Meditación Semanal
"Mi Parroquia Espiritual"
Catequesis sobre
la Divina Voluntad
Padre Pablo Martín Sanguiao
El Corazón del Proyecto de Dios
Junio 16, 2023
+ ¡Ave María!
Queridos hermanos, en el centro del Proyecto Divino, ¿qué es lo que muestran juntos el Sgdo. Corazón de Jesús y el Corazón Inmaculado de María? El Corazón Divino del Padre, su Voluntad, y ese palpitar eterno que es su “me amas – te amo”. ¡Y quiere que sea también el nuestro! +
Queridos hermanos, después de la fiesta del Corpus, el siguiente viernes la Iglesia celebra la gran fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Si el Corazón de la Iglesia es la Eucaristía, el Corazón de la Eucaristía –o sea, de Jesús– es la Voluntad del Padre. Si recibimos a Ntro. Señor en la Eucaristía, la finalidad, el resultado debe ser tener su mismo Corazón y, como El, tener como vida, como vida nuestra la Voluntad del Padre.
Y al día siguiente la Iglesia contempla el Inmaculado Corazón de María, el mismo prodigio, el mismo Triunfo de la Divina Voluntad, ¡su Reino! Ahora nos toca a nosotros tomar parte en su Triunfo, obtener con la oración y con todos los medios divinos a disposición que venga su Reino y la total derrota del reino infernal, que la voluntad de hombres sin Dios guiados por el demonio quiere imponer en el mundo.
Hermanos míos, ¿qué cosa distingue a un edificio o una casa cualquiera de una iglesia o una capilla, tal vez idénticas como construcción…? ¡El altar! ¿Y qué cosa es un altar y para qué sirve? Es el lugar en que ofrecemos a Dios algo nuestro y donde a su vez El nos ofrece algo suyo. En la Misa nosotros le ofrecemos en el ofertorio un poco de pan (una hostia) y un poco de vino, y el Padre Divino nos ofrece en la Consagración a su Hijo sacrificado por nosotros, para que lo recibamos en la Comunión. En el ofertorio debemos presentar a Dios y ofrecerle nuestro ser, nuestras cosas, nuestra vida junto con el pan y el vino, y Dios en cambio nos presenta y nos ofrece su Vida, transformando para nosotros ese pan y vino en el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de su Hijo. Por tanto, en el altar en que se celebra la Misa tiene lugar un maravilloso intercambio, un “admirable comercio”, como lo llama la Iglesia. En él es donde debe realizarse esa entrega recíproca entre Dios y los hombres.
También nosotros tenemos un “altar”: el altar espiritual es nuestra voluntad; y el del cuerpo es nuestro corazón físico, del cual depende la circulación y la vida de todo el cuerpo. Es significativo el esquema de este órgano, formado por cuatro espacios internos separados por una pared vertical y otra ‒digamos‒ horizontal, en forma de cruz. Y que con su palpitar (contrayéndose y dilatándose rítmicamente para mandar la sangre y dar vida a todo el cuerpo) esté reproduciendo como su imagen el “me amas‒te amo” eterno, infinito, que forma la Vida de las Divinas Personas en Dios.
Lo que llamamos corazón representa no sólo la sede de los sentimientos, de las alegrías y de las penas, del dolor y del amor, sino que es la sede de las intenciones y de las decisiones. “Del corazón de los hombres salen las malas intenciones: fornicación, robos, homicidios, adulterios, egoismos, maldades, engaños, impureza, envidias, calumnias, soberbia, necedad. Todas esas cosas malas salen de dentro y contaminan al hombre” (Mc 7,21-23).
El Evangelio habla de los que tienen un corazón duro y de los que son puros de corazón. El corazón debería ser el lugar del encuentro con Dios, el lugar del encuentro con su Amor. Por eso Dios prometió: “Os daré un corazón nuevo, pondré dentro de vosotros un espíritu nuevo, os quitaré el corazón de piedra
y os daré un corazón de carne. Pondré mi Espíritu dentro de vosotros y os haré vivir según mis normas y os haré observar y poner en práctica mis leyes” (Ez 36,26-27).
Imaginemos ahora un papá que tiene un hijito; el niño sin embargo nació con su corazoncito dañado (eso representa el pecado original), por eso no podría vivir. Pero su papá, que está perfectamente sano y es un médico extraordinario interviene con una operación: se abre el costado (es lo que hizo Jesús en la Cruz) y de su corazón paterno conecta una vena, una arteria al corazón del hijo, que así puede vivir gracias al corazón de su padre. Esa conexión representa la Gracia. El pecado venial hiere esa conexión, el pecado mortal la interrumpe… Pero con el tiempo, el niño crece y llega un momento en que ese padre dice al muchacho: hijo mío, me alegro de que tú estés vivo, que tú vivas unido a mí, pero no te veo fuerte, ni seguro, ni felíz como lo soy yo; si tú me lo permites, te propongo otra intervención: quisiera conectar todo mi ser al tuyo, mis ojos a tus ojos, mi boca a la tuya, mi mente a tu mente, mis manos a tus manos, incluso mi respiración a la tuya, de modo que yo viva en tí y tú vivas por medio mío y todo lo que es mío sea tuyo, tendremos todo en común, amaremos con un solo corazón, viviremos una sola vida… No haré nada sin tí, ni tú harás nada sin mí.
Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, tiene un Corazón divino, la Voluntad de las Tres Divinas Personas, y un corazón humano, del cual ha dicho “aprended de Mí, que soy manso y humilde
de corazón, y hallaréis alivio para vuestras almas” (Lc 11,29). El Sagrado Corazón humano de Jesús representa y contiene su Corazón divino. Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, tiene dos voluntades, una humana y otra Divina, y sin embargo no ha vivido una doble vida, unas veces como Dios y otras veces como hombre, pero siempre una sola vida de Hombre-Dios. Dos naturalezas, por tanto dos voluntades perfectamente unidas en un solo querer, Divino. Y en forma semejante es lo que ahora nos propone como don supremo de su gracia, para poder decir como El dijo al Padre: “Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío” (Jn 17,10).
Esa unión de voluntades se ve claramente en lo que ocurre en la Misa, cuando el celebrante pronuncia las palabras de la Consagración: es Jesús el que en ese momento las dice con la boca del sacerdote y la voluntad de uno y otro se identifican, son una sola y realizan el prodigio de la Eucaristía. En ese momento sucede un milagro doble: no sólo el pan y el vino se convierten en Jesús realmente presente, sino también el sacerdote: en ese momento no es él, sino que se hace una sola cosa con Jesucristo. Así debería ser para él y para cada uno de nosotros 24 horas cada día, en cada cosa. Ese es el ideal divino, su sueño de amor, la finalidad de todo, ese es su verdadero Reino.
Ya estaba en embrión, representado en la Santa Iglesia de los primeros tiempos: “La multitud de los que habían adherido a la fe tenía un solo corazón y un alma sola y nadie decía que era propiedad suya lo que le pertenecía, sino que todo entre ellos era común” (Hechos, 4,32). Pero esa unidad tropieza con el obstáculo del querer humano de cada uno, que quiere vivir separado del Querer Divino: de ahí viene toda la fatiga y la lucha que vive la Iglesia en cada miembro suyo. Por eso San Pablo exhorta casi desde el principio: “Os exhorto yo, prisionero en el Señor, a comportaros de manera digna de la vocación que habeis recibido, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportandoos unos a otros con amor, tratando de conservar la unidad del espíritu con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo, un solo espíritu, como una sola es la esperanza a la que sois llamados, la de vuestra vocación; un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios Padre de todos, que está por encima de todos, obra por medio de todos y está presente en todos” (Ef 4,1-6). Le faltó añadir la palabra “un solo Corazón”, donde dice “un solo Señor”, pero va incluido.
Este ideal divino, el sueño de su amor, su verdadero Reino está perfectamente realizado en el Corazón Inmaculado de María. Jesús dice en el 2° Volumen de la Sierva de Dios Luisa Piccarreta (el 4-7-1899): “Mi Reino estuvo en el Corazón de mi Madre, y eso fue porque su Corazón nunca estuvo agitado lo más mínimo, tanto que en el mar inmenso de la Pasión sufrió penas indecibles, su Corazón fue traspasado de parte a parte por la espada del dolor, pero no recibió el mínimo soplo de turbación. Por tanto, siendo mi Reino un reino de paz, pude extenderlo en Ella y sin obstáculo alguno libremente reinar”.
Y el 6-1-1900 Luisa dice: “Esta mañana he recibido la Comunión y, encontrándome con Jesús, estaba presente la Mamá y Reina y, oh, qué maravilla, miraba a la Madre y veía el Corazón de Ella convertido en el Niño Jesús, miraba al Hijo y veía en el Corazón del Niño a la Madre …”
El Triunfo del Corazón Inmaculado de María, prometido por Dios desde el principio, a continuación del pecado de Adán y Eva, no es sino el Triunfo de la Divina Voluntad como ha sido en Ella hace veinte siglos, y que ahora se ha de cumplir en sus hijos: es el cumplimiento en nosotros del Reino prometido.
El Corazón de Jesús manifiesta el Corazón del Padre. “El que me ve a Mí ve al Padre”, ha dicho, y yo digo: “tienes razón, Señor, pero, si me permites…, falta algo para presentar la imagen completa del Padre”. Me imagino que Jesús sonría y diga: “ya sé lo que quieres decir: si no está mi Madre, su Corazón Inmaculado unido a mi Corazón Divino, no sería completa la manifestación del Corazón del Padre”. Los Corazones de Jesús y de María, juntos, nos revelan el Corazón del Padre. Si la Iglesia celebra la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús y al día siguiente la del Corazón Inmaculado de María, es porque son inseparables en su unidad. Esos dos Corazones juntos nos muestran el Corazón Divino del eterno Padre. ¡A El, a su Voluntad es adonde nos quieren llevar!
Lo expreso con las palabras de un canto: “Oh Jesús, en tu Corazón Santo vive la Divina Voluntad, es la Fuente de todo en tu vida, de tus bienes y felicidad. – Viviré en tu Corazón Sagrado para amarte como amas Tú, quiero siempre esconderme en tu vida, en tu Querer santo, oh Jesús. – Que tu Reino venga a la tierra, que se cumpla esta Voluntad, que sea vida de todas las criaturas, como es vida de la Trinidad”.
Mis queridos hermanos, la vida procede del continuo palpitar del corazón, y antes aún que de nuestro corazón físico, viene del incesante “Te amo” del Corazón de Dios, que espera nuestra respuesta, y no recibiendola, el amor se convierte en dolor. Por eso todo el tiempo de nuestra vida, en cada istante, debemos darle esta respuesta de amor a Dios: ese es el verdadero sentido de la vida, su realización. E ese es el fin de la Misa: unirnos a la perfecta respuesta de amor que por todos nosotros Jesús le da al Padre.