Meditación Semanal
"Mi Parroquia Espiritual"
Catequesis sobre
la Divina Voluntad
Padre Pablo Martín Sanguiao
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la Divina Voluntad
Padre Pablo Martín Sanguiao
La vida: deseo, espera y preparación
21 de Noviembre, 2024
+ ¡Ave María!
Queridos hermanos, todo en la vida parte del deseo, y toda la vida es espera y preparación para volver a Dios, así como toda la vida y la historia de la Iglesia es desear, esperar y prepararse a la venida gloriosa del Señor. ¿Adónde va nuestra vida, en cada instante? ¿Adónde estamos yendo? +
Carísimos, hoy la Iglesia celebra la Presentación de María en el Templo cuando ella tenía tres años (así resulta en la Tradición de la Iglesia desde el principio), y el Señor le dice a Luisa (volumen 16, 10 de noviembre 1923):
“¡Mi querida pequeñita! Te he escogido pequeña, porque los pequeños se dejan hacer lo que se quiere; no van solos, sino que se dejan llevar, más aún, tienen miedo de poner el pie ellos solos. Si reciben regalos, sintiéndose incapaces de tenerlos, los ponen en el regazo de su mamá. Los pqueños están desprendidos de todo, no se fijan si son ricos o pobres; no se preocupan de nada. ¡Oh, qué bella es la edad infantil, llena de gracia, de belleza y de frescor! Por eso, cuanto más grande es la obra que quiero hacer en un alma, tanto más pequeña la elijo. Me gusta mucho el frescor y la belleza infantiles. Me gusta tanto que la conservo en la pequeñez de la nada de donde ha salido; nada de propio dejo entrar en ella para no dejarle que pierda su pequeñez y así conservarle el frescor y la belleza divina, de la que ha salido” (…) “Pequeña mía, la maldad no puede entrar en los verdaderos pequeños. ¿Sabes tú cuando empieza a entrar el mal, el crecimiento? Cuando empieza a entrar el propio querer. Cuando entra en la criatura, empieza a llenarse y a vivir de sí misma, y el Todo se va de la pequeñez de la criatura; y a ella le parece que su pequeñez se hace grande, pero es grandeza que hace llorar porque, no viviendo Dios del todo en ella, se separa de su Principio, deshonra su origen, pierde la luz, la belleza, la santidad, el frescor de su Creador. Le parece que crece a sus propios ojos e incluso a los ojos de los demás, pero ante Mí, ¡oh, cómo decrece! Tal vez se haga grande, pero nunca será mi pequeñita predilecta, que Yo, movido por amor a ella, para que se mantenga como la he creado, la lleno de Mí y la hago la más grande, y nadie podrá igualarla.
Eso es lo que hice con mi Madre Celestial. Entre todas las generaciones Ella es la más pequeña, porque en Ella nunca entró su querer como agente, sino siempre mi Querer Eterno, el cual no sólo la conservó pequeña, bella, fresca, como había salido de Nosotros, sino que la hizo la más grande entre todos. ¡Oh, qué bella era, pequeña por sí misma, pero grande, superior a todos por obra nuestra! Sólo por su pequeñez fue elevada a la altura de Madre de Aquel que la creó. Por eso, como ves, todo el bien del hombre está en hacer mi Voluntad, mientras que todo el mal está en hacer la suya. Por eso, para venir a redimir al hombre escogí a mi Mamá, por ser pequeña, y me serví de Ella como canal para hacer bajar sobre el género humano todos los bienes y los frutos de la Redención.”
La Presentación de Maria en el Templo cuando tenía tres años ‒y allí vivió 12 años, hasta cuando salió por su desposorio con San José cuando tenía 15 años‒ fue como el ofertorio oficial de su vida, que Ella consagró para obtener de Dios la venida del Mesías ‒era su inmenso deseo‒, no imaginando que precisamente Ella había de ser su Madre.
Y en la 15a lección de “la Regina del Cielo”, Ella dice:
“Ahora escúchame, hija mía. Yo fui al Templo sólo para vivir de Voluntad Divina. Mis santos padres me encomendaron a los superiores del Templo, consagrandome al Señor, y mientras hacían eso Yo estaba vestida de fiesta, se cantaron hímnos y profecías sobre el futuro Mesías. Oh, cómo se alegraba mi Corazón. Después con valor les dije adios a mis santos y queridos padres, les besé la mano, les di las gracias por los cuidados que tuvieron de mi infancia y por haberme consagrado al Señor con tanto amor y sacrificio. Mi presencia pacífica, sin llorar y animosa les dio tanto ánimo, que tuvieron la fuerza de dejarme y separarse de mí. La Voluntad Divina reinaba en mí y extendía su reino en todos mis actos. Oh potencia del «FIAT», sólo tú podías darme el heroismo, porque aunque era tan pequeña, tuve la fuerza de separarme de quienes tanto me amaban, viendo que se sentían partir el corazón al separarse de mí.
Ahora, hija mía, escúchame. Yo me fui a vivir en el Templo y lo quiso el Señor, para hacerme extender el reino de la Divina Voluntad en los actos que había de hacer allí, para preparar con mis actos humanos a todas las almas consagradas al Señor el terreno y el Cielo que se debía formar sobre ese terreno de la Divina Voluntad”
Esa fue la finalidad de la Stma. Virgen y la de Dios en la inspiración que le dio a Ella y a sus santos padres. Y nosotros nos preparamos, como Ella se preparó, al encuentro con el Señor, a la gran solemnidad del próximo domingo, el último del año litúrgico, la fiesta de Cristo Rey, que la Iglesia instituyó hace ya 99 años. ¡El 2025 será, no cabe duda, “un año jubilar”! El Señor quiere que su Reino esté ya formado, empezando por nosotros, como se lo presentó María en el momento preciso, en la Plenitud de los tiempos, y entonces en Ella se encarnó.
Por tanto hoy vemos que en el Proyecto de Dios hay un punto de partida y un punto de llegada, un origen o causa y una meta o finalidad. Dios ha establecido el origen y la finalidad: todo lo que ha salido de Dios debe volver a Dios, pero si la criatura no hace las cosas con esta finalidad, o sea, cuando obra por otro fin, puede perder a Dios para siempre. El punto de partida de la vida es el deseo, y toda la vida es espera y preparación para volver a El, así como toda la vida y la historia de la Iglesia es esperar y prepararse a la venida de Jesús como Rey glorioso.
La vida y la historia de la Iglesia, así como nuestra vida en la tierra, está representada en el Exodo, es una “pascua”: “pasar del mundo al Padre” (Jn 13,1) como Jesús, que ha venido del Padre y ha regresado al Padre (Jn 13,3). Es como el regreso del hijo pródigo a la Casa del Padre.
Hemos venido solos a este mundo y de él nos iremos solos. “Dichosos los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus fatigas, porque sus obras les acompañan” (Apoc. 14,13). Y cuando llegue la hora tendremos que dejar todo, nada nos llevaremos de tantas cosas y criaturas que el Señor nos ha dado. De esta vida sólo nos llevaremos nuestras obras con lo que se merecen. “Desnudo salí del seno de mi madre, y desnudo volveré a la tierra. El Señor ha dado, el Señor ha quitado, ¡bendito sea el nombre del Señor!”, dijo Job (1,21).
En nuestra vida Dios ha puesto tantas personas, mediante las cuales nos da todo lo que necesitamos para nuestro viaje de vuelta a El, su Providencia, su Sabiduría, su Amor. Son medios para conocerle, amarle y servirle, pero el fin es sólo El. Si los sacramentos de la Redención son siete, los de la Creación son innumerables, pero todas las criaturas son “signos sensibles, instituidos o creados por Dios, que manifiestan y comunican una gracia suya”, que nos ofrecen sus noticias y su Amor, al cual debemos corresponderle por justicia.
Por desgracia el corazón humano fácilmente se va apegando a una cosa o a otra, a cosas y a personas, criaturas que tendremos que dejar porque ellas también nos dejan. Morir es precisamente eso, una separación. En un determinado momento se presentan en nuestra vida amigos y personas queridas, las criaturas que son como las estrellas en la noche, que antes o después se ocultan y nos dejan, o bien nosotros nos vamos y tenemos que dejarlas. Sin que lo sepan, realizan de parte de Dios un cierto trabajo con nosotros, para nuestro bien. Sólo en el Cielo, donde todo lo pasado es para siempre presente, volveremos a encontrarlas y entonces, sin peligro de ponerlas en lugar de Dios, será la posesión recíproca del verdadero Amor.
Por tanto, veamos adónde cada uno de nosotros estamos yendo. Porque no sirve tanto saber adónde está yendo el mundo o bien la Iglesia, o en qué momento de la historia estamos, cuanto ver adónde vamos cada uno de nosotros personalmente cada día, adónde van los días y las horas que Dios nos concede, adónde van nuestros pensamientos y nuestras palabras, nuestros deseos y nuestras obras, qué dirección toman. Porque el hombre viene de Dios y debe regresar a Dios y no se improvisa el regreso: se hace momento por momento.
Hermanos míos, es fundamental nuestra intención en cada cosa que hacemos, qué buscamos y la finalidad que damos a cada cosa: ¿adónde nos lleva? Porque dos son las posibles direcciones: o hacia Dios o hacia el propio “yo”, o son según el Querer de Dios o, por el contrario, según nuestra voluntad. Todas las cosas, o nos acercan a Dios o nos alejan de El. Y por eso el Señor en un cierto momento nos pondrá a todos ante el espejo de nuestra conciencia, ante la Verdad que es El, como ante una bifurcación en la que cada uno tendrá que decidir, dar una respuesta. Será un Aviso, como una anticipación del Juicio final, como fue en el Calvario donde, a los dos lados de Jesús, estaban crucificados dos ladrones: uno se rindió al Amor y se salvó, el otro se cerró en sí mismo y se perdió. “En aquella noche uno será tomado y el otro dejado” (Lc 17,34). “Señor, ¿a quién iremos? Tú solo tienes palabras de Vida eterna” (Jn 6,68). Más que nunca debemos pedir al Señor y a nuestra Madre Celestial que nos tomen de la mano y nos lleven en todo hacia el Reino de Dios.
La vida es el tiempo de la prueba, el tiempo de dar una respuesta al Amor de Dios. Al Amor se responde sólo con amor. A su invitación, a su deseo debe corresponder nuestro deseo. Y cuando los dos deseos coinciden forman un puente sobre el que pasa la Vida, para crear una maravillosa comunión con Dios. Nuestra vida está formada por una larga serie de instantes, como es una larga serie de pensamientos, de latidos, de respiros.
Los Ángeles han dado su personal y decisiva respuesta a Dios de una vez por todas, habiendo tenido toda la Luz, mientras que nosotros, más pequeños, recibiendola poco a poco, debemos darla tantas veces, en tantos momentos, que son como breves espacios que han de ser llenados de su Amor y de su Vida. Su Amor paterno quiere desahogarse con nosotros tantas y tantas veces y es justo que le correspondamos otras tantas veces con amor de hijos, o mejor dicho, con el mismo Amor del Hijo.
Nuestra vida es un continuo pasar hacia la otra orilla, es nuestra “pascua”. Pero es paradójico que sea como un continuo morir…, un morir a tantas cosas, ya no tenerlas, perder amigos, personas queridas, las otras criaturas, la propia salud, tener que dejar todo, incluso el propio “yo”, perder la propia vida, como ha dicho Jesús, para poder hallarla, porque vamos hacia Dios y entonces ‒aquí está lo paradójico‒, mientras la vida es un morir, su meta, la muerte, es un nacer para el verdadero vivir.
Esta vida es un sueño, se nos va… Nos acercamos al final. Cada año llegamos todos a nuestro cumpleaños, un número de años que ya no tenemos a nuestra disposición, porque la vida es un camino de regreso a la Casa paterna, al Padre. Se debe cerrar la circunferencia, para cada persona como para la entera humanidad. El hombre viene de Dios, todo viene de Dios y debe volver a Dios. No miremos atrás, como hizo la mujer de Lot, por ningún apego, por ninguna nostalgia, sino sólo para dar gracias por todo al Señor y para llenar con El tantos momentos que han quedado sin respuesta a su Amor. Y el camino se puede hacer hacia el Padre, momento por momento, o en dirección opuesta. Cada momento ha de ser un escalón que nos acerque más a Dios. Para no equivocarnos, es necesario hacerlo con Jesús, que es el Camino, la Verdad y la Vida. ¡Esto el resumen de todo!