Carmen Andrea

CARMEN ANDREA

Lucía hermosa con su vestido azul, el collar y los aretes de plata.  Miró al público que la esperaba. Miró a su chalán. Ambos sonrieron.  Miró al cielo. El sol estaba en lo alto.  Era medio día.  La hora perfecta para la presentación.  Generalmente las hacían a medio día, para congregar a más gente...y para que la pista queme más, para que estuviese más caliente.  Ella lo sabía bien.  Miró sus pies.  Eran bonitos, bien formados, armononiosos.  Levantó un pie para mirar su planta encallecida, curtida, dura y áspera. Le gustaba tener las plantas de los pies así, fuertes como el cuero, para poder bailar en los peores suelos que le tocaran.  Miró la pista, llena de cascajo, piedras pequeñas y puntiagudas.  La sintió bajo sus plantas desnudas.  Quemaba.  Las plantas le ardían, y mucho.  Le dolía.  Pero lo soportaba estoica, lo disfrutaba, eso la motivaba a bailar mejor. 

Al público le encantaba eso, ver a una hermosa bailarina de marinera danzar con los pies desnudos sobre el suelo agreste y ardiente, verla sonreir mientras se quemaba las plantas de los pies, como si fuese un sacrificio, algo sagrado.  La música empezó, la pareja se acercó lentamente al centro.  Ella sintió el suelo abrasador.  Saboreó cada paso. Era como caminar sobre carbones encendidos, sobre brasas ardientes.  No le importó, al contrario, sentir el dolor en sus plantas la motivaba a bailar mejor, le daba fuerzas, ánimos.  Era como una gladiadora saliendo a la lucha.  La música empezó y con ella se dio inicio al cortejo eterno que es la marinera norteña.  El chalán se le acercaba, ella se escapaba, coqueta, zapateando con fuerza en el suelo áspero.  El público miraba asombrado como esta hermosa joven de pies desnudos desafiaba la pista ardiente con una sonrisa.  Los pañuelos danzaban un baile propio en el aire, la gente aplaudía al ver la picardía de la pareja.  Finalmente la música terminó, la pareja se unió en un beso y el público estalló en aplausos.

La pareja se retiró hacia los vestuarios

-¡Uf, qué calor!  dijo él

-Dímelo a mí

-¡Cierto! El piso quemaba, hasta yo lo sentía a través de las suelas ¡pobres tus pies!

-Ya estoy acostumbrada, lo sabes... me gusta...

Y diciendo esto ella se sentó en una banca y puso los pies sobre las rodillas de él.  El chalán procedió a masajearlos, a aliviar el cansancio y el dolor de aquellos hermosos pies, torturados una y otra vez por amor a la marinera norteña.  Sus manos sintieron la textura de sus plantas gruesas, duras y ásperas.  Tenía pies hermosos, sus plantas eran bellas también, con esa belleza especial que tienen los pies de una bailarina de marinera de verdad.  Ella disfrutaba el masaje y las caricias en sus pies tanto como disfrutaba sentir la pista ardiente abrasándole las plantas.

-¡Gracias!  Tú sí sabes cómo aliviar los pies de una dama, le dijo ella sonriendo, mientras retiraba sus bonitos pies.

Cada uno por su lado se fueron a las duchas, necesitaban un buen baño, el calor era intenso y más aún luego de bailar.  Al rato salieron, ya con su ropa normal.  Ella seguía descalza.  Así, sin zapatos, se sentía libre.  Salieron del vestuario y enrumbaron hacia el paradero.  La pista seguía quemándole las plantas de los pies, y ella empezó a tararear su marinera favorita.

FIN

20180330

(Para Carmen Andrea Salas, a pedido y por encargo de Rondan Katiuska)