo pequeño del norte que celebraba su fiesta regional, y por supuesto la marinera norteña era infaltable en la celebración.  Era medio día, a mediados de febrero, y el sol brillaba radiante sobre sus cabezas en todo su esplendor.  La pista, si es que acaso podría llamarse así, era de cascajo afirmado.

Mientras esperaba a que la banda empezara a tocar, no podía dejar de moverse algo inquieta en su sitio.  No sólo por la emoción, sino porque las piedrecitas puntiagudas, filosas y ardientes se empeñaban en abrasarle las plantas de los pies.  Quemarse los pies era como una tortura autoimpuesta a la cual ya estaba acostumbrada.  Las plantas de sus pies, a punta de ensayos y presentaciones, ya se le habían curtido.  Eran duras y ásperas, fuertes y resistentes. Realmente eran ya como cuero.  Ya no se le ampollaban ni lastimaban, pero de todos modos el calor intenso igual le causaba ardor y dolor... pero eso era parte de la marinera norteña. 

El público lo sabía muy bien.  Sabía que se estaba quemando los pies, que esta hermosa joven era valiente y que desafiaría cualquier suelo con los pies desnudos con tal de deleitarlos con una buena marinera norteña.  La música empezó. La pareja caminó lentamente hasta el centro de la plaza, en medio de vítores y aplausos.  Cada paso sobre el cascajo caliente y filoso era como un suplicio. Sentía el ardor, el dolor que le recorría la espalda, pero igual sonreía.  Amaba la marinera con pasión y estaba dispuesta a todo por ella.

La pareja revoloteaba al ritmo de la música. Era una marinera espontánea, natural, alegre y jaranera.  Se movían de manera natural, rítmica, sin los difuerzos ni exageraciones que, lamentablemente, primaban tanto ahora en los concursos y presentaciones "de academia".  Era una marinera de pueblo, de campo, auténtica, tradicional, carente de cepillados a mil por hora, sin maromas ni acrobacias, sin caminadas de rodillas ni saltitos o piruetas. Una marinera de sonrisas auténticas, no de bocas abiertas enormes que por poco y dejaban ver hasta las amígdalas, en una pose fingida de disfrute.  Era una marinera de vestidos sencillos hechos a mano, con telas simples en blanco y negro, sin satenes ni bordados importados, sin colores extranjeros. Era una marinera de cabello recogido, no de trenzas rastas. Era una marinera auténtica, campechana, más pegada a lo tradicional, de aquella que ya se venía perdiendo a causa de la "modernidad" y las coreografías que más parecían operetas.  Era una marinera de verdad, de a dos, de pareja, en la que el hombre sonreía y, galante, cortejaba intentando conquistar a la campesina esquiva que, con ojos grandes, mirada dulce y sonrisa coqueta, se le escapaba una y otra vez.

Finalmente, la campesina de los pies descalzos cayó rendida ante los intentos del chalán, del hacendado.  El amor había triunfado una vez más.  Durante todo el baile había sentido las plantas de los pies ardiéndole, quemándole, doliéndole intensamente... pero eso no la detenía, al contrario, le daba más ganas de coquetear, de sonreir, de danzar.

Y en eso ocurrió... como en un sueño, la crisálida se había transformado en mariposa.  En la última vuelta el ardor intenso de las plantas de sus pies había dejado de dolerle...y se había convertido en una sensación placentera, agradable.  Sentía las plantas de los pies como fuego, como si estuviese danzando sobre brasas ardientes...pero ahora la sensación era de placer...quemarse los pies le daba aún más ganas de bailar.  

En medio de esta sorpresa terminó el baile.  Ella y su pareja se retiraron caminando lentamente.

-¿Qué pasó?

El lo había notado, y agregó

-Casi al final parecías haber crecido, tu baile era más intenso, sentía como que me coqueteabas más, con más ganas, con más pasión...

-No lo sé, sentí algo raro

-¡Vamos, cuéntame!

-Pensarás que estoy loca... ya sabes que el piso estaba súper caliente para variar, que arde, que duele

-Sí, y eso nunca te ha detenido

-Exacto. Pero ahora fue distinto... no sólo lo soportaba, no sólo toleraba quemarme los pies....¡empezó a gustarme, empecé a disfrutarlo, a gozar!

-¿En serio?

-¡En serio!  No sé que me pasa.  Y diciéndole esto, algo preocupada, se sentó en la silla del camerino que habían improvisado para ellos y levantó los pies para mostrarle a él sus plantas.

El las miró. Debajo de la capa de polvo las plantas de ella se notaban enrojecidas, abrasadas, tostadas...Sin ampollas, sin heridas, pero de un rojo carmesí intenso, a excepción de los arcos, que se mantenían blancos y delicados.

-¡Eso te ha de doler un montón!

-¡Sí, pero me encanta!  Me siento extraña, rara...

El la miró a los ojos.  Se conocían de años.  Se habían conocido bailando marinera.  Se habían hecho amigos y luego enamorados.  La abrazó y la besó, calmándola.  Luego le dijo:

-No eres rara, no eres extraña. Tienes el Don

-¿El qué?

-El Don.  

-¿Qué es eso?

En conversaciones, algún tiempo atrás, escuché que las mejores bailarinas de marinera lo tienen.  Llega un momento en que les pasa lo que te acaba de ocurrir a tí.  El ardor, el dolor en las plantas de los pies deja de ser solo sufrimiento, y se convierte en placer.  Las buenas bailarinas tienen el don, la capacidad de convertir el dolor de las plantas de sus pies en placer, de gozar con él...y se vuelve como algo adictivo casi.

-¿Qué?

-Sí... quemarse las plantas de los pies, los suelos ásperos, calientes, pedregosos...las motiva a bailar mejor, a coquetear más, con más ganas, con más salero y sensualidad... y les resulta placentero, al punto que, adrede, buscan siempre suelos así, con piedras, cascajo, buscan bailar al medio día a pleno sol, para sentir el calor intenso del suelo, porque eso las hace sentirse más vivas...

-¡Eso es! No sabía cómo describirlo, pero hoy, casi al terminar de bailar, me sentía más viva, llena de energía, con más ganas de bailar...y con ganas de tí...

La pareja se fundió en un beso intenso de amor... Terminaron de cambiarse.  Ambos usaban jeans, él una camisa a cuadros y zapatillas, ella un polo blanco ceñido.  Guardaron su ropa en el maletín.  

Ella, sonriéndole coqueta, le dio sus zapatillas a él diciéndole:

-Guárdamelas, tengo ganas de caminar descalza hasta la casa

El la miró sorprendido.  Vio que hablaba en serio. Tomó las zapatillas de ella y las guardó en el maletín.  Ella se remangó los pantalones de jeans.  Se tomaron de la mano y salieron caminando.  El suelo seguía aún caliente, muy caliente... eran algo de quince cuadras hasta la casa.  Ella sintió cómo el piso le abrasaba las plantas de los pies y nuevamente ocurrió:  el ardor, el dolor se transformaban en placer.  Vio una tapa metálica de alcantarilla y adrede se detuvo allí.  El metal caliente quemaba aún más, tiró de la mano de él, acercó sus labios a los de su amado y se fundieron nuevamente en un beso apasionado, mientras las plantas de sus pies le ardían de un modo delicioso, como jamás había disfrutado antes.  

Era como haber despertado, como tener un sentido nuevo.  La marinera norteña había hecho su magia otra vez.

FIN

20191115