Cecilia

CECILIA

Amaba los zapatos con pasión.  Con delirio.  Tenía muchos, muchísimos, con tacones altísimos, increíbles, sobre los que se deslizaba.

Lucía bien, sofisticada, con sus corsets y sus zapatos de tacón.  Caminaba elegante, segura de sí por las calles de Madrid.

Pero un día todo cambió.

Repentinamente, volviendo de Barcelona, se quitó los zapatos en el tren.  No tenía nada de extraño, aunque los adoraba podían ser incómodos a veces.  Y en casa acostumbraba a ir descalza.

Pero esta vez era distinto.  Al quitarse los zapatos sintió algo diferente.  Una libertad.  Sus pies eran libres.  Podían respirar.  Miró sus zapatos, pensó en los muchos pares que tenía, en lo bien que la hacían sentir, en la seguridad y aplomo que le daban.

Ella no era dueña de sus zapatos.  Sus zapatos se habían adueñado de ella. ¡No era ama, sino esclava!  Dependía del calzado, no era ya una pasión sino una obsesión.  Su vida giraba alrededor del calzado.  Como en una película, las imágenes pasaban ante sus ojos.  Horas y horas comprando zapatos, gastando ingentes cantidades de dinero en ellos, luciéndolos, fijándose en como la gente miraba sus zapatos, sus amados zapatos...

Tenía que cambiar. Esto no podía seguir así.  Como en una epifanía, en un sueño, lo entendió todo.  No podía ser de otra manera.  Era la única solución.  Fue como estar iluminada, como esos éxtasis en los que los santos y ascetas caían.

No volvería a calzarse.

No volvería a usar zapatos jamás.

Sus pies eran libres, pero no sólo eso.  Su alma, su espíritu era libre ahora.

Lo comprendió todo de repente.  Estaba decidido. Al llegar a Madrid bajó del tren descalza.  Tiró los caros zapatos en el tacho más cercano y llegó así a casa. Su novio la miraba. No creía lo que veía.  Quizás sería algún otro de sus caprichitos. 

-¿Y tus zapatos?

-No volveré a usarlos más

Y pasaron a hablar de otras cosas.  Pensó que se refería a ese par específico que ella acababa de tirar a la basura.  Quizás le incomodaban, le rozaban y había decidido tirarlos. ¡Mujeres!

Pasaron dos días... tres...una semana... Cecilia seguía descalza.  No era fácil.  Seguía haciendo su vida, saliendo de aquí para allá, caminando por todos lados...con los pies desnudos.  Era incómodo, a veces incluso doloroso.  Sus plantas delicadas sentían cada piedrecita, cada irregularidad del camino.  El calor abrasaba sus pies.  Ella caminaba rapidito, buscando la sombra, el pavimento más fresco.  Pero no cedería.  era parte de su transformación, de su liberación. Dolía.  Le costaba.  Sufría.  Pero las cosas que valen la pena cuestan, y por eso nos resultan más valiosas.

Poco a poco sus pies iban cambiando, adaptándose.  Libres ya del yugo, de la opresión del calzado, se explayaron ligeramente.  Sus dedos se separaron un poco.  Era más cómodo caminar. Sus plantas, arañadas, ampolladas, laceradas a veces, empezaron a desarrollar su propia protección. 

Era emocionante ver cómo sus pies iban cambiando, ante sus ojos.  Era como esculpir su propio cuerpo, convertirlo en una obra de arte, modelarlo de manera natural, dejar que la Naturaleza fuese la artífice.

Decidió compartir esta experiencia única. Tenía que contárselo a otros.  Empezó a publicar sus comentarios y fotos en Internet.  Descubrió una comunidad ávida de conocimiento.  Una muchacha citadina del primer mundo, en pleno siglo XXI había decidido, por voluntad propia, dejar de usar calzado.  Había renunciado a los zapatos.  Y compartía su aventura con todos quienes quisieran participar.

Le llovieron preguntas.  Comentarios.  Incluso desafíos y retos.  Era parte de un mundo nuevo, de una comunidad.  Sus pies desnudos le habían abierto las puertas a una nueva realidad que hasta entonces le era desconocida.

Se sintió parte de algo.  Su vida cobró un nuevo sentido.  Se sentía obligada, pero feliz, a complacer la curiosidad y los deseos de estas personas que la admiraban por su valor.

Entre tanto sus plantas se iban curtiendo, lenta pero seguramente.  Cada vez podía soportar más tiempo el caminar en pavimento caliente.  Las piedrecitas ya no le resultaban tan incómodas, ni tampoco los suelos ásperos y rugosos.  No sólo su piel, sino los músculos de sus pies reaccionaban, se adaptaban, se ejercitaban y fortalecían.  Poco a poco sus plantas se iban convirtiendo en cuero vivo.

Económicamente venían los problemas... la situación no estaba fácil para nadie.  Y vivir descalza implicaba perder oportunidades laborales... muchas... ¿Quién contrataría a una diseñadora que no usaba calzado?  ¿Cómo podría tratar con los clientes estando descalza?  Vivía en España, no en Alemania, donde eran algo más liberales.  La sociedad recatada la juzgaba y condenaba.  Iba descalza: era hippy, era rara, estaba loca, no era de fiar, era una rebelde.  No era "empleable".

Su novio había sido testigo del cambio ante sus ojos incrédulos.  Lo que pensó que sería cosa temporal, de unas horas, días a lo sumo, ya iba por las dos semanas y contando.  Sabía de su fuerza de voluntad, de lo decidida que era.

-¿No volverás a usar zapatos?

-Jamás

-¿Y el invierno, el frío?

-No importa.  Tampoco en invierno.

La abrazó y besó, sellando con eso el intenso amor que profesaba por ella. Ella se sintió amada, apoyada.  Sabía que él sería su soporte.

Consiguió que le pagaran por sus publicaciones en Internet.  No era mucho, pero ayudaba. Se iba haciendo conocida, incluso a nivel mundial más que en el propio Madrid... maravillas de las comunicaciones modernas.

No bastaba.  Tenía que trabajar

-Trabajaré con mis pies

-¿Cómo?

-Como sea.  Soy libre ahora, mis pies descalzos me impiden conseguir trabajo, pero han de darme dinero.

-Ya veremos

El tiempo pasaba.  Cada vez era más conocida. La gente, sus vecinos, hablaban al verla, pero ya se iban acostumbrando a la chica descalza.

Su liberación terminó el día en que se deshizo de sus últimos zapatos. Los había guardado con nostalgia, como un recuerdo.  Pero tenía que dejarlos ir para ser completamente libre.  Por curiosidad trató de probarse un par...simplemente ya no le quedaban.  La transformación, la magia había sido completa.  Regaló los que pudo y quisieron recibirle, tiró los demás.  ya no poseía zapatos.  Era una chica descalza, vivía con los pies desnudos, libre pero juzgada por el mundo.

Finalmente llegó el trabajo.  Era duro, pero tenía que hacerlo.  Sometería sus pies, sus plantas a toda clase de pruebas dolorosas, verdaderos tormentos, por dinero.  Podía hacerlo y lo hizo.  Fue terrible.  No estaba preparada para eso, pero aguantó... y aguantó y aguantó.  Le dolió, pero seguía adelante.  Azotes.  Dejar que usaran las plantas de sus pies como ceniceros, apagando cigarrillos en ellas, quemándoselas lentamente.  caminar sobre cristales rotos, al punto de saltar sobre ellos hasta destrozarlos con sus pies desnudos.  Caminar sobre una cama de clavos que ella misma había mandado a hacer y había visto cómo la iban construyendo, poco a poco, sabiendo que esas puntas afiladas que se iban alineando eran para ella, para martirizarle las plantas de los pies. 

Conforme se iba haciendo más conocida, le fueron llegando más ofertas de trabajo, que se complementaban con las actividades que organizaban en su loft.

Y así transcurría la vida de Cecilia, la Chica Descalza.  Jamás volvería a usar zapatos.  El invierno se iba haciendo más crudo, pero sus pies se adaptaban igual.  A pesar del dolor, del sufrimiento, ella sabía que podía vencer, y disfrutaba sabiendo que era lo suficientemente fuerte para pasar estas pruebas y otras que vendrían con seguridad.

Si algún día te cruzas con una joven de cabello y ojos oscuros que va con los pies desnudos por Madrid, sonríele.  Admira sus pies.  Acércate, seguro que aceptará una conversación.  Y serás testigo de un verdadero milagro.  No lo dejes pasar.

Para Cecilia y José María, con aprecio y admiración.  Sigan viviendo la magia, y que el amor entre ustedes perdure por siempre.

19 de Enero de 2012