Meditación Semanal

"Mi Parroquia Espiritual"


Catequesis sobre 

la Divina Voluntad


Padre Pablo Martín Sanguiao

Envía, Señor, tu Espíritu a renovar la faz de la Tierra

Mayo 16, 2024

+ ¡Ave María! 

Queridos hermanos, el Señor quiere formar su Presencia viva en nosotros y su Reino por obra del Espíritu Santo en el Corazón Inmaculado de María, renovando así el misterio de su  Encarnación: en eso consiste “el nuevo Pentecostés” anunciado. +


Queridos hermanos, es significativo que el tiempo de Pascua culmine en Pentecostés, 50 días después; es como decir que la Pascua del Señor, su paso de  este mundo al Padre y su obra de Redención tiene como finalidad la fiesta de  Pentecostés, o sea, obtenernos del Padre el don del Espíritu Santo, que quiere  sustituir en nosotros el espíritu de siervos, espíritu de temor, con el espíritu de hijos, o mejor dicho, del Hijo, que es espíritu de amor, de pertenencia recíproca,  de entrega total al Padre. Sí, esa es la finalidad, la meta de todo lo que Jesús ha  hecho y ha sufrido, que ha enseñado y ha dejado como medios a su Iglesia:  formar en nosotros su misma –digamos– “espiritualidad” de Hijo de Dios, su modo de ser, su semejanza,  por obra del Espíritu Santo. Formar en nosotros su misma Vida, hacer de nosotros otros tantos “Jesús”,  para darle al Padre en cada uno de nosotros y por medio nuestro su correspondencia de infinito Amor,  hacernos partícipes de su Vida íntima como hijos. En eso consiste exactamente su Reino. 

Hemos sabido, desde el Antiguo Testamento, que hay siete dones del Espíritu Santo: sabiduría,  inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y santo temor de Dios (…y a propósito de este último,  que debe proteger los otros dones para que no los perdamos con el pecado, deseo aclarar que, más que  temor nuestro, pienso que sea el temor que siente el Amor de Dios –por eso es “santo temor”– cuando  nos ve en peligro de que nos hagamos daño).  

San Pablo ha hablado del fruto del Espíritu, que es amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia,  bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí (Gál. 5,22). Además ha hablado de los carismas y ha  mencionado algunos (1a Cor. 13,28-31), como medios para sostener la misión evangelizadora de la  Iglesia…, y que al parecer en nuestro tiempo algunos –por ejemplo el de “profecía” o el de “sanación o  el de “hablar en lenguas”– se han antojado a tantos que así creen que “han tocado el Cielo con un dedo”,  y se detienen en un perenne infantilismo espiritual, siempre tras lo sensacional y lo emotivo, sin darse  cuenta de que el verdadero don que Dios nos presenta y desea darnos, no son tanto algunas cosas  extraordinarias, cuanto el don de Sí mismo: “Dios se ha hecho como nosotros para hacernos como El”.  

Por tanto: ¿cuál es la obra más grande del Espíritu Santo? Si el Padre es “Aquel que ama” y el Hijo  es “el Amado”, el Espíritu Santo es su recíproco “Amor”, el Divino Realizador. Su obra suprema es la  Encarnación, dar la vida al Hijo de Dios: “encarnado por obra del Espíritu Santo”, “conducido por el  Espíritu Santo”, “lleno de Espíritu Santo”. Esa es la obra que quiere realizar en nosotros, como antes  hizo en María y por medio de María. 

Han pasado 50 días desde la Pascua. Jesús ha cumplido su promesa a los Apóstoles, enviandoles el Espíritu Santo. No era la primera vez que el Señor se lo daba; lo había dado el mismo día que resucitó,  apareciendose a los Apóstoles en el Cenáculo. Dijo: “¡Paz a vosotros!”, y soplando sobre ellos ‒el  aliento o soplo indica la vida que El transmite‒ añadió: “Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonaréis  los pecados serán perdonados…” etc.  

La Iglesia nació en el Calvario. Cristo con su muerte nos ha dado la vida, nos ha reconciliado con el  Padre, nos ha hecho de nuevo hijos de Dios y hermanos suyos. Por eso ha podido compartir con nosotros  el vínculo de amor y de vida que lo une al Padre: ese vínculo es el Espíritu Santo y Jesús lo ha manifestado  así, dandolo a los Apóstoles el día de la Resurrección. Pero luego, 50 días después, Pentecostés se puede  decir que haya sido la Epifanía o manifestación de la Iglesia, su primera salida pública, y también su  Confirmación: la novedad es que el Espíritu Santo se hizo sentir, se manifestó, dando a los Apóstoles la  fecundidad espiritual, lo que necesitaban para su misión de transmitir la Vida de Jesús y la Redención a  todas las naciones.  

Pero debemos comprender mejor lo que el Espíritu Santo es, y lo que hace: El es el que da la Vida.  También el espíritu humano da vida al cuerpo, animandolo, pero cuando se retira de él, el cuerpo muere,  es un cadaver sin vida. Así el Espíritu Santo no sólo nos da la vida natural, sino su Vida sobrenatural,  Divina, la Vida misma de Jesucristo para formarla en nosotros. Por eso el Espíritu Santo se puede decir  que es “el Alma de la Iglesia”. Los Apóstoles lo habían recibido ya el día de la Resurrección y de esa  forma ya estaban espiritualmente vivos, pero era necesario que se notara para poder transmitirlo a su  vez. 

Pasaron 40 días hasta la Ascensión y el Señor había dicho: “No os alejeis de aquí, de Jerusalén, hasta que no seais revestidos de la Potencia, del poder que viene del Cielo, de lo Alto”. Así, los Apóstoles  permanecieron otros 10 días, hasta Pentecostés, en el Cenáculo, en oración, preparandose a recibir ese Don que todavía no conocían, no sabían lo que habría sido, y allí seguían con la puerta cerrada. Con  ellos, en medio de ellos estaba la Madre de Jesús, Madre de la Iglesia, que los instruía, les explicaba  tantas cosas de su Hijo, cosas que sólo Ella sabía, como su Encarnación, su Nacimiento, distintos episodios de su infancia. De esa forma los ha instruido, continuando lo que hacía su Hijo, porque El no había dicho casi nada de Sí mismo.  

Y así, cuando llegó el décimo día, en coincidencia con la fiesta hebraica de Pentecostés ‒ la fiesta en  que se ofrecían las primicias de la cosecha, 50 días después de Pasqua, así como cada 50 años se anulaban  todas las deudas y se devolvía la libertad a los esclavos ‒ entonces el Espíritu Santo se manifestó con  signos particulares: en primer lugar un viento fuerte, repentino, que estremeció la casa, porque quería  despertar a cuantos espiritualmente dormían. Al sentir ese extraño viento, en Jerusalén, la gente se  aglomeró a la puerta del Cenáculo donde estaban los Apóstoles, sobre los cuales aparecieron lenguas como de fuego. El Espíritu Santo se manifestó así, para indicar que les daba una lengua de fuego, llena  de ardor, de amor, para que salieran afuera y hablaran al mundo para convertirlo a Cristo.  

Así fue la transformación de aquellos hombres; lo que Jesús con su presencia física antes de la  Redención no había logrado, el Espíritu Santo lo hizo en un momento. Los transformó: ellos creían en el  Señor y lo amaban, sí, a su manera, pero había bastado la prueba de la noche de la Pasión, que su fidelidad al Señor se desvaneció, su fe se derrumbó, se escandalizaron de El, huyeron abandonandolo, ni siquiera  habían ido a su entierro. Pero el Espíritu Santo, de débiles y temerosos como eran, los llenó de valor; de  ignorantes como eran ‒algunos eran pescadores o trabajadores, gente sencilla, de humilde condición y  sin cultura‒ fueron llenos de sabiduría, no humana sino divina, con la que desafiaron a toda la sabiduría del mundo sin ningún complejo de inferioridad, y el amor sobrenatural del que los llenó los llevó luego a dar la vida por Jesús. Los convirtió en testigos, dispuestos a dar la vida por lo que decían; si lo hubiesen soñado, si hubiese sido una idea suya, ¿cómo habrían podido dar la vida por el Señor? Y no sólo en el  último momento de la vida, sino que han dedicado su vida entera sin limitarse, han dejado todo. Sólo con  esa transformación la Iglesia ha podido empezar su misión de conquistar el mundo entero para Cristo. El  Espíritu Santo así los transformó para que fueran los continuadores, una presencia viva de Jesús en el  mundo, y por medio de ellos continuase en los siglos la obra de la Redención, como dice San Pablo:  “Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo en favor de su Cuerpo que es la  Iglesia”. Debían presentarse no sólo en nombre de Cristo, sino Cristo por medio de ellos. ¿Y de dónde vino el Espíritu Santo? No es que tuvo que recorrer una gran distancia: allí estaba la  Santísima Virgen, la Inmaculada, la Llena de Gracia, Llena de Espíritu Santo ‒lo que Dios es por  naturaleza propia, María, simple criatura, lo es por Gracia, por su perfecta unión e identificación con el  Querer del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo‒ y así podemos decir que el Espíritu Santo “se desbordó”  del Corazón de María para derramarse en sus hijos en torno a Ella y empaparlos de Vida Divina, de fuerza, de luz, de amor, de valor, de eficacia, y que también ellos a su vez pudieran desbordarse para inundar las naciones. El Espíritu Santo quiere pasar de uno a otro, pero para poder dar hay que tener. Por  eso les dió a los Apóstoles todo lo que hacía falta para su vida personal (y eso desde el día de la  Resurrección), y también para su misión (el día de Pentecostés).  

Se habla de los dones del Espíritu Santo, pero aún no se habla del Don propio del Espíritu Santo. Pero  ha llegado el tiempo en que no se contenta con dar sus dones y carismas ‒incluso especiales, vistosos,  extraordinarios, de los que tal vez somos golosos, dones de sanación, de profecía y demás‒ sino que  quiere darnos y que nos dispongamos a recibir el Don por excelencia, el Don representado por la Persona  del Espíritu Santo: el mismo Querer de Dios que obre en nosotros y que nosotros obremos mediante  el Querer de Dios. Eso es el Don de los dones, que quiere dar a su Iglesia, “aquella Gracia que se os dará cuando Jesucristo se revelará” (1a Pedro 1,13). “Cuando venga el Espíritu de la Verdad, El os  llevará a la Verdad completa, porque no hablará de Sí, sino que dirá todo lo que habrá oido y os anunciará las cosas futuras” (Jn 16,13), dijo Jesús. 

Queridos hermanos, “si conocieras el Don de Dios”, como dijo a la Samaritana, y para nosotros ha  llegado el tiempo que debemos conocerlo para un “nuevo y segundo Pentecostés”: el Don propio del  Espíritu Santo que “renovará la faz de la tierra”, el Don supremo de su Divino Querer.