Meditación Semanal
"Mi Parroquia Espiritual"
Catequesis sobre
la Divina Voluntad
Padre Pablo Martín Sanguiao
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la Divina Voluntad
Padre Pablo Martín Sanguiao
Jesús en la Eucaristía, nuestra vida
Junio 22, 2025
+ ¡Ave María! Queridos hermanos, la primera procesión del Corpus Christi la hizo la Stma. Virgen en su Visitación a Isabel, llevando en su seno materno al Verbo Encarnado. El Señor en la Eucaristía desea formar su Presencia y su Vida en nosotros, para hacer de nuestra vida una Misa, una Comunión y una continua procesión del Corpus, llevándolo como María a todos nuestros hermanos +
Queridos hermanos, celebramos la fiesta del Corpus Christi, de la Eucaristía, la fiesta de la Presencia viva del Señor entre nosotros. Y podemos decir que la Vida del Señor tiene como tres dimensiones: la primera es su Vida histórica de 33 años, en la tierra, con la cual ha llevado a cabo la Redención del mundo; desde su Encarnación hasta su Resurrección y Ascensión al Cielo, su Vida por nosotros. La segunda dimensión es intermedia, de paso: es su Vida Eucarística. Ha querido permanecer con nosotros en la Eucaristía, como preparación a la tercera dimensión, su Vida Mística, su Vida en nosotros: esta es la finalidad de la Eucaristía, formar su Presencia y su Vida en nosotros. Para eso nos ha creado, es su sueño de amor eterno: compartir todo con nosotros, en primer lugar su misma Vida.
Notemos estas tres palabras, tres preposiciones que oimos siempre en la Misa: “por Cristo, con El y en El”. También nosotros debemos hacer todo por el Señor, podemos presentarnos al Padre sólo por medio de El y con El, porque sin El no podemos hacer nada, y entregarle todo, meternos en El, en su Corazón. E igualmente, también El ha hecho todo por nosotros, ha dado su Vida entera por nosotros. Luego nos ha asegurado, antes de dejarnos visiblemente, que El está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Pero El quiere vivir en nosotros, su Vida en nuestra vida, para compartir todo en una comunión perfecta con nosotros. Estas tres cosas, por nosotros, con nosotros, en nosotros, las ha concentrado en la Eucaristía.
Y entonces, ¿qué cosa es la Eucaristía? No es una cosa, es Alguien, es Jesucristo. El es la Eucaristía. Hacer la Comunión no es, como tantas personas ignorantes y superficiales dicen, “tomar la Hostia”, sino que es recibir en nuestro cuerpo a Dios, ¡nada menos! No es tomar, sino recibir, dos cosas muy distintas: toma el que tiene derecho a tomar, de lo contrario es robar; mientras que recibir es un don: el don de amor que Dios nos da de Sí mismo. Cambia totalmente el sentido, el significado. Tenemos necesidad de la Eucaristía, pero nadie tiene derecho a Ella.
Por tanto la Eucaristía es Jesucristo, y es tres cosas: su Sacrificio, su Presencia y Comunión con El, conforme a esas tres palabras que ya hemos dicho: por, con, en.
Por nosotros se ha sacrificado: la Eucaristía es el Sacrificio del Señor, presente, real, no un recuerdo histórico, sino actual y vivo para nosotros, para que podamos tomar parte en él y hacerlo nuestro; el Sacrificio del Señor, eso es la Misa. Es la primera cosa; tantos la niegan, peor para ellos, pero nosotros la sabemos, la creemos, la afirmamos. Es el único Sacrificio que Dios reconoce y acepta para presentarse ante El. En la Misa ‒se puede decir‒ en realidad se viaja en el tiempo y en el espacio porque nos hallamos presentes en el Cenáculo en aquella última tarde de la vida del Señor ‒todos estabamos allí‒ cuando El consagró el pan y el vino y en aquel momento hizo presente y vivo, como un solo Acto, cada instante de su Vida, el Calvario, su Muerte y también su Resurrección.
La segunda cosa es Presencia: Jesús está presente, es Dios con nosotros, en todos los sagrarios de la tierra, oculto en las especies Eucarísticas válidamente consagradas. Bajo ese aspecto pobrísimo, humildísimo, El ha querido quedarse con nosotros: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” ‒ha dicho‒ hasta el fin de vuestra vida, en cada momento estoy a vuestra disposición.
La tercera palabra, “en”, indica la tercera cosa: Comunión. La finalidad de Jesús en la Eucaristía no es estar en el sagrario, sino salir de él para entrar en nosotros y hacer de nosotros sus sagrarios vivientes, Eucaristía viviente, como otra Humanidad suya por pura gracia, para hacer de nosotros una vestidura que lo cubra, su Morada, su Cielo, su Reino, el triunfo de su Amor, para hacer de nosotros un sola cosa con El, para que como El dijo al Padre también nosotros podamos decir: “todo lo mío es Tuyo y todo lo Tuyo es mío; yo soy todo Tuyo y Tú eres todo mío”. Para compartir con nosotros su vida, su gloria, su majestad infinita, como la comparten las Tres Divinas Personas, para ser ‒como dice S. Pedro‒ “partícipes de la Naturaleza Divina” (2 a Pedro 1,4). ¡Eso es la Eucaristía!
¡No es una cosa lo que se recibe, que se toma en mano como si fuera una galleta, sino que es el Señor! Es cierto que en estos últimos decenios lamentablemente ha sido dado el permiso (como excepción, no como norma) de poder recibirlo también así, pero se pierde el sentido de lo Sagrado, la Fe, el comprender Quien es El y quienes somos nosotros… Por eso, como signo de su Presencia, la Liturgia establece en la S. Misa al menos un momento, la Consagración, en el que debemos manifestar nuestra fe en la Presencia viva del Señor y nuestra adoración estando de rodillas (y si alguien no puede hacerlo con el cuerpo, al menos lo haga con el corazón). Es un gesto que leemos tantas veces en la S. Escritura, como cuando San Pablo dice: “Doblo las rodillas ante Nuestro Señor Jesucristo”, que significa: lo reconozco como mi Dios y reconozco que le pertenezco, soy todo suyo, Le debo todo. Un gesto que, ahora, a causa de la pérdida de la Fe y por estúpida soberbia tantos ignoran, pero nosotros tenemos el deber de hacerlo y transmitirlo a quien no lo sabe; ha desaparecido por la soberbia y la rebelión del demonio, que no quiere reconocer al Señor y adorarlo, tratandolo como si fuera una cosa. Por eso, en tantas partes la Misa se ha reducido a una fiesta ruidosa de fraternidad, a una ceremonia vacía, mientras que es ante todo un extraordinario encuentro con el Señor.
En la Misa El hace presente su Sacrificio: cada altar es el Calvario, no es una mesa, aunque tantas veces tenga esa forma, incluida la de la última Cena del Señor. Allí hizo ya presente, anticipado, el Calvario. Por tanto, en la Misa asistimos a la entrega de Sí mismo: se ha entregado a nosotros de parte del Padre, se ha entregado al Padre en nombre de todos nosotros. Se ha negado a Sí mismo, se ha humillado para afirmar el derecho absoluto del Padre y reparar nuestra deuda: ¡eso es la Misa! Una competición de Amor infinito entre el Padre y el Hijo en la cual quieren que tomemos parte, una corriente infinitamente potente, que el Señor hace que dependa de su Sacerdote y que pase a través de ese pobrísimo instrumento humano, con el que El se identifica en ese momento para pronunciar sus palabras que crean el prodigio: “Este es mi Cuerpo, este es el cáliz de mi Sangre”. ¡Es Jesucristo el que habla!
La Iglesia celebra esta Fiesta, adorando públicamente al Señor, presente y vivo con nosotros, con una solemne procesión. La primera procesión del Corpus Christi la hizo la Stma. Virgen en su Visitación a Isabel, llevando en su seno materno al Verbo Encarnado. Pidamosle a Ella, presente donde quiera que esté su Hijo, presente en cada S. Misa ‒nadie sabe adorar, reparar, dar las gracias y amar como Ella‒, pidamosle que nos enseñe como asistir y recibir a Jesús en la Eucaristía, que sea Ella la primera que Jesús encuentre en nosotros cuando lo recibimos. Un encuentro con el Señor que debe anticipar y preparar el encuentro que tendremos en el momento de nuestra muerte. Un encuentro que se hace con el deseo, con el pensamiento y con el corazón desde el primer momento cada mañana ‒la llamada comunión espiritual‒: “Dios mío, vengo a saludarte en cada sagrario de la tierra, me uno a Tí en cada Misa de todos los tiempos: yo creo, adoro, espero y te amo, te pido perdón por los que non creen, no adoran, no esperan y no te aman”.
El Señor en la Eucaristía desea formar su Presencia y su Vida en nosotros, para hacer de nuestra vida una Misa, una Comunión y una continua procesión del Corpus, llevándolo como María a todos nuestros hermanos.
Ahora deseo limitar mi reflexión acerca de la Eucaristía en cuanto Santa Misa. Nuestra atención y nuestro pensamiento sobre ella no saben ir más allá del “velo” ‒digamos‒, más allá de la ceremonia, del rito, de la liturgia. Es como fijarnos sólo en los “accidentes” de la Eucaristía, de la Hostia: su forma, su color, su sabor, lo que perciben los sentidos, sin pensar en la “sustancia”, o sea, en la Realidad presente bajo esas cosas accidentales, que es la Presencia real y viva de Nuestro Señor y lo que El hace, su Vida entera, su Sacrificio, y por qué lo hace.
El Señor no se hace pan, no se hace vino, sino que se hace presente y se oculta en ese pan y vino. Una vez consagrado, ese pan ya no es pan, ese vino ya no es vino; del pan y del vino quedan sólo los “accidentes”, el color, el sabor, la forma, pero la Realidad que cubren es el Señor. Y si esos “accidentes” sacramentales de lo que fue pan o de lo que fue vino se estropean, se alteran o si son desviados de su finalidad, el Señor se retira, cesa su Presencia Eucarística. Es lo que sucede después de comulgar, al cabo de unos 10 o 15 minutos, cuando esa Hostia ha sido absorbida por nuestro organismo. ¡Qué maravilla de su Amor! Una trasfusión de sangre o un órgano trasplantado es nada en comparación con el Don de Sí que nos hace el Señor. Comparte con nosotros todo, incluso su ADN. No lo transformamos en nosotros, como pasa con los alimentos, sino que nos transforma en El si no le ponemos el obstáculo de nuestro querer humano. ¡Ahí está el detalle, ahí está el secreto!
Todo está presente en la S. Misa. La historia del mundo no es sólo “la historia de la Salvación”, sino, aún más, es la historia del maravilloso Proyecto del Padre y coincide con la Santa Misa. El centro de la Misa, su momento esencial es la Consagración. Todo lo que la precede es su preparación; todo lo que sigue es su consecuencia, que es la Comunión. En ella Jesús se ofrece a nosotros. Así es la Historia: en el centro de ella está “la Plenitud de los Tiempos” (Gál. 4,4), cuando tuvo lugar la Encarnación del Verbo y nuestra Redención.
La Historia así resulta dividida en dos partes: antes de Cristo y después de Cristo. Tiene un comienzo, un momento central (que conduce después a un momento culminante) y un final: - El comienzo fue la creación del mundo o comienzo de los tiempos: corresponde al comienzo de la Misa. - El momento central es “la plenitud de los tiempos”: corresponde a la Consagración. - El momento culminante, “el fin de los tiempos”: corresponde a la Comunión. - Y la conclusión de la historia o “fin del mundo” corresponde al final de la Misa.
Sería bastante subjetiva esta idea, si no hubiera una precisa coincidencia objetiva: que en cada Misa la Consagración es precisamente la que hizo Jesús en su última Cena. Por tanto, el punto preciso de referencia por el que considerar la entera Historia como una Misa es este: el Sacrificio del Señor. En ella las palabras de la Consagración sono las mismas que Jesús dijo entonces, con las cuales no es “representada”, sino hecha presente de nuevo, y ese es el significado de “memorial”), y el gesto de la elevación de la Hostia y del Cáliz corresponde al momento en que Jesús fue elevado en la Cruz: “Anunciamos tu Muerte, proclamamos tu Resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”
En la Eucaristía, en la Santa Misa, el Señor ha puesto y ha expresado el misterio de infinito Amor que lo une al Padre, el infinito heroismo del Amor de las Tres Divinas Personas, con el fin de hacernos participar como hijos en ese Amor que es su Vida.