Meditación Semanal

"Mi Parroquia Espiritual"


Catequesis sobre 

la Divina Voluntad


Padre Pablo Martín Sanguiao

"La Santísima Trinidad

"¿Quién soy Yo y quién eres tú?"


Junio 4, 2023

+ ¡Ave María! 

Mis queridos hermanos, nuestra vida se explica sólo respondiendo a dos preguntas que nos  hace el Señor: “¿Quién soy Yo y quién eres tú? ¿Cuál es mi Amor por tí? ¿Y cuál es el tuyo a Mí?” Así somos llamados a entrar en el Misterio y en la Vida de la Stma. Trinidad. + 



Queridos hermanos, después de Pentecostés, el domingo sucesivo es precisamente la fiesta de la Stma. Trinidad, que nos invita a contemplar este infinito Misterio, porque somos fruto de su eterno Amor y como hijos en el Hijo somos llamados a tomar parte en su divino Proyecto de Amor. 

En nuestras meditaciones o “catequesis” sobre la Divina Voluntad, apoyadas en la Palabra de Dios como la conoce la Iglesia, tiene un puesto central la doctrina que sobre ella nos ha dado el Señor por  medio de los Escritos de la “pequeña Hija de la Divina Voluntad”, actualmente “Sierva de Dios”, Luisa  Piccarreta. Una doctrina que no sólo puede colmar nuestra mente, sino aún más saciar nuestro corazón, puesto que el Libro de Dios, conforme al cual debemos llenar nuestro pequeño cuadernito, no pide tanto  que lo leamos, cuanto que lo “devoremos”, como dice Jeremías: “Cuando tus palabras vinieron a mi  encuentro, las devoré con avidez; tu palabra fue la alegría y el gozo de mi corazón, porque yo llevaba tu nombre, Señor, Dios de los ejércitos” (Jer 15,16). 

¿Y de dónde empezar? Escribe Luisa en su 2° volumen, el 28.10.1899: “Esta mañana mi amable Jesús ha venido en medio de una luz y mirandome, como si me penetrara por todas partes, tanto que me sentía anonadada, me ha dicho: “¿Quién soy Yo y quién eres tú?” 

Esas palabras me penetraban hasta la médula de los huesos y veía la infinita distancia que hay entre el Infinito y lo limitado, entre el Todo y la nada; y no sólo, sino que además veía la malicia de esta nada y de qué manera se había enfangado. Me parecía ser como un pez que nada en las aguas; así mi alma nadaba en la podredumbre, entre gusanos y entre tantas otras cosas capaces sólo de horrorizar al verlas.  ¡Oh Dios, qué visión abominable! Mi alma hubiera querido huir ante la vista de Dios tres veces Santo,  pero con otras dos palabras me sujeta, es decir: “¿Cuál es mi Amor por tí? ¿Y cuál es el tuyo a Mí?”  Ahora bien, mientras que con las primeras palabras hubiera querido huir espantada de su presencia,  con la segunda pregunta, “¿cuál es mi Amor por tí?”, me he sentido sumergida, atada por todas partes por su Amor, ya que mi existencia es fruto de su Amor y si ese amor hubiera cesado, yo ya no habría existido. Por tanto, me parecía que el palpitar de mi corazón, mi inteligencia y hasta la respiración eran una reproducción de su Amor. Yo nadaba en El, y querer huir me parecía imposible, porque su Amor me rodeaba por todas partes”. 

Estamos en presencia del infinito Misterio de Dios, de “Aquel que ES”, y su Voluntad palpitante de  Amor por nosotros nos rodea por todas partes y en todas las cosas, hasta en lo más íntimo de nosotros  mismos, esperando con los brazos abiertos que nuestra pequeña voluntad corra a su encuentro para abbrazarla y entregarse a ella por entero. Es un deber nuestro de criaturas reconocerlo y adorarlo, alabarlo  y bendecirlo, dandole gloria y honor, dandole gracias y amor, como podría hacer un espejito ante el sol.  

Y Luisa escribe por obediencia, al comienzo de su 2° volumen: “…En el sol yo veo una sombra especial de Dios: Lo veo como representado en ese astro, come rey de todos los otros planetas. 1°. ¿Qué cosa es el sol? No es más que un globo de fuego. Uno es el globo, pero muchos son los rayos, de modo que podemos comprender fácilmente que el globo representa a Dios, y los rayos son los  inmensos atributos de Dios.  

2º. El sol es fuego, pero a la vez es luz y es calor, así que la Santísima Trinidad está representada  en el sol: el fuego es el Padre, la luz es el Hijo, el calor es el Espíritu Santo, pero uno es el sol. Y como  no se puede separar el fuego de la luz y del calor, así una es la potencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que entre Ellos no se pueden realmente separar. Y como el fuego produce al mismo tiempo la luz y el calor, de modo que no se puede concebir el fuego sin concebir también la luz y el calor, así no se  puede concebir al Padre antes que al Hijo y al Espíritu Santo, y así recíprocamente los Tres tienen el  mismo principio eterno…” 

Y no es posible concebir nuestra existencia si no es partiendo de Dios. Pero ‒digamos de una manera  muy humana‒ ¿de dónde le ha venido a Dios el deseo de crearnos? ¿Y desde cuándo? “Cuando venga el  Consolador que Yo os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad que procede del Padre, El dará testimonio de Mí; y también vosotros daréis testimonio de Mí, porque habéis estado conmigo desde el  principio” (Jn 15,26-27). Así dijo el Señor a los Apóstoles en la última Cena, y no sólo a ellos, sino a todos, porque el “principio” de que habla es la Voluntad del Padre, de la cual parten todos los decretos de su Querer eterno. Y el testimonio es que a El le debemos nuestra existencia y todas las cosas: en el  Hijo el Padre nos ha visto, nos ha amado como hijos y nos ha creado. Como dijo San Pablo: “En El  vivimos, nos movemos y existimos, porque linaje suyo somos” (Hechos 17,28). 

Y ahora demos una primera mirada al Proyecto eterno de Dios. 

Dios no tenía necesidad de nada ni de nadie. La suya es una necesidad de desahogar su Amor. Todo lo que ha salido de Dios como amor debe regresar a El como respuesta a su amor.  Dependiendo del misterio divino de las relaciones entre las Tres Divinas Personas (la generación del  Hijo y la “procesión” del Espíritu Santo), el primer decreto eterno de su Querer ha sido la Encarnación del Verbo, Nuestro Señor Jesucristo. Pero con El ha sido eternamente querida y concebida, en medio de  las Tres Divinas Personas, Aquella que había de ser su Madre, la Stma. Virgen.  De Ella sin embargo Dios ha hecho depender la Encarnación del Hijo de Dios. María ha sido siempre perfectamente libre en su respuesta a Dios. Dios se ha “jugado” todo con la libre respuesta de María, sólo  por amor, la sola respuesta digna de Dios. Sin Ella no habríamos tenido ni Redentor ni Redención, sin  Ella no habría habido ni una página del Evangelio. Más aún: puesto que la misma Creación de todos  nosotros y de todo lo que existe debía depender de la Encarnación del Verbo Divino, la consecuencia es  que Dios ha hecho que la misma existencia de la Virgen y de todos nosotros dependiera del “sí” divino  de María.  

En el Acto eterno y a la vez histórico de la Encarnación, junto con la Humanidad adorable de Nuestro  Señor, su Amor le ha hecho concebir en Sí a todas las almas, en primer lugar la de su Madre, rodeandola  de todos sus méritos y preservandola de toda mancha de pecado: María es la primera redimida, si bien  de un modo diverso del nuestro. María redimida, para que el pecado no pudiera tocarla; mientras que  nosotros hemos sido liberados del pecado, en el que hemos venido a la existencia.  

Porque el pecado personal de nuestro primer padre Adán, lo separó de Dios con todas las  consecuencias, y de ser hijo de Dios por Gracia se hizo rebelde y extraño a Dios. Arrepentido, pudo  solamente ser admitido como siervo y, riquísimo como era, cayó en la más grande miseria… Todos sus  hijos, hasta el último que vendrá, hemos venido al mundo en “fuera de juego”, separados de Dios,  heredando todos los males en vez de todos los bienes y necesitados de ser salvados. 

Si “el río” de la humanidad quedó contaminado desde la fuente (Adán y Eva), el pecado no pudo tocar  a María porque ella, junto con su Hijo, están eternamente antes que la fuente. “Antes de que Abrahám  fuera, Yo Soy” (Jn 8,58), ha dicho Jesús, y por tanto “antes de que Adán fuera, Yo Soy”. Y con El, María  podría decir “antes de que Eva fuera, yo soy”. En efecto, en la aparición de Tre Fontane en Roma (en 1947), la Virgen de la Revelación se presentó diciendo: “Yo soy la que es en la Divina Trinidad”. Por  eso, el haber nacido tantos siglos después de nuestros primeros padres no significa nada, pues Ella junto con su Hijo son antes, en el orden de “causa-efecto”, y por ellos la Justicia Divina no destruyó a Adán y a toda su descendencia y toda la Creación, que por el pecado del hombre ya no tenía razón de existir. 

El pecado original fue la peor catástrofe de toda la Historia de la Creación, la cual hubiera debido desaparecer, porque el hombre y la mujer ya no eran hijos de Dios, para los cuales había sido creada: se  habían rebelado contra Dios, que tanto los había colmado de bienes. En aquel preciso instante toda la  Naturaleza se rebeló contra el hombre. Y así, por envidia del demonio entró el pecado en el mundo y por  el pecado entraron todos los demás males y la muerte: “Sí, Dios ha creado al hombre para la  inmortalidad; lo hizo a imagen de su propia naturaleza. Pero por envidia del demonio la muerte ha  entrado en el mundo; y la experimentan los que le pertenecen” (Sab 2,23-24). Y San Pablo dice: “La  Creación misma espera con impaciencia la revelación de los hijos de Dios; pues ha sido sometida a la  caducidad –no por su querer, sino por el querer del que la ha sometido– y nutre la esperanza de ser también ella liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad de la gloria de los  hijos de Dios. Bien sabemos que toda la Creación gime y sufre hasta ahora en los dolores del parto; y  no sólo ella, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente  esperando la adopción como hijos, la redención de nuestro cuerpo” (Rom 8,19-23). 

Si Dios no destruyó la Creación es porque sabía que un día se había de encarnar su Hijo, que junto con su Madre Inmaculada eran aquellos por los cuales Dios Padre creaba todo. Jesús y María un día  habrían reparado el daño del pecado y nos habrían salvado a todos nosotros, mediante la Redención,  haciendonos de nuevo hijos de Dios y herederos y reyes de todo lo creado.