Meditación Semanal

"Mi Parroquia Espiritual"


Catequesis sobre 

la Divina Voluntad


Padre Pablo Martín Sanguiao

La Eucaristía: Sacrificio, Presencia, Comunión

Mayo 31, 2024

+ ¡Ave María! 

Queridos hermanos, hoy, fiesta de la Visitación de María a S. Isabel, celebramos la primera  procesión del Corpus Christi que hizo la Stma. Virgen, llevando en su seno materno al Verbo  Encarnado. Así quiso Jesucristo formar su Presencia y su Vida en nosotros, para hacer de nuestra  vida una Misa, una Comunión y una continua procesión del Corpus, llevándolo como María a  todos nuestros hermanos. +


Queridos hermanos, la Iglesia celebra la fiesta de la Eucaristía, tres semanas después de haber celebrado la Ascensión del Señor. Al terminar su vida terrena,  cuarenta días después de su Resurrección, Jesús “subió al Cielo, está sentado a la  derecha del Padre, y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a los vivos y a los muertos  y su Reino no tendrá fin”. Pero antes dijo “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin de los siglos” (Mt 28,20), sabiendo que sin El no podemos hacer nada. Y entre  las distintas maneras de estar con nosotros, está en la Eucaristía vivo y realmente  presente, con su Corpo y Sangre, Alma y Divinidad, bajo la apariencia del pan y del  vino consagrados, con su Vida entera, con el fin de formarla en nosotros, en su Iglesia. 

La Vida del Señor tiene como tres dimensiones: 

la primera es su Vida histórica de 33 años, en la Tierra, con la cual ha redimido al mundo; desde la Encarnación hasta su  Resurrección y Ascensión al Cielo, su Vida por nosotros. La segunda dimensión es intermedia, pasajera: es su Vida Eucarística. Ha querido permanecer con nosotros en la Eucaristía, para preparar la tercera dimensión, su Vida Mística, su Vida en nosotros: esa es la finalidad de la  Eucaristía, formar su Presencia y su Vida en nosotros. Para eso nos ha creado, es su sueño eterno: compartir todo  con nosotros, en primer lugar su misma Vida. 

En la Eucaristía Jesucristo hace presente toda su vida, todo lo que hizo y lo que vivió cuando estaba aquí en  el mundo. En la Eucaristía desaparece la distancia de tiempo y de espacio. En ella está presente su Sacrificio, es real su Presencia y nos ofrece vivir en Comunión con El, como expresan tres palabras que el sacerdote dice siempre en la Misa: por Cristo, con El y en El”. Así El ha hecho todo por nosotros, ha dado su Vida entera por nosotros. Después nos ha asegurado, antes de dejarnos visiblemente, que habría estado con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Pero El quiere vivir en nosotros, su Vida en nuestra vida, para compartir con nosotros todo en una comunión perfecta. Esas tres cosas, por nosotros, con nosotros, en nosotros, las ha concentrado en la  Eucaristía. Igualmente nosotros debemos hacerlo todo por el Señor, podemos presentarnos al Padre sólo por medio  suyo y unidos a El, con El, porque sin El no podemos hacer nada, y entregarle todo a El, meternos en El, en su Corazón.  

Por nosotros se ha sacrificado: la Eucaristía es su Sacrificio, presente, real, no un recuerdo histórico, sino actual y vivo para nosotros, para que podamos tomar parte en él y hacerlo nuestro; el Sacrificio del Señor, eso es la Misa, eso es en primer lugar; si tantos la niegan, peor para ellos, pero nosotros sabemos lo que es, lo creemos,  lo afirmamos. Es el único Sacrificio que Dios reconoce y acepta para unirnos a El. Como dijo Padre Pío: “Sería más fácil que la Tierra viviera sin el sol que sin la S. Misa”. En la Misa en realidad se viaja en el tiempo y en el espacio ‒se puede decir‒ porque nos hallamos presentes en el Cenáculo, aquella última tarde de la vida del Señor ‒todos estábamos allí‒ cuando El consagró el pan y el vino e hizo presente en aquel momento, anticipandolo, el  Calvario, su Muerte y también su Resurrección. 

La segunda cosa es Presencia: Jesús está presente, es Dios con nosotros, “Prisionero de Amor” (como lo  llama Luisa) en todos los sagrarios de la Tierra, en las especies Eucarísticas válidamente consagradas. Bajo ese aspecto pobrísimo, humildísimo, El ha querido quedarse con nosotros: “Yo estaré con vosotros todos los días  hasta la consumación de los siglos” ‒ha dicho‒, hasta el fin de nuestra vida, a cada momento a nuestra disposición.  

La tercera palabra, “en”, indica la tercera cosa: Comunión. La finalidad de Jesús en la Eucaristía no es estar en el sagrario, sino salir de él para entrar en nosotros y hacer de nosotros sus sagrarios vivos, Eucaristía viviente,  como otra Humanidad suya por pura gracia, para de seamos su Morada, su Cielo, su Reino, el triunfo de su Amor,  para que seamos una sola cosa con El, para que como El dijo al Padre podamos decir también nosotros: “todo lo mío es Tuyo, y todo lo Tuyo es mío; yo soy todo Tuyo y Tú eres todo mío”. Para compartir con nosotros su vida,  su gloria, su infinita majestad, como la comparten las Tres Divinas Personas, para hacernos ‒como dice San Pedro‒ “partícipes de la Naturaleza Divina” (2a Pedro 1,4). ¡Eso es es la Eucaristía! 

La Misa, celebrada por Jesús en su última Cena y realizada al día siguiente en el Calvario, tiene un origen eterno: nació –podríamos decir– como fruto de la “competición” de Amor entre las Divinas Personas, entre el  Padre y el Hijo. Jesús, “llegada su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban  en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13,1), lo cual significa que su amor al Padre, inseparable del amor a los suyos, llegó al extremo del heroismo, “los amó hasta el fin”. De hecho Dios, después de haber “amado tanto al  mundo que le dió su Hijo unigénito, para que el que crea en El no muera, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16),  ¿qué más podía dar? Y el Hijo, después de que se “despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo y haciendose semejante a los hombres; y en su condición humana, se humilló haciendose obediente hasta la muerte  y muerte de cruz” (Fil 2,7-8), ¿qué otra cosa habría podido hacer para superar aún su mismo Amor? Por eso, la  Misa ha nacido eternamente en el centro del Corazón de Dios, en su Voluntad, toca el infinito, es lo máximo que su Amor ha sido capaz de hacer. Por eso digo que el Hijo de Dios se habría encarnado en todo caso, aunque fuera  sólo para “celebrar” la Misa como gesto supremo de su Amor. Y esta respuesta de Amor infinito al Padre no quiere  darla El solo, sino con todo su Cuerpo Místico; ¡con nosotros, en su respuesta de Amor al Padre nos quiere tener  a todos nosotros!  

El Señor le dice a la Sierva de Dios Luisa Piccarreta el 27.03.1923:  

“Hija mía, ven a mis brazos y hasta dentro de mi Corazón. Me he cubierto con los velos eucarísticos para no  causar temor. He bajado al abismo más profundo de las humillaciones en este Sacramento para elevar a la  criatura hasta Mí, identificandola tanto en Mí que forme una sola cosa conmigo, y haciendo que mi sangre  sacramental corra en sus venas, ser Yo vida de su palpitar, de su pensar y de todo su ser. Mi amor me devoraba  y quería devorar a la criatura en mis llamas, para hacerla renacer como otro Yo. Por eso quise ocultarme bajo  estos velos eucarísticos y así escondido entrar en ella, para realizar esa transformación de la criatura en Mí.  

Pero para que suceda esa transformación se necesitaban las disposiciones por parte de las criaturas, y mi  amor, llegando al exceso, al instituir el Sacramento eucarístico preparaba de dentro de mi Divinidad otras  gracias, dones, favores, luz, para bien del hombre, para hacerle digno de poder recibirme. Podría decir que  preparé tantos bienes que superan los dones de la Creación. Quise primero darle las gracias para poder  recibirme y después darme, para darle el verdadero fruto de mi Vida Sacramental. Pero para prevenir con esos  dones a las almas, es necesario un poco de vacío de ellas mismas, que odien la culpa, que deseen recibirme.  Esos dones no bajan a la podredumbre, al fango; por tanto sin mis dones no tienen verdadera disposición para  recibirme, y Yo, al bajar a ellas, no hallo el vacío en el que comunicar mi Vida. Estoy como muerto para ellas  y ellas muertas para Mí; Yo ardo y ellas no sienten mis llamas, soy luz y ellas siguen cegadas. ¡Ay, cuántos  dolores en mi Vida sacramental! Muchos, por falta de disposiciones, no experimentan ningún bien recibiendome,  llegan a nausearme, y si siguen recibiendome es para formar mi continuo calvario y su eterna condenación. Si  no es el amor lo que las mueve a recibirme, es una afrenta más que me hacen, es una culpa más que añaden a  sus almas. Por eso reza y repara por tantos abusos y sacrilegios que se cometen al recibirme sacramentado.” 

¡Qué tristeza, que la mayor parte de las veces tantos fieles también los mismos celebrantes reducen la S. Misa  a una ceremonia, a un rito litúrgico, a una norma, una costumbre, un deber, incluso a una obligación, porque faltar  a ella es pecado grave! Y ¡ay de quien prefiere sustituirla con lo que llaman “una celebración de la Palabra”, de sabor protestante! Y ¡ay de quien se permita cambiar las palabras del Señor en la Consagración, porque así la Misa  no existe! ¿Y dónde está el amor? ¿Y dónde está la vida? ¿Y dónde está el Señor? En verdad, como El dijo con  tanto dolor: “este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí; en vano me dan culto,  enseñando doctrinas que son preceptos humanos” (Mt 15,8-9). 

Basta una bagatela ‒ceremonias, cantos, coreografías‒ y todo puede servir para distraer en la Misa de lo que realmente sucede en el altar. A menudo la atención y el pensamiento no saben pasar más allá de lo externo de la  celebración litúrgica. Es como tener en cuenta sólo de los “accidentes” de la Hostia: la forma, el color, lo que perciben los sentidos, sin pensar en la Realidad oculta bajo esas cosas accidentales (la “sustancia”), la Presencia  real y viva de Nuestro Señor y lo que El nos hace presente, su Vida entera, su Sacrificio y la finalidad de todo ello,  que es transformarnos y unirnos a El.  

Queridos hermanos, en todo debemos saber pasar más allá de lo que nuestros sentidos perciben. “Pascua”  significa “pasar”: no sólo es el tiempo litúrgico que cada año nos recuerda la Resurrección del Señor, pasar de la  muerte a la Vida, de las tinieblas a la Luz, de la esclavitud a la libertad, pasar con Jesús del mundo al Padre. Toda  la vida es “Pascua”, pero la que debemos hacer es también saber pasar del envoltorio externo de las cosas a su verdadero contenido, a su realidad interna, pasar del signo al significado, de como nuestros sentidos las perciben a como nuestro espíritu las debe reconocer. Las apariencias engañan. Es como dice San Pablo (2a Cor 4,18):  “nosotros no fijamos la mirada en las cosas visibles, sino en las invisibles. Las cosas visibles son de un momento,  las invisibles son eternas”.