Meditación Semanal
"Mi Parroquia Espiritual"
Catequesis sobre
la Divina Voluntad
Padre Pablo Martín Sanguiao
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Padre Pablo Martín Sanguiao
Pentecostés, nuestra transformación
Junio 8, 2025
+ ¡Ave María! Queridos hermanos, la venida del Espíritu Santo en Pentecostés fue la culminación de la Pascua y a la vez el comienzo del Don de Sí, de su Querer Divino para el cumplimiento de su Reino. Que Jesús y María nos enseñen a acoger su Don, su Querer como nuestra vida: así “se transformará la faz de la tierra” +
Queridos hermanos, es significativo que el tempo de Pascua culmina 50 días después en Pentecostés. Es decir, que la Pascua del Señor, su pasar de este mundo al Padre y su obra de Redención, tienen como finalidad Pentecostés, que es obtenernos del Padre el don del Espíritu Santo, que quiere sustituir en nosotros el espíritu de siervos, espíritu de temor, con el espíritu de hijos, más aún, del Hijo, que es espíritu de amor, de pertenencia recíproca, de entrega total al Padre. Sí, ese es el objetivo, la finalidad de todo lo que Jesús hizo y sufrió, que ha enseñado y ha dejado como medios a su Iglesia: formar en nosotros su misma “espiritualidad” de Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo, formar en nosotros su misma Vida, hacer de nosotros otros tantos “Jesús”, para poder darle al Padre por medio nuestro y en cada uno de nosotros su correspondencia de infinito Amor, haciendonos partícipes de su Vida íntima como hijos.
Cincuenta días después de Pascua Jesús ha cumplido la promesa que hizo a los Apóstoles, enviandoles el Espíritu Santo. No era la primera vez que Jesús lo daba; lo había dado el mismo día de su Resurrección, apareciendose a los Apóstoles en el Cenáculo. Dijo: “¡Paz a vosotros!”, y soplando sobre ellos ‒el soplo o aliento indica la vida que El transmite‒ añadió: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados…” etc.
La Iglesia ha nacido en el Calvario; con su muerte Cristo nos ha dado la vida, nos ha reconciliado con el Padre, nos ha hecho hijos de Dios y hermanos suyos. Por eso ha podido compartir con nosotros el vínculo de amor y de vida que lo une al Padre: ese vínculo es el Espíritu Santo y Jesús lo ha manifestado así, dándolo a los Apóstoles el mismo día de su Resurrección. Y 50 días después, Pentecostés podría considerarse la Epifanía o manifestación de la Iglesia, su primera salida pública, así como su Confirmación: el Espíritu Santo se manifestó dando a los Apóstoles todo lo que hacía falta para su misión de hacer conocer a Jesús y transmitir su Vida y la Redención a todas las naciones.
Hay una diferencia entre el don del Espíritu Santo en la primera aparición de Jesús Resucitado y su don en Pentecostés. Se comprende con este episodio: un día dos buenas señoras de un grupo de oración carismático dijeron al párroco: “Con su permiso quisieramos pedir para que Ud. reciba la efusión del Espíritu Santo”; pero él contestó más bien nervioso: “¡Pero yo ya lo recibí cuando me bautizaron, y en la Confirmación, y luego cuando me ordenaron sacerdote…!” Y las señoras: “Sí, padre, pero es para que se vea…”
Cuando está el espíritu se ve: eso es la diferencia entre una persona viva y un cadaver. Este último no tiene el espíritu que lo anima, está muerto porque en él ya no está su espíritu. Así el Espíritu Santo nos da la vida (como decimos en el Credo), no sólo la existencia y la vida natural, sino la Vida espiritual y sobrenatural, la misma Vida de Cristo. El Espíritu Santo es llamado “el Alma” de la Iglesia.
Los Apóstoles ya lo habían recibido el día de la Resurrección, y espiritualmente estaban vivos, pero hacía falta que se notara, porque no podía limitarse a una cosa personal, privada. Por eso Jesús les dijo que no se alejaran de Jerusalén, sino que esperasen a que se cumpliera la promesa del Padre: «que habéis oido de Mí: que Juan ha bautizado con agua, pero vosotros seréis bautizados en Espíritu Santo, dentro de no muchos días» (Hechos, 1,4-5). Y en el momento de la Ascensión dijo: «Y Yo os mandaré lo que el Padre mío ha prometido; por eso permaneced en la ciudad, hasta que no seáis revestidos de la potencia de lo alto» (Lc 24,49). «Tendréis la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros y me seréis testigos en Jerusalén, en toda la Judea y Samaría y hasta en los extremos de la tierra» (Hechos, 1,8).
Después de la Resurrección del Señor pasaron 40 días hasta su Ascensión y el Señor había dicho: “No os alejéis de aquí, de Jerusalén, hasta que no seáis revestidos de la potenza que viene del Cielo, de lo Alto”. Así los Apóstoles estuvieron otros 10 días, hasta Pentecostés, en el Cenáculo, en oración, para prepararse a recibir ese Don que todavía no conocían; no sabían qué cosa sucedería, y seguían allí con la puerta cerrada. Con ellos, en medio de ellos estaba la Madre de Jesús, Madre de la Iglesia, que los instruía y explicaba tantas cosas de su Hijo, cosas que sólo Ella sabía, como su Encarnación, su Nacimiento, varios episodios de su infancia. De esa forma los instruyó, continuando lo que hacía su Hijo, porque El no dijo casi nada de Sí mismo.
Así, cuando llegó el décimo día, coincidiendo con la fiesta hebraica de Pentecostés ‒la fiesta en que se presentaban las primicias de la cosecha, 50 días después de la Pascua, así como cada 50 años se cancelaban todas las deudas y se devolvía la libertad a los esclavos‒ entonces el Espíritu Santo se manifestó con signos particulares: esa mañana vino de pronto un viento impetuoso que hizo estremecerse la casa, porque quería despertar a cuantos espiritualmente dormían. Sintiendo ese extraño viento, en Jerusalén, la gente acudió a la puerta del Cenáculo donde se encontraban los Apóstoles, sobre los que aparecieron lenguas como de fuego. El Espíritu Santo se manifestó de ese modo, para indicar que les daba una lengua de fuego, llena de ardor, de amor, para que salieran afuera y hablaran al mundo para convertirlo a Cristo.
Así fue la transformación de esos hombres; lo que Jesús con su presencia física antes de la Redención no había logrado, el Espíritu Santo lo hizo en un momento. Transformó esos hombres: ellos creían en el Señor y lo amaban, sí, a su manera, pero había bastado la prueba de la noche de la Pasión, que su fidelidad al Señor se había desvanecido, su fe se había derrumbado, se habían escandalizado de El, habían huido abandonandolo, no habían ido ni siquiera a su entierro. Pero el Espíritu Santo, de débiles y temerosos como eran, los llenó de valor; de ignorantes como eran ‒algunos eran pescadores o en general trabajadores y gente humilde, de baja condición y sin cultura‒ se vieron llenos de sabiduría, no humana sino divina, capaz de desafiar toda la sabiduría del mundo sin ningún complejo de inferioridad, y el amor sobrenatural con que los transformó los llevó después a dar la vida por su Maestro y Señor. Los hizo sus testigos, testigos dispuestos a dar la vida por lo que decían; si lo hubieran soñado, si hubiera sido una idea suya, ¿cómo habrían podido dar la vida por el Señor? Y no sólo en el último momento de la vida, sino que empeñaron su vida entera sin concederse nada, dejaron atrás todo. Sólo con esa transformación la Iglesia ha podido emprender su misión de conquistar el mundo entero para Cristo. El Espíritu Santo así los transformó para que fueran los continuadores de Jesús, su presencia viva en el mundo, y para que por medio de ellos la obra de la Redención continuase en los siglos, como dice San Pablo: “Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo en favor de su Cuerpo que es la Iglesia”. Debían presentarse no sólo en nombre de Cristo, sino Cristo presentarse por medio de ellos.
¿De dónde vino el Espíritu Santo? No tuvo que recorrer una gran distancia: allí estaba la Stma. Virgen, la Inmaculada, la llena de Gracia, llena de Espíritu Santo ‒lo que Dios es por naturaleza, María, en su límite de criatura, lo es por Gracia, por su perfecta unión e identificación con el Querer del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo‒ y así podemos decir que el Espíritu Santo “se desbordó” del Corazón de María para derramarse en sus hijos reunidos en torno a Ella y empaparlos de Vida Divina, de fuerza, de luz, de amor, de valor, de eficacia, para que también ellos a su vez pudieran desbordarse e inundar las naciones. El Espíritu Santo quiere pasar de uno a otro, pero para poder dar hay que tener. Por eso ha dado a los Apóstoles todo lo necesario para su vida personal (eso lo hizo desde el día de la Resurrección), y también para su misión (el día de Pentecostés).
Se habla de los dones del Espíritu Santo, pero todavía no se habla del Don propio del Espíritu Santo. Pero ha llegado el tiempo en que no se contenta con dar sus dones y carismas ‒aun especiales, vistosos, extraordinarios, de los que somos tal vez golosos, dones de sanación, de profecía, etc.‒ sino que quiere darnos y que nos dispongamos a recibir el Don máximo, el Don representado por la Persona del Espíritu Santo: el mismo Querer de Dios que viva y reine en nosotros y nosotros en el Querer de Dios. Es el Don de los dones, que quiere dar a su Iglesia, “aquella Gracia que se os dará cuando Jesucristo se revelará” (1a Pedro 1,13). Hermanos, Jesús dijo a la Samaritana: “si tú conocieras el Don de Dios”, y para nosotros ha llegado el tiempo de conocerlo para un “nuevo segundo Pentecostés”. El Don que Dios nos presenta por medio de los escritos de la actualmente “Sierva de Dios” Luisa Piccarreta y que desea darnos, que “renovará la faz de la tierra”, no son tanto algunas cosas extraordinarias, cuanto el don de Sí, de su propia Voluntad: “Dios se ha hecho como nosotros para hacernos como El”.
Este don supremo del Querer Divino es para hacernos ser en todo semejantes a Jesús, con su mismo modo de pensar, de sentir, de obrar, de amar y, si es necesario, también de sufrir, para crear en nosotros la misma relación de recíproca pertenencia, de intimidad, que Jesús tiene con el Padre. Pero el Don, como el amor, exige reciprocidad: es necesario que también nosotros le demos el don total de nuestro querer humano, que es el obstáculo, aun en las mismas cosas buenas o lícitas. “A quien todo da, todo se le da, ¿no es verdad, Jesús?”, dice nuestra Luisa Piccarreta. A eso se refería el Señor cuando dijo: “Cuando venga el Espíritu de la Verdad, El os llevará a la plenitud de la Verdad, porque no hablará de Sí, sino que dirá todo lo que habrá oido y os anunciará las cosas futuras” (Jn 16,13).
Pidamos a Jesús y a María que nos enseñen a dejarnos llevar como Ellos por el Espíritu Santo y que su Querer sea cada vez más nuestra vida, y así “se transformará la faz de la tierra” (Salmo 103).