Meditación Semanal

"Mi Parroquia Espiritual"


Catequesis sobre 

la Divina Voluntad


Padre Pablo Martín Sanguiao

"La Maternidad Divina de María"

Enero 1, 2024

Una vez, una mujer, llena de entusiasmo por Jesús, levantó la voz en medio de la gente y exclamó: “¡Dichoso el seno que Te llevó y los pechos que mamaste!” Pero El dijo: “Dichosos más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc.11,27-28). 

Lo que distingue a María a los ojos de Jesús no es tanto el haberlo concebido y amamantado, cuanto el haber acogido la Voluntad de Dios, dandole vida en ella. En teoría, cualquier mujer habría podido concebirlo, incluso de forma virginal, por obra de Dios (¿por qué no?), pero la verdadera condición para poder ser la Madre de Jesucristo era tener la misma Voluntad del Padre, su Potencia creadora, su Divina Fecundidad virginal: ser la perfecta imitadora del Padre Celestial. Lo cual sólo María lo ha tenido y lo ha hecho. 

Hechos dicho que, aunque ella es pura criatura, su Maternidad es Divina, no sólo porque su Hijo es Dios, sino porque en ella el Padre Celestial ha querido manifestar y comunicar su Divina Paternidad, su Fecundidad virginal, su Potencia creadora. Y también por el modo como María vive esa Maternidad y por su alcance respecto a su Divino Hijo y a sus hijos. 

Hablar de eso hacerlo saber es algo que sólo el Señor lo podía hacer; es un honor que El se ha reservado. De ésto habla en el último capítulo del último volumen de los escritos de la Sierva de Dios Luisa Piccarreta, el 28 de Diciembre de 1938, casi indicando que como conclusión del suculento y superabundante “Banquete de las Bodas del Cordero”, en 36 volúmenes o “platos” maravillosos, este capítulo es “el postre” final: 

“Hija mía buena, la falta de amor de las criaturas me hace llorar amargamente. Al no verme amado me siento herido y me causa un dolor tal que me hace sollozar. Mi amor corre en cada criatura, la cubre, la esconde y me hago vida de amor por ellas, las cuales, ingratas, no me dicen ni siquiera un «te amo»; ¿cómo no he de llorar? Por eso ámame si quieres calmar mi llanto. 

Ahora, hija mía, escúchame y pon atención: voy a decirte una gran sorpresa de nuestro Amor y quiero que no se te escape nada, quiero hacer que conozcas hasta dónde llegó la maternidad de mi Madre Celestial, qué hizo y cuánto le costó y le cuesta todavía. 

Pues bien, has de saber que la gran Reina no sólo me hizo de Madre concibiéndome, dándome a luz, alimentándome con su leche y dándome todos los cuidados posibles necesarios en mi infancia; eso no era suficiente, ni a su materno amor ni a mi amor de Hijo. Por eso su amor materno corría en mi mente y, si me afligían pensamientos tristes, ella extendía su maternidad en cada pensamiento mío, los escondía en su amor, los besaba, y así me sentía la mente escondida bajo el ala materna, que nunca me dejaba solo; cada pensamiento mío tenía a mi Mamá que me amaba y me daba todos sus cuidados maternos. Su maternidad se extendía en cada uno de mis respiros, de mis latidos, y si mi respiro o mi latido se sentía sofocar por el amor y por el dolor, con su maternidad corría para que no me sofocara el amor y para poner un bálsamo en mi Corazón traspasado. Si Yo miraba, si hablaba, si obraba, si andaba, ella corría a recibir en su amor materno mis miradas, mis palabras, mis obras, mis pasos; los cubría con su amor materno, los escondía en su Corazón y me hacía de Madre. Hasta en el alimento que me preparaba ponía su materno amor, de modo que Yo, al comerlo, sentía su maternidad que me amaba. Y luego, ¿qué decirte, cuánto alarde de maternidad hizo en mis penas? No hubo pena, ni gota de sangre que derramé, en la que no sentí a mi Mamá querida. Después de hacerme de Madre, tomaba mis penas y mi sangre y se las escondía en su Corazón materno para amarlas y continuar su maternidad. ¿Quién podrá decirte cuánto me amó y cuánto la amé? Mi amor fué tan grande, que no sabía estar en todo lo que hice sin sentir su maternidad junto conmigo. Puedo decir que estaba presente, para no dejarme nunca, hasta en mi respiración, y Yo la llamaba; su maternidad era para Mí una necesidad, un alivio, un apoyo para mi vida acá abajo. 

Ahora bien, hija mía, escucha otra sorpresa de amor de tu Jesús y de nuestra Madre Celestial, porque en todo lo que hacíamos mi Mamá y Yo, el amor no hallaba obstáculo, el amor de uno corría en el amor del otro para formar una sola vida. Mientras que con las criaturas, queriendo hacerlo, ¡cuántas pegas, obstáculos e ingratitudes! Pero mi amor no se detiene jamás. 

Pues bien, has de saber que, a medida que mi inseparable Mamá extendía su maternidad dentro y fuera de mi Humanidad, Yo la constituía y la confirmaba como Madre de cada pensamiento de las criaturas, de cada respiro, de cada latido, de cada palabra, y le hacía que extendiera su maternidad en las obras, en los pasos, en todas sus penas. Su maternidad corre en todo; corre en los peligros de caer en pecado, las cubre con su maternidad para que no caigan, y si han caído deja su maternidad como ayuda y defensa para que puedan levantarse. Su maternidad corre y se extiende sobre las almas que quieren ser buenas y santas, como si encontrara a su Jesús en ellas, hace de Madre a su inteligencia, dirige sus palabras, las cubre y esconde en su amor materno, para dar vida a otros tantos Jesús. Su maternidad se manifiesta en el lecho de los moribundos y, sirviéndose de los derechos de autoridad de Madre que Yo le he dado, me dice con una voz tan tierna que Yo no puedo negarle: «Hijo mío, soy Madre y son mis hijos; he de salvarles. Si no me lo concedes, mi maternidad pierde». Y mientras dice eso, los cubre con su amor, los esconde en su maternidad para ponerlos a salvo. 

Mi amor fué tan grande que le dije: «Madre mía, quiero que seas la Madre de todos y que lo que a Mí me has hecho se lo hagas a todas las criaturas. Tu maternidad se extienda en todos sus actos, de manera que los veré todos cubiertos y escondidos en tu amor materno». Mi Mamá aceptó y quedó confirmado que no sólo había de ser Madre de todos, sino que había de cubrir cada acto de ellos con su amor materno. Esa fue una de las gracias más grandes que concedí a todas las generaciones humanas. ¡Pero cuántos dolores recibe mi Mamá! Llegan a no querer recibir su maternidad, a no reconocerla, y por eso todo el Cielo pide, espera con ansia que la Divina Voluntad sea conocida y reine, y entonces la gran Reina hará a los hijos de mi Querer lo que hizo a su Jesús; su maternidad tendrá vida en sus hijos. Yo cederé mi puesto en su Corazón materno a quienes vivan en mi Querer; Ella me los criará, guiará sus pasos, los esconderá en su maternidad y santidad. En todos los actos de ellos se verá impreso su amor materno y su santidad; serán verdaderos hijos suyos, que se me parecerán en todo, y oh, cuánto quisiera que todos supieran que el que quiera vivir en mi Querer tiene una Reina y una Madre potente,que les suplirá en todo lo que les falta, los formará en su regazo materno y en todo lo que hagan estará junto con ellos, para modelar sus actos como los de Ella, tanto que se verá que son hijos criados, custodiados, educados por el amor de la maternidad de mi Mamá, y serán los que la harán contenta y serán su honor y su gloria.” 


Estas palabras de Jesús se apoyan en estas otras que El dijo en el Evangelio: “Mi alimento es hacer la Voluntad de Aquel que Me ha enviado y dar cumplimiento a su obra” Jn. 4,3-4). Para Ntro. Señor, la Voluntad del Padre es el alimento, el respiro, la vida. Y así como la recibe incesantemente del Padre (“el Padre, que tiene la Vida, me ha mandado a Mí y Yo vivo por el Padre”, Jn. 6,57), por el hecho de haberse encarnado en María recibe la misma Vida –la Voluntad del Padre– incesantemente de Ella. 

Jesús no la ha excluido en ninguna cosa. No era necesario que María estuviera físicamente presente al lado del Hijo; estaba siempre espiritualmente presente en cuanto Madre, puesto que vivían de un solo Querer Divino, en el que María tomaba parte activa en cada cosa querida por el Padre. Por eso Jesús no ha hecho nada –ni un paso, ni un milagro, ni una enseñanza, ningún perdón, ningún sacramento– sin pedirle a su Madre su consentimiento, es más, su plena participación, incluso que le pidiera hacerlo conforme al Querer del Padre. Jesús siempre ha sido hijo de Obediencia y María Madre de Obediencia. 

Por eso María no es solamente “la Madre de Jesús” (según nuestro concepto de “madre”), sino la Madre de cada pensamiento de Jesús, de cada latido y respiro suyo, de cada palabra, de cada obra y de cada paso; es la Madre de cada sacramento, Madre de la Eucaristía, Madre de cada milagro, Madre de cada enseñanza, Madre de cada gracia, de cada pena de Jesús, de cada gota de su Sangre, ¡Madre de toda la obra de la Redención, Madre de la Resurrección! Madre no por un título honorífico, sino efectivamente, bien sabiendo Ella que en cada instante, para cada cosa, su Hijo había establecido tener necesidad de Ella, de su Maternidad Divina, de su “sí”, de su “Fiat”, que no es simplemente pasivo, sino activo... 

El “Fiat” de María no se limitó al momento de la Encarnación: lo debía repetir incesantemente toda su vida. No existe ni una sola página del Evangelio, ni una sola palabra en él, que no sea fruto bendito del Espíritu Santo y del “Fiat” de María. Por eso toda la Vida de Jesús, que nace del “Fiat” de María, está contenida en María, ¡es suya! Y puede disponer de Ella sin límites, para formarla en sus hijos, los miembros del Cuerpo Místico de su Hijo. ¡Por eso es Medianera de toda la Gracia, Medianera por tanto de toda la Voluntad del Padre (la Vida) para darla a sus hijos, como se la ha dado al Hijo!