Meditación Semanal

"Mi Parroquia Espiritual"


Catequesis sobre 

la Divina Voluntad


Padre Pablo Martín Sanguiao

La Cuaresma y la Pasión de la Iglesia

Marzo 14, 2024

+ ¡Ave María!  

 Queridos hermanos, “buena ida y buen regreso”, dijo Dios y nos creó con un beso. Y al Reino  se llega al terminar la Cuaresma que es esta vida y a través de la Pasión, como fue para Jesús. + 


Queridos hermanos, vivir en la Divina Voluntad es volver cada día con Jesús al Padre, renovados en  el Espíritu de hijos, y ese es el sentido de todo el Proyecto de Dio, la finalidad más profunda de todo lo  que Dios hace y de lo que dispone o permite que suceda, esa es la meta del camino cuaresmal. Nos conduce a la Semana Santa y a la Pascua, a celebrar y en cierto modo a poder participar con Jesús a su Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión.  

Tengamos siempre presente la meta, el verdadero fin de todo, que es llegar a una perfecta comunión con El y unidos a El con el Padre. Todo lo que ha salido de Dios debe regresar a Dios. Es como dice San Agustín: “nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón no halla paz más que cuando descansa en Ti”. Por lo mismo el Corazón de Dios no descansa hasta que no vea realizado su “sueño de amor”, tener con  

El a sus hijos que compartan todo lo que es suyo, su Amor, su Voluntad, su Vida. Eso será el  cumplimiento de su Reino, su descanso del “Séptimo día”, cuando podrá decir “¡todo se ha cumplido!” Por eso la Cuaresma representa toda la vida terrena del Señor. Todo lo que hizo y sufrió para  redimirnos lo vivió en vista del fruto, que no es sólo nuestra salvación, sino realizar el Proyecto de Dios,  su “sueño de Amor”, su Reino. Por tanto, la Cuaresma no sólo recuerda los cuarenta días de Jesús en el  desierto, preparación a su vida pública, sino que a la vez representa toda su vida terrena de Redentor y es figura del largo camino de veinte siglos de su Cuerpo Místico, toda la historia de la Iglesia, llamada a  compartir la vida de su Esposo y Cabeza, hasta el misterio Pascual de su muerte y resurrección, para  pasar del mundo al Padre. Ese es el motivo de existir de la Iglesia y la meta a la que se dirige.  Que esa sea nuestra meta en cada situación de la vida. Y no es extraño si ahora “tenemos que pasar  muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios”, como decían los Apóstoles (Hechos, 14,22), o  como decía San Francisco: “Tanto es el bien que yo espero, que toda pena es consuelo”. A la Pascua se llega después del Viernes Santo. Por tanto, no vivamos nuestras tribulaciones o cruces como tragedias,  porque si permanecemos unidos al Señor nos llevan a compartir su gloria y su Reino. Decía que el Señor ha preparado y ha vivido en su vida terrena de Redentor la vida de todos nosotros. Su vida es imágen del largo camino de veinte siglos de su Cuerpo Místico, de toda la historia de su Iglesia, que ha de compartir la vida del su Esposo, con el mismo recorrido. 

Así la Iglesia nació como El en la más grande pobreza, en el Calvario, y poco después fue perseguida;  tuvo que refugiarse en los desiertos y en las catacumbas, como Jesús en Egipto. Siguieron después los  siglos en que vivió retirada en sí misma, como Jesús en su vida oculta en Nazareth. Luego vino el  descubrimiento de América y como para Jesús empezó la vida pública de la Iglesia, durante la cual 

empezó la apostasía de las naciones que antes eran cristianas; la Fe se fue enfriando cada vez más con el abandono y la traición de tantos, incluidos sus ministros. Y así llegó, también a la Iglesia, su “Domingo de Ramos” con el último Concilio… Pero detrás del triunfalismo optimista y los “hosanna” se tramaba la traición. El “humo del demonio” entró, como pocos años después denunció el Papa Pablo VI, con la  

inundación del modernismo-progresismo. Y empezó la Semana santa de la Iglesia, la apostasía cada vez  más extendida… Así se explican las numerosas lagrimaciones de Sangre en imágenes de Nuestro Señor  y de la Stma. Virgen y otros signos. Es evidente que ahora la Iglesia está viviendo su Viernes Santo. Llegará el momento en que, a los ojos del mundo, parecerá como si hubiera desaparecido… pero la  Iglesia no puede morir, resucitará libre de tantas cosas que la han profanado y hecho casi irreconocible,  como Jesús en su Pasión. Y El dirá la niña no está muerta, sino que duerme, y Yo vengo a despertarla.  ¡Talita qum! ¡Niña, levantate!” 

Hace un siglo, el 06.09.1924, que Luisa escribía en el Vol. 17°: 

«Estando en mi habitual estado, me he hallado fuera de mí misma y con sorpresa mía he encontrado  en medio de una calle a una mujer tirada por el suelo, llena de heridas y con todos sus miembros  dislocados; no tenía ni un hueso en su sitio. La mujer, si bien estaba tan malherida que parecía el  verdadero retrato del dolor, era bella, noble, majestuosa, y al mismo tiempo causaba compasión, al verla  abandonada por todos, expuesta a que cualquiera quisiera hacerle mal. Entonces, sintiendo yo  compasión, miraba alrededor, a ver si había alguien que me ayudase a levantarla del suelo para llevarla  a un sitio seguro, y, qué maravilla, a mi lado estaba un jóven que me parecía ser Jesús. De esa forma, 

juntos la hemos levantado del suelo, pero a cada movimiento sufría dolores tremendos, dado el tener  descoyuntados los huesos. Así poco a poco la hemos llevado dentro de una casa, sobre una camita, y  junto con Jesús, que parecía amar tanto a esa mujer que quería darle su propia vida para salvarla y darle  la salud, tomábamos en mano los miembros dislocados para ponerlos en su sitio. Al toque de Jesús los  huesos se ponían en orden y aquella mujer se volvía una hermosa niña llena de gracia. Me he quedado asombrada, y Jesús me ha dicho:  

“Hija mía, esa mujer es la imagen de mi Iglesia. Ella siempre es noble, llena de majestad y santa,  porque su origen viene del Hijo del Padre Celestial; pero en que estado doloroso la han reducido los  miembros incorporados a Ella. No contentos con ser santos como Ella, la han llevado en medio de la  calle, exponiendola al frío, a las burlas, a los golpes, y sus mismos hijos, como miembros dislocados,  viviendo en medio de la calle, se han abandonado a toda clase de vicios. El apego al interés  predominante en ellos los ciega y cometen las cosas más vergonzosas; y viven a su lado para herirla y  decirle continuamente: «¡que sea crucificada, que sea crucificada!» ¡En qué estado doloroso se halla  mi Iglesia! Los ministros que debían defenderla son sus más crueles verdugos. Pero para que renazca  es necesaria la destrucción dei esos miembros e incorporarle miembros inocentes, desinteresados, con  los cuales, viviendo como Ella, vuelva a ser bella niña llena de gracia, como Yo la hice, sin malicia,  más que simple niña, para que crezca fuerte y santa. De ahí la necesidad de que los enemigos hagan  guerra para purificar los miembros infectados. Tú reza y sufre, para que todo resulte para mi gloria”.» 

Y Luisa escribe (Vol. 4°, 23.2.1903): « Encontrandome afuera de mí misma, me he hallado al lado  de un jardín que parecía ser la Iglesia, junto al cual había personas que tramaban un atentado contra la  Iglesia y el Papa [en aquel momento era León XIII], y en medio de ellas estaba Nuestro Señor  crucificado, pero sin cabeza. ¿Quién puede decir la pena, la repugnancia que causaba ver su Santísimo  Cuerpo en ese estado? Comprendía que los hombres no quieren a Jesucristo como cabeza y, como  la Iglesia lo representa en la tierra, por eso tratan de destruir a aquel que hace sus veces.  

Después me he hallado en otro lugar, en que he encontrado otras personas que me preguntaban:  “¿Qué dices tú de la Iglesia?” Y yo, sintiendo una luz en mi mente, he dicho: “La Iglesia será siempre  Iglesia; todo lo más podrá lavarse en su propia sangre, pero ese baño la hará aún más bella y  gloriosa”. Y ellos, al oír eso, han dicho: “Es falso, llamemos a nuestro dios y veamos lo que dice”. 

Entonces ha salido un hombre que superaba a todos en altura, con una corona en la cabeza, y ha dicho:  “La Iglesia será destruida, no habrá más funciones públicas, todo lo más alguna a escondidas, y la  Virgen ya no será reconocida”. Yo, al oír eso, he dicho: “¿Y quién eres tú, que te atreves a decir eso?  ¿No eres tú acaso aquella serpiente condenada por Dios a arrastrarte por el suelo? ¿Y ahora te atreves  tanto que haces creer que eres rey, engañando a la gente? ¡Te ordeno que te des a conocer por lo que  eres!” Y mientras decía eso, de alto que parecía se ha hecho muy bajo, ha tomado la forma de serpiente  y dando un relámpago se ha hundido; y yo me he hallado en mí misma.» 

Y en el Vol. 6°, el 07.08.1904: “Hija mía, los sufrimientos alejan mi justa cólera y se renueva la luz  de la gracia en las mentes humanas. Ah, hija, ¿crees tú que serán los seglares los primeros que  perseguirán a mi Iglesia? Ah, no, serán los religiosos, los mismos jefes, que fingiendo ser por ahora  hijos, pastores, pero que en el fondo son serpientes venenosas que se envenenan a sí mismos y a los  demás, empezarán a desgarrar entre ellos a esta buena madre, y luego seguirán los seglares”.  

Así fue para Jesús: primero fue rechazado, odiado y condenado a muerte por los fariseos, escribas,  doctores de la Ley y por el sumo sacerdote Caifas, e sucesivamente por el poder político, el gobernador romano. Así será para la Iglesia. Por eso San Pedro nos dice: “Carísimos, no os sorprendáis del incendio  de persecución que se ha producido entre vosotros para probaros, como si fuera algo extraordinario.  Más bien, en la medida en que participáis en los padecimientos de Cristo, alegráos para que en la revelación de su gloria podáis exultar de gozo. (…) Pues ha llegado el momento en que empieza el  juicio por la casa de Dios; y si empieza por nosotros¿cuál será el fin de los que rehusan obedecer al  Evangelio de Dios?” (1a Pedro 4,12-17) 

    Y San Pablo: “Por eso no nos desanimamos, pues aunque nuestro hombre exterior se va deshaciendo,  nuestro hombre interior se renueva de día en día. Pues el momentáneo, ligero peso de nuestra  tribulación nos prepara una cantidad incalculable y eterna de gloria, porque ponemos la mirada en las cosas visibles, sino en las invisibles. Las cosas visibles son de un momento, las invisibles son eternas.” (2a Cor 4,16-18)