La Academia - Segunda Parte

LA ACADEMIA - SEGUNDA PARTE

¡Rapunzel! ¡Raaapunzeeel!

Los niños gritaban y gritaban... en eso se oyó una voz detrás del escenario.

-¿Alguien me llama?

-¡Raaapunzeeel!

-¿Escuchas algo Pascal?

-¡Raaapunzeeel!

-¡Sí, me llaman!  ¡Vamos Pascal!

Y acto seguido Rapunzel apareció en escena, con un camaleón de peluche en el hombro.  Los niños gritaban llenos de júbilo.  El traje, una larga peluca rubia y la alegría de la animadora habían hecho la magia una vez más.  

Adriana disfrutaba de su faceta de animadora tanto como de bailar marinera. Nunca estaba quieta: daba clases en su propia academia, animaba fiestas infantiles y eventos, preparaba tortas a pedido y aún así tenía tiempo para compartirlo feliz con Roberto, su enamorado, a quien incluso ayudaba cuando podía en la bodega que él tenía a algunas cuadras de su academia.

Adriana no usaba zapatos.  Vivía descalza.  Hacía ya cuatro años, recién cumplidos los 18, cuando había dejado de usarlos.  Su natal Trujillo, cuna de la Marinera Norteña, seguía siendo de cierto modo una ciudad señorial, conservadora.  La decisión no había sido fácil, no tanto por el hecho de caminar sin zapatos por todos lados, por las veredas y pistas calientes en verano, ir descalza de compras al mercado, a clases y a todas partes... Lo más difícil había sido realmente la presión social.  No tanto de sus amigos, a quienes no les tomó mucho tiempo acostumbrarse al hecho de que  Adriana "La Excéntrica" fuese sin zapatos a las reuniones, a las salidas a comer, al cine, de compras, al instituto... sino a su familia.  Sus padres más o menos que lo aceptaban, pero a los tíos y abuelos no les gustaba en absoluto la idea de que Adriana simplemente no tuviera zapatos.  "Pareces indigente"  "Van a creer que estás loca"  "La gente pensará que eres drogadicta ¡Jesús!" "Te vas a lastimar los pies" le decían, una y otra vez.  Y la verdad es que aparte de algunas miradas, la gente en la calle nunca le decía nada.  Y sobre lastimarse los pies... bueno. Años de bailar marinera norteña habían convertido las plantas de sus pies en cuero.  Sus plantas eran fuertes, gruesas, flexibles.  Y soportaban de todo. Adriana había bailado incontables veces al medio día y a pleno sol en pistas ásperas y calientes, en terrenos de cascajo, en pisos de cemento roto.  Sí, a veces dolía, sobre todo cuando el suelo quemaba demasiado.  Las plantas de sus pies se ponían muy, muy rojas, el dolor, el ardor eran intensos... pero no se ampollaban ni nada.  Esos pies esbeltos, ágiles, delgados y de arcos pronunciados, delicados en apariencia, eran realmente fuertes y capaces de aguantar de todo.  Y a Adriana le encantaba bailar marinera, se sentía feliz, desconectada de todo, se hacía una con el baile.  Y un buen día, cuando su sandalia se rompió y no tuvo otra idea mejor que regresar caminando descalza a casa, se dio cuenta de que le encantaba caminar sin zapatos... cada paso era un poco como seguir bailando.  Se sentía libre, se sentía feliz.  Las plantas de sus pies, a pesar de lo fuertes que eran, no habían perdido la sensibilidad.  Experimentaba a través de ellas la textura y la temperatura del suelo, de las piedras, del pasto...era como si un nuevo sentido hubiese despertado en ella y llenara su cerebro de sensaciones y emociones. Y fue allí que lo decidio:  caminaría descalza, se convertiría en "barefooter", como llamaban a aquellas chicas que practicaban este estilo de vida.  Ya había investigado en Internet y había descubierto que no estaba sola:  en Alemania, en Francia, en Italia, en España, en EEUU, en Australia, en Nueva Zelanda, en Sudáfrica, en Rusia... cada vez más y más chicas se sumaban a este estilo de vida, a este movimiento, a esta especie de rebelión y revolución pacífica que era enfrentar la vida descalzas... Nombres como Olga Gavva, la bailarina rusa, Cecilia, la diseñadora española, Sierra Larson, la canadiense que iba descalza hasta en la nieve, se le habían hecho ya familiares. Y sí, habían también algunas chicas peruanas que se animaban a salir descalzas a la calle...en el Cusco, en Lima, en Arequipa, en Ayacucho.  Se quedó admirada al conocer la historia de Yuditza, la bailarina ayacuchana de Marinera Norteña que para fortalecer las plantas de sus pies salía a caminar descalza a la calle y por el campo, por caminos rurales agrestes, pedregosos y calientes...¡Hasta había subido a Pikimachay sin zapatos!  Adriana se quedó boquiabierta al ver los videos de Yuditza caminando sobre vidrios rotos descalza, y no solo eso, golpeando los trozos de vidrio con los talones hasta romperlos en pedazos más pequeños, sin hacerse daño, sonriendo.  Vio como incluso sus amigos, a pedido suyo, le apagaban cigarrillos en las plantas de los pies, mientras Yuditza seguía riendo. Y lo que más la sorprendió fue verla subirse sin zapatos a una cama de clavos que sus amigos le habían hecho. ¡Esta chica era increíble!

Adriana pensó que ella también podía lograrlo. Y así fue que al cumplir los 18 dejó de usar zapatos. Luego de un tiempo viviendo así tomó otra decisión igual de difícil, pero de la que no se arrepentía.  Venirse a vivir a Lima.  Dejar Trujillo y los prejuicios de su familia para, con el dinero que había ahorrado dando clases de Marinera, montar su propia academia en Lima.  Y lo había logrado.  Fue duro al principio, pero consiguió un pequeño local, lo adaptó, abrió su página en Facebook y en Instagram...y las alumnas empezaron a llegar.  Adriana tenía un estilo de marinera elegante, bonito, sin exageraciones, sin disfuerzos.

Enseñaba a sus chicas a disfrutar de la marinera, a vivirla, a gozarla.  No a fingir que gozaban abriendo la boca, ni haciendo pasos forzados o fingidos, ni usando vestidos de fantasía ni peinados ni maquillajes exagerados.  Era una marinera más pegada a lo tradicional, pero sobre todo que se sentía, que se disfrutaba, que se vivía.  Eso era lo que transmitía a sus alumnas, quienes la amaban, y a quienes les admiraba el hecho de que su profe jamás usaba zapatos. 

-¿De verdad no tienes zapatos, ni un solo par?

-Ni un solo par

-¿No te quemas los pies, no te duele?

-A veces, y sí me duele, pero no me lastimo, mis pies son fuertes.

-¿Y no sientes frío?  

-No mucho. Me abrigo bien y sigo.

-¿Puedo ver las plantas de tus pies? ¿Tocarlas?

-¡Claro!  Mira

Y con una paciencia infinita Adriana se sentaba en el suelo y dejaba que sus alumnas, la mayoría universitarias y casi de su edad, le examinaran las plantas de los pies.  Las chicas se sorprendían al sentir la textura de sus plantas, algo ásperas, duras, fuertes.  La piel era suave y delicada sólo en los arcos, todo lo demás se sentía como cuero.  Trataban sin éxito de hacerle cosquillas, pero Adriana no retiraba los pies hasta que ellas ya estuviesen satisfechas y hubiesen terminado de revisarlos.

-¡Qué lindos pies tienes!  ¿Cómo haces?

-¡No uso zapatos!

Y con esta respuesta siempre terminaban riendo.  Y era cierto.  Los pies de Adriana eran hermosos. Pies estilizados, finos, delgados, largos y de dedos largos.  Elegantes y fuertes a la vez.

-¿Y es cierto que caminas en vidrios rotos?

-Sí, es cierto

-¿Y también en cama de clavos?

-Sí, también.

-¿Y que en las fiestas tus amigos apagan sus cigarrillos en las plantas de tus pies?

-Sí, a veces lo hacen por fastidiarme.

-¿Nos muestras?

-Está bien, pero al final de la clase.

Y efectivamente, luego del descanso, continuó la clase. Y al final de la clase, Adriana, con ayuda de sus alumnas, trajo una caja de madera llena de vidrios rotos, de botellas rotas.

-¡Ni se les ocurra hacer esto en casa!  dijo a sus chicas, para luego subirse a los vidrios rotos y empezar a caminar sobre ellos.  Imitando a Yuditza, empezó a romper algunos de los vidrios golpeándolos con los talones.  Las chicas se quedaron admiradas, no creían lo que veían.

Luego de limpiarse los pedazos pequeños que se habían incrustado en sus duras plantas con ayuda de una brocha, y de guardar la caja de madera con los vidrios, llegó el turno a la cama de clavos.  Se la había construído Roberto, a regañadientes, y a tanta insistencia, ruegos y súplicas de Adriana. Le había costado convencerlo y había tenido que hacer uso de todos sus encantos, pero finalmente Roberto había accedido.

La cama de clavos era un tablón cuadrado de madera gruesa de 1 metro de lado, los clavos eran de 4 pulgadas y el espacio entre ellos era de 1cm y medio. Roberto se había quedado sorprendido cuando, ni bien haberla terminado, Adriana se subió a ella.  Ver a la chica que amaba de pie, descalza, indefensa sobre una cama de clavos le daba pavor y hasta pena.  Se había quedado unos cinco minutos aquella primera vez.  Al bajar se arrodilló en el suelo y juntos vieron cómo habían quedado sus pies.  Las marcas de los clavos se notaban claramente en su piel gruesa, pero ni uno solo la había penetrado, no había ni una gota de sangre ni un arañón, sus pies habían pasado la prueba.

Las chicas colocaron con cuidado la pesada cama de clavos en el suelo, Adriana les dijo "Pongan música" y a ritmo de marinera subió sobre ella.  Las chicas ahogaron un grito al ver a su profesora sobre los clavos, pero Adriana les sonreían y las tranquilizaba "No pasa nada, no se preocupen" les decía.

Luego de unos minutos, bajó de los clavos. Las chicas le pidieron ver sus pies y ella las complació una vez más.  Sus plantas mostraban las huellas de los clavos, un montón de agujeritos en sus plantas curtidas, pero ni una gota de sangre ni nada, no se había lastimado.

-¿Y no te duele, ya no sientes nada?

-Qué crees, ¿que soy de fierro?  ¡Duele un montón!

-¿Y cómo lo aguantas?

-¡Soy bailarina de marinera norteña!

Y era cierto. La cama de clavos era el reto más difícil, más doloroso.  Más que caminar sobre los vidrios.  Más que cuando sus amigos le quemaban las plantas de los pies con cigarrillos.  Pararse sobre los clavos era extremadamente doloroso, casi insoportable.  Pero Adriana se concentraba, sabía que sus pies aguantaban sin lastimarse, que el dolor estaba sólo en su mente.  Le gustaba vencerlo, demostrarse a sí misma que podía lograrlo, que podía dominarlo.

Estos retos, los vidrios rotos, la cama de clavos, los cigarrillos encendidos... la hacían sentirse más viva, la llenaban de adrenalina y le daban fuerza para bailar aún mejor, con más ganas.  Le gustaba muchísimo ponerle esos retos a sus pies, casi tanto como bailar marinera, casi tanto como vivir descalza.  Había descubierto sorprendida que estos desafíos a sus pies, que sentir este dolorcito en sus plantas le resultaba extrañamente placentero y relajante.  

Y por otra parte estos retos le permitían también un ingreso adicional.  Además de las fiestas infantiles, en donde representaba a Rapunzel y a Pocahontas, chicas de fantasía que vivían descalzas como Adriana lo hacía en la vida real, también animaba eventos.  Adriana caminaba en vidrios rotos y se subía a la cama de clavos en eventos corporativos, en matrimonios, en despedidas de soltera e incluso en presentaciones y concursos de marinera norteña.  Era la única chica en todo el Perú que animaba eventos con estos actos de fakirismo y esa exclusividad era bien remunerada.  La gente se pasaba la voz y cada vez le llegaban más contratos, y ese dinero adicional le daba una mayor tranquilidad financiera, pero sobre todo el desafíar a sus pies así, el superarse a sí misma la hacía sentirse bien, realizada, atrevida, valiente... única.

La clase había terminado.  Las chicas la ayudaron a guardar la cama de clavos y se habían retirado ya luego de despedirse con cariño. Adriana cerró bien la puerta con llave y fue caminando hasta el supermercado que estaba a tres cuadras de su casa.  Cogió un carrito de compras y empezó a meter lo que necesitaba:  arroz, azúcar, leche, bastante harina y huevos para las tortas que haría mañana por la noche, artículos de limpieza...  Algunas personas la quedaban mirando un momento, sorprendidas de ver a esta hermosa joven descalza en el supermercado, sin imaginar siquiera que ella vivía descalza, que no tenía zapatos, que esos bonitos pies llevaban cuatro años de libertad y soportando los desafíos más duros.  Se admiraban más cuando ella, distraída, doblaba el pie, dejando ver su planta negrísima como el carbón, donde destacaba claramente lo blanco de su arco. La silueta de sus plantas era perfecta, bellísima.  Terminó de llenar el carrito, pagó en caja y metió todo en las bolsas de tela que había llevado consigo para regresar a casa caminando con gracia felina mientras tarareaba una marinera.

Una vez de vuelta y tras haber terminado de guardar los víveres en la alacena, Adriana volvió al salón en donde daba clases.  Prendió la luz, encendió el equipo de música, puso su marinera favorita y empezó a bailar sola, para sí misma.  Se movía con gracia única, con alegría y salero, con agilidad, femineidad y coquetería.  Disfrutaba cada paso que daba, la marinera norteña era su vida, la hacía feliz.

-Bailas precioso, me encanta verte

Era Roberto, su novio.  Ella corrió a abrazarlo y se besaron con profundo amor

-¡Estoy hecha un asco!  He dado clases todo el día y me fuí a hacer las compras.

-Igual me gustas

-No, en serio, necesito un baño ¡Mira!

Y diciendo esto levantó el pie para mostrarle su planta negrísima, mientras lo miraba a los ojos, coqueteándolo.

-Me encanta ver tus plantas así, y tú lo sabes muy bien.

-¿Yo? ¡Para nada!  Mis pies son horribles, mis plantas están todas duras y ásperas, callosas, parecen de cuero, le dijo ella, levantando la pierna aun más para asegurarse de que él viese bien su planta y sin dejar de verlo a los ojos

Roberto cogió el pie que ella le entregaba y se lo acarició, para luego decirle

-Sabes que me encantan tus pies así muchacha, sabes que me encanta que nunca uses zapatos y sabes que me encantas toda tú...te amo con locura

Y la pareja se abrazó nuevamente, llenándose de besos mutuamente, mientras la marinera sonaba alegre y sensual.  Eran felices de verdad.

FIN

20190916