Meditación

Padre Pablo Martín Sanguiao

Viernes Santo

Marzo 29, 2024

 

+ ¡Ave María! 

Queridos hermanos, el Viernes Santo contemplamos la Pasión, nuestra presencia y  participación en ella y nuestro nacimiento como hijos de Dios. Contemplemos el  misterio de la Cruz, misterio del Amor Divino +


Queridos hermanos, el Viernes Santo la Iglesia contempla y revive la Pasión del Señor. Estos  días hemos hecho la Via Crucis, hemos meditado la Pasión, uniendonos a El con las Horas de la  Pasión… Pues bien, no nos detengamos sólo en considerar el drama terrible del último día de  Jesús; eso es como la superficie del mar que vemos; pero ¿y todo lo que hay bajo la superficie,  en los abismos insondables de la Pasión? Es evidente que la Vida y la Pasión de Jesús coinciden,  y es también evidente que se explica sólo con su Amor, que ha unido cada acto de existencia de  cada hombre, de la entera humanidad a su Humanidad. Por eso, en su Pasión “estabamos”  presentes todos, desde el primer hombre hasta el último, y todos, buenos y malos, quien lo ama  y quien lo rechaza, hemos gritado “¡Crucifícale!”, los unos para tener la salvación y la Vida, los  otros como confirmación de su odio y condenación.  

Particularmente estaba “presente” el Padre Divino. ¿cómo habrá asistido a la Pasión del Hijo?  Tratemos de imaginarlo en aquellas tres horas en que Jesús agonizaba en la Cruz. ¿Qué habrá  visto? El Rostro de Cristo como una pantalla, en la cual, estupefacto, ha contemplado un desfile  de rostros, la cara de cada ser humano, desde el primero hasta el último… Y no sólo la cara de  los pequeños, de los inocentes, de los puros, de los santos, sino también la del criminal, la del  ladrón, la del blasfemo, la del pervertido, la del borracho, la del sacrílego, la del traidor…, la de  Caín y la de Judas, y también la tuya y la mía… ¡Qué horrible espectáculo! Y viendo esa cara  repugnante, deformada por el vicio y por el demonio, al verla en su Hijo crucificado, el Padre  repetía: “¡Yo perdono! ¡Yo perdono…!” 

Prosigamos. Jesús muerto, es desclavado de la Cruz. Su Madre lo recibe en sus brazos, se lo  estrecha al Corazón, no termina de besarlo y de adorarlo, ¡pobre Mamá, muriendo también Ella  sin poder morir! Se repite la escena de Belén, como cuando estrechaba al pecho a su Criatura…  ¡Qué dolor inmenso! Pero –yo no sé cómo, aunque estoy segurísimo– en medio de ese mar de  dolor habrá tenido un estremecimiento de conmoción, de ternura, cuando –yo no sé cómo, pero  en todo tenía que ser a imitación del Padre Divino– en aquel momento también Ella “nos ha  visto” a cada uno de nosotros, uno por uno, sus hijos recién nacidos, ¡vivos! ¡En su Hijo muerto  nos ha visto a nosotros, sus hijitos recién nacidos, vivos!  

En Navidad se acostumbra a representar la escena de Belén, cuando nació Jesús. Lo mismo  se podría hacer en Semana Santa con la escena del Calvario, el momento de nuestro verdadero  nacimiento. Y así, en cierto modo, las dos escenas se “sobreponen”: en lugar de Jesús muerto,  bajado de la cruz, en los brazos de María, nos vemos cada uno de nosotros, recién nacidos,  vivos, en su regazo: “Mujer, he ahí a tus hijos”.  

Todos estamos de un modo o de otro en la Pasión de Cristo, ninguno es sólo espectador.  Por eso, cuando leemos o meditamos la Pasión, sería bueno preguntarnos o preguntarle a Jesús:  ¿en cuál de los diferentes personajes de la Pasión me veo representado? …¿En los discípulos?  ¿En la Verónica? ¿En el Cireneo? ¿En Pedro? ¿En Pilato? ¿En Caifas? ¿En el buen ladrón? ¿En  María Magdalena…?  

Pidamos por tanto al Señor la gracia de sentirnos personalmente tocados en lo más profundo  por algún detalle o por alguna escena de la Pasión, por algo que deje en nosotros una huella  imborrable. Si alguien no lo siente, creo que debería preocuparse, que vaya enseguida a que le  vea un cardiólogo, para ver si es que tiene una piedra en lugar de un corazón… 

Hoy contemplemos y adoremos el misterio de la Santa Cruz, en que se concentra todo el odio  de los hombres y a la vez es la máxima expresión del Amor de Dios. Todo el mal del mundo se 

ha concentrado en la Cruz, pero al mismo tiempo todo el bien de Dios se ha dado igualmente  en la Cruz de Cristo.  

Por tanto, si “por envidia del demonio el pecado entró en el mundo y por el pecado la  muerte”, eso fué sólo permitido por Dios, tolerado con un límite preciso, por justicia y también  por misericordia. ¿Y por qué permitido o, incluso, soportado por El mismo? Porque es el riesgo  del amor dado: que no sea correspondido, que sea pagado con rechazo y con hasta con odio. Y  habiendo sido conocidos, queridos, amados y creados por Dios Padre en Jesucristo su Hijo, en  su adorable Humanidad, y creados libres para responder a su Amor, Dios ha aceptado el riesgo,  realmente mortal, de no ser correspondido por algunas criaturas. Para Dios, “el futuro” es  presente, y no obstante saber lo que habríamos hecho, su Amor no se ha echado atrás. Por eso,  al hacerse verdadero Hombre se ha hecho cargo desde el primer momento de toda nuestra  

deuda de amor y de nuestro correspondiente dolor.  

¿Qué cosa es el dolor, el sufrir? Es un vacío, es sentir que falta un bien, una destrucción del  bien, de la vida, que sólo Dios puede llenar. Si Dios permite el sufrir (siempre con medida y  límite) es con el fin de poder llenarlo de bien, de gracias, de Sí. A los ojos de Dios, hasta el dolor  (que es un mal de por sí) se convierte en un bien: es una ocasión de triunfar, de hacer triunfar su  Amor, su Felicidad, su Vida. Por tanto, con Jesús, la cruz de dejarnos abrazar por la Voluntad del  Padre, tantas veces puede hacer sufrir, pero no hace infelices. Se hace vida lo que dice San Pablo:  “Sobreabundo de gozo en mis tribulaciones”. Es como dijo Madre Teresa de Calcuta: “El amor,  si no hace sufrir, ¿qué amor es?” 

Desde luego, no es el sufrir lo que salva, sino el Amor de Dios en Cristo Jesús. No es la cruz  la que ha santificado a Jesucristo, sino El es el que ha santificado la cruz y la ha hecho fuente de  todo bien reconquistado. Se suele confundir el sufrir con la cruz: la cruz, para Jesús, es abrazar  la Voluntad del Padre, dejarnos abrazar por ella, y entonces su yugo es suave y su peso es  ligero. Entonces ya no es uno el que lleva la cruz, sino es la cruz la que lo lleva en brazos y de  da la fuerza y la vida, no se la quita. En resumen, una cruz sin Cristo es una desgracia, es una  cruz pagana, es sólo dolor que no salva a nadie; mientras que con Cristo y por tanto con su Amor  y con su Voluntad, que es la del Padre, es gracia, se vuelve salvación, vida, comunión con Dios.  

Por eso San Pablo dice –y con él todos los santos– “estoy crucificado con Cristo y ya no soy  yo el que vive, sino Cristo es quien vive en mí”, y “completo en mi carne lo que falta a los  padecimientos de Cristo en favor de su Cuerpo que es la Iglesia”. Significa que el sufrir, que  para muchos es sólo sentir ese vacío del bien que solamente Dios puede colmar (y ese sufrimiento  puede purificar la propia vida, reparar las escenas de la propia existencia echadas a perder por el  pecado), para otros es compartir con Jesús, un poco al menos, su misión de Redentor, de  Reparador en favor de los demás, “de su Cuerpo que es la Iglesia”. Así, para Jesús, mientras su  Amor habría querido vaciar incluso el infierno y evitarnos cualquier sufrimiento, por otra parte  ese mismo Amor le lleva a querer compartir su Amor y su padecer con los que están más unidos  a El, en los cuales el sufrir voluntario es una cuestión de amor.