Meditación Semanal
"Mi Parroquia Espiritual"
Catequesis sobre
la Divina Voluntad
Padre Pablo Martín Sanguiao
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Catequesis sobre
la Divina Voluntad
Padre Pablo Martín Sanguiao
Sacrificio y Consagración
Julio 16, 2025
+ ¡Ave María! Queridos hermanos, el resumen de la Vida de Ntro. Señor es lo que dijo “…entrando en el mundo, héme aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu Voluntad”. Lo mismo en la respuesta de María a la Anunciación: “He aquí la Sierva del Señor, hágase en mí”. Y ese debe ser el resumen de nuestra vida +
Queridos hermanos, el 16 de julio, en la fiesta de N. Señora del Carmen, renovemos nuestra consagración a la Stma. Virgen, siguiendo el ejemplo de su Hijo, que siendo el Hijo de Dios –podemos decir‒ se consagró a Ella, entregandole su Vida, como antes Ella se había entregado a Dios, dandole todo su ser y su vida. Desde el primer momento de su vida, María se consagró a la Voluntad de Dios, para obtener la venida del Mesías. Ella se consagró a Dios, dedicó totalmente su persona y su vida al Amor de Dios, al Proyecto de Dios; por eso, a su tiempo, Dios “se ha consagrado” a Ella. De hecho Jesucristo se consagró a María desde su Encarnación, y al final de su vida renovó su consagración a la Voluntad del Padre. En efecto, pidiendo por sus discípulos dijo: “Conságralos en la verdad. Tu Palabra es la verdad. Como Tú me has mandado al mundo, también Yo los he mandado al mundo; por ellos me consagro, para que también ellos sean consagrados en la verdad” (Jn 17,17-19).
Por tanto, Dios ha querido venir a nosotros y entregarse a nosotros por medio de María; ha querido que su Encarnación y que la misma Redención pudieran realizarse mediante la libre respuesta y la colaboración amorosa de María, su Madre. Igualmente es Voluntad suya que vayamos a El y nos entreguemos a El por medio de María, pues ella tiene la misión de unir a Dios y al hombre: hacer que Dios se hiciese Hombre y que cada hombre llegue a ser por gracia como su Hijo Jesús, como Dios. Por tanto se trata de consagrarnos a Dios como María, por medio de María, con María y en el Corazón Inmaculado de María.
Tratemos de comprender mejor el significado de la consagración.
Todo lo que Dios ha hecho es perfecto, todo es SAGRADO y SANTO. En el orden primordial de la Creación todo, y en primer lugar el hombre, era “sagrado”, es decir vinculado con Dios, destinado a Dios, y “santo”, que significa que era según el orden perfecto querido por Dios.
Lo contrario de “sagrado” es “profano”, “profanado”, o sea, privado de Dios, falsificado, desviado de la finalidad para la que ha sido creado. Desde el momento que “todo es vuestro, pero vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios” (1a Cor 3,22-23), el pecado del hombre lo ha profanado a él mismo, en primer lugar, y ha profanado todas las cose. Por eso “la creación misma espera con impaciencia la manifestación de los hijos de Dios; de hecho ha sido sometida a la vanidad –no por su propio querer, sino por el de aquel que la ha sometido– y nutre la esperanza de ser también ella liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Sabemos de hecho que toda la creación gime y sufre hasta ahora en los dolores del parto” (Rom 8,19-22). De ahí resulta evidente el significado del título que el Señor ha dado a los Escritos de Luisa:
“El Reino de mi Divina Voluntad en medio de las criaturas – Libro de Cielo – La llamada a la criatura al orden, a su puesto y a la finalidad para la que fue creada por Dios”.
La obra de la Redención implica la necesidad de ofrecer un sacrificio. El sacrificio implica la necesidad de un sacerdote y de una víctima, o sea, de alguien que tenga algo que ofrecer a Dios.
Consiste en ofrecer a Dios, pero más que ofrecer se trata de devolver, de restituir, de dar como respuesta y de restablecer un orden violado, de reparar una injusticia hecha a Dios. Si no hubiera habido el pecado, sin la injusticia del pecado, el ofertorio a Dios habría sido una pura correspondencia de amor, de alabanza, de gratitud. Pero con el pecado, el necesario ofrecimiento es debido también a la necesidad de reparar una injusticia, de restaurar una situación de grave desorden. El sacrificio es por consiguiente hacer sagrado (perteneciente a Dios) lo que ha sido hecho profano por el pecado, desviado de la Voluntad de Dio. Y lo que se ofrece es una víctima.
Y así como el sacrificio puede ser (según el motivo por el que se ofrece): holocausto, sacrificio expiatorio, de comunión, de acción de gracias, etc., así hay distintos tipos de víctimas: víctima de expiación, de reparación, de honor, de amor, etc. Son los diferentes oficios a los que pueden ser destinadas (cfr Vol. 10°. 02.02.1912)
Después del pecado el hombre instintivamente empezó a ofrecer a Dios sacrificios y hostias pacíficas, privandose de algo suyo, de alguna cosa importante, significativa, de lo que para él era lo más precioso.
¿De qué forma? Destruyendola para él, en especial mediante el fuego, para que no quedara nada para él (y entonces se trataba de un holocausto o de un sacrificio de expiación), o bien destruyendola sólo en parte, es decir, una parte la ofrecía a Dios y una parte –tratandose de un animal– dejandola para él, para comerla, y de ese modo era un sacrificio de comunión con Dios: compartir con Dios lo que nutre y sirve para la vida.
En un determinado momento de la historia de las relaciones del hombre con Dios aparece la figura de Melquisedek, rey y sacerdote del verdadero Dios, que ofrecía a Dios pan y vino (el alimento humano, pacífico), y le dio también a Abrahám como signo di comunión sagrada, bendiciendolo.
Pero Dios no busca nuestras cosas; es El el que nos las da. Dios nos quiere a nosotros, quiere eso nuestro que se rebeló a El, eso que arrastró al hombre y con el hombre a toda la Creación al desorden y al abominio de la profanación: Dios quiere nuestra libre voluntad. “¿Con qué me presentaré al Señor y me postraré ante Dios altísimo? ¿Me presentaré a El con holocaustos, con terneros de un año? ¿Agradarán al Señor miles de corderos y torrentes de aceite a miríadas? ¿Le ofreceré tal vez a mi primogénito en cambio de mi culpa, el fruto de mis entrañas por mi pecado? Hombre, se te ha enseñado lo que es bueno y lo que el Señor te pide: que practiques la justicia, que ames la piedad, que camines humildemente con tu Dios” (Miqueas 6,6-8).
¿Qué víctima ha de ofrecer el sacerdote a Dios, en reparación de la injusticia cometida? En Cristo se identifica el Sacerdote con la Víctima: “por un Espíritu Eterno se ofreció a Sí mismo inmaculado a Dios” (Heb 9,14).
¿De qué manera? “…Entrando en el mundo, Cristo dice: Tú no has querido ni sacrificio ni oferta, sino que un cuerpo me has dado. No has aceptado holocaustos ni sacrificios por el pecado. Entonces he dicho –porque de Mí está escrito en el volumen del Libro– héme aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu Voluntad. Después de haber dicho: No has querido y no has aceptado ni sacrificios ni ofertas, ni holocaustos ni sacrificios por el pecado, todas esas cosas que se ofrecen según la ley, añade: Héme aquí que vengo para hacer tu Voluntad. Así ha abolido el primer orden de cosas para establecer el segundo. Y precisamente es por esa Voluntad por la que hemos sido santificados, mediante el ofrecimiento del cuerpo de Cristo, hecho de una vez para siempre” (Heb 10,5-10).
También el discípulo de Cristo, el cristiano, debe ofrecerse a sí mismo a Dios: “Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcais vuestros cuerpos como sacrificio viviente, santo y agradable a Dios: ese es vuestro culto espiritual” (Rom 12,1). Es un “sacrificio viviente”: no se trata de matar el propio cuerpo, de inmolarse a sí mismo, porque es un “culto espiritual”, no material. ¿Pero de qué forma se debe ofrecer y sacrificar? Haciendo que sea “consagrado” (= “sacrificado”), hecho sagrado, perteneciente a Dios, al servicio de Dios, dedicado a hacer su Voluntad.
¿Quién ha de “sacrificar”, es decir, hacer sagrada la víctima? Alguien que es sagrado, es decir, el sacerdote. El sacerdote “sacrifica”, o sea “consagra” la víctima. Pero como Cristo se ofreció El mismo, así el cristiano (que por el Bautismo está unido a Cristo y es sacerdote de sí mismo) no ha de ofrecer víctimas ajenas, sino la víctima propia, a sí mismo. Precisamente la propia libre voluntad, eso que llamamos “el corazón del hombre”. Sólo así se hace santo.
Ahora bien, una hostia no puede consagrarse a sí misma, hace falta un sacerdote que la consagre en la Misa, que pronunciando las palabras de Cristo, cumpla su Sacrificio de un modo incruento: la hostia al instante es transformada: de golpe deja de ser harina de trigo y se convierte en el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, viviente bajo los velos accidentales de la Hostia. Por el contrario, tratandose del hombre, por el Bautismo es habilitado a ofrecer el sacrificio de sí mismo y por tanto puede consagrarse a sí mismo, “gracias a esa Voluntad Divina” que, hecha por él, le da el poder de transformarse en Cristo: “todos nosotros, a cara descubierta, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados en esa misma imagen suya, de gloria en gloria (poco a poco), mediante la acción del Espíritu del Señor” (2a Cor 3,18).
Además, si la hostia es consacrada o transformada al instante, es porque no tiene una voluntad con la cual pueda interferir en la acción de la Voluntad Divina que la consagra, mientras que en el hombre, teniendo una voluntad suya propia, esta consagración o trasformación en Cristo tiene lugar –si es que sucede– poco a poco, a medida que el querer humano cede el puesto al Querer Divino. Jesús dice a Luisa:
“Hija mía, tú también puedes hacer hostias y consagrarlas místicamente. ¿Ves la vestidura que me cubre en el Sacramento? Son los accidentes del pan con que se forma la hostia. La Vida que existe en esta hostia es mi Cuerpo, mi Sangre y mi Divinidad. Mi suprema Voluntad es el acto que contiene esta Vida; y esta Voluntad produce el Amor, la reparación, la inmolación y todo lo demás que hago en el Sacramento, que nunca se separa ni un punto de mi Querer. No hay cosa que salga de Mí, en que mi Querer no vaya por delante.
Y míra de qué forma tú también puedes formar la hostia. La hostia es material y del todo humana; tú tienes también un cuerpo material y una voluntad humana. Este cuerpo tuyo y esta voluntad tuya, si los conservas puros, rectos, lejos de cualquier sombra de pecado, son los accidentes, los velos para poderme consagrar y vivir escondido en tí. Pero no basta; eso sería como la hostia sin la consagración; hace falta mi Vida. Mi Vida está formada por santidad, amor, sabiduría, poder, etc., pero mi Voluntad es lo que mueve todo. Por tanto, después de que hayas preparado la hostia, tienes que hacer que tu voluntad muera en ella, la debes cocer muy bien para que no renazca y has de hacer que sea sustituida en todo tu ser por mi Voluntad, la cual, conteniendo toda mi Vida, realizará la verdadera y perfecta consagración. De manera que ya no tendrá vida el pensamiento humano, sino el pensamiento de mi Querer, el cual consagrará mi sabiduría en tu mente. Lo humano, la debilidad, la inconstancia ya no tendrá vida, porque mi Voluntad formará la consagración de la Vida divina, de la fortaleza, de la firmeza y de todo lo que Yo soy. Así que cada vez que hagas que tu voluntad corra en la Mía, tus deseos y todo lo que eres y puedas hacer, Yo renovaré la consagración y, como en hostia viviente, no muerta, como son las hostias sin Mí, Yo continuaré mi Vida en tí”. (Vol. 11°, 17.12.1914)
Cada mañana, con palabras mías y en nombre de todos mis hermanos digo:
“Oh María, Madre de Jesús y Madre mía, yo te entrego y te consagro mi vida como ha hecho tu Hijo Jesús. Me consagro a tu derecho de Madre y a tu poder de Reina, a la sabiduría y al amor del que Dios te ha colmado, renunciando totalmente al pecado y a aquel que lo inspira, te entrego a Tí mi ser, mi persona y mi vida, y especialmente mi voluntad, para que Tú la conserves en tu Corazón materno y la ofrezcas al Señor junto con el sacrificio que Tú hiciste de Tí misma y de tu voluntad. En cambio, enséñame a hacer como Tú la Voluntad Divina y a vivir en Ella. Amén.”