Meditación Semanal
"Mi Parroquia Espiritual"
Catequesis sobre
la Divina Voluntad
Padre Pablo Martín Sanguiao
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Catequesis sobre
la Divina Voluntad
Padre Pablo Martín Sanguiao
¿Cómo se prepara el Reino de Dios en nosotros?
Septiembre 5, 2024+ ¡Ave María!
Queridos hermanos, el Reino de Dios se construye como un edificio a partir de los cimientos, que deben ser tanto más profundos cuanto más alto ha de ser. Se parte de la Verdad: Quien es El y que cosa somos nosotros. +
Queridos hermanos, hemos dicho que debemos preparar el triunfo y el Reino de la Divina Voluntad en nosotros, como ha sido en el Corazón Inmaculado de María. ¿Pero cómo se hace? Todo parte del conocimiento, de amar y acoger en nosotros la Verdad, no para nuestra erudición, como los teólogos y los doctores de la Ley, sino para que en nosotros sea Vida.
En el Apocalipsis (10,9-11) San Juan dice: “Entonces me acerqué al Angel y le rogué que me diera el librito. Y me dijo: "Tómalo y devóralo; te llenará de amargura las entrañas, pero en la boca te será dulce como la miel". Tomé el librito de la mano del Angel y lo devoré; en la boca lo sentí dulce como la miel, pero cuando lo asimilé sentí en mis entrañas toda la amargura. Entonces se me dijo: Debes profetizar de nuevo a muchos pueblos, naciones y ryes”.
El “Libro de Cielo” que leemos, debemos devorarlo para que nos dé Vida, sea nuestra Vida y que se vea. Dicho conocimiento es para pensar y sentir como el Señor y vivir su Vida. San Pablo nos dice: “No hagáis nada con espíritu de rivalidad o por vanagloria, sino que cada uno, con toda humildad, considere superiores a los demás, sin buscar el propio interés, sino el de los otros. Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, aun siendo de naturaleza divina, no consideró tesoro codiciable su igualdad con Dios; sino que se anonadó, tomando la condición de siervo y haciendose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló haciendose obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por eso Dios lo ha exaltado y le ha dado un nombre sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y bajo tierra; y toda lengua proclame que Jesucristo es el Señor, a gloria de Dios Padre” (Fil 2,3-11). “Se humilló”. Ese es el significado más profundo de la frase que decimos en el Credo: “descendió a los infiernos”, que no es el infierno de los que se condenan, ni sólo “las regiones inferiores” (o sea, “el seno de Abrahám” o limbo de los justos, donde esperaban la Redención todos los justos y los salvados del Antiguo testamento), sino que indica su más profundo humillarse para glorificar al Padre. Por eso El es “el primero y el último, alfa y omega”. Por aqui se empieza.
Y Jesús le dice a Luisa: “Quien ha de subir más alto que todos, debe descender a lo más bajo, por debajo de todos. De mi Madre, Reina de todos, se dice que fue la más humilde de todos, porque había de ser superior a todos, pero para ser más humilde que todos debía descender a lo más bajo, por debajo de todos, y mi Madre Celestial con el conocimiento que tenía de su Dios Creador y de quien era Ella, criatura, descendía tanto en lo bajo, que en la medida que descendía Nosotros la elevavamos tanto, que no hay nadie que la iguale. Así es de ti: la pequeña hija de mi Querer, para darle el primado en mi Voluntad, debiendo elevarla sobre todos, la hago descender a lo más bajo, por debajo de todos, y cuanto más desciende, tanto más la elevo y le hago tomar su puesto en el Querer Divino. ¡Oh, cómo me enternece cuando quien está sobre todos la veo por debajo de todos! Yo corro, vuelo para tomarte en mis brazos y hago ensanchar tus confines en mi Voluntad. Por eso permito todo por tu bien y también para realizar mis más altos proyectos sobre ti.” (Vol. 15°, 22.02.1923)
“A quien mucho se le da, mucho se le pedirá; a quien mucho se le ha entregado, mucho más se le exigirá” (Lc 12,48), ha dicho el Señor. Y a nosotros, queridos hermanos, gracias a nuestra Madre y gracias a Luisa, el Señor nos está dando el Don supremo, su mismo Querer Divino, a partir de la noticia y de su conocimiento: ¡de nosotros depende recibirlo, y cuánto! ¡Cuánto amor! ¡Y qué responsabilidad! “¿Quién te ha dado este privilegio? ¿Qué tienes tú que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿de qué te glorías, como si no lo hubieras recibido?” (1a Cor 4,7)
Debemos abrir bien los ojos y darnos cuenta de lo que Dios nos ofrece: vivir en la Divina Voluntad no una cosa “interesante” o una emoción ni una nueva devoción, o un juguete, ni menos aún un pedestal sobre el que subirnos. Se trata de la realización de su Proyecto de amor, su Decreto eterno, su Reino.
Jesús, que es Dios, un solo Ser con el Padre y el Espíritu Santo, “aun siendo de naturaleza divina, no consideró tesoro codiciable su igualdad con Dios; sino que se anonadó”. El, que es el primero, ha querido ser el último. No tengamos miedo de ponernos en la pura verdad de nuestra nada: ¡el último puesto ya está ocupado por El y el penúltimo es el de la Madre suya y nuestra!
El Reino se construye desde los cimientos, come un edificio, y tanto más profundos cuanto más alto el edificio ha de ser. Por aquí se empieza. No ya por la humildad, sino antes aún, por la verdad, que es el lenguaje de Dios:
Luisa dice: “Mi dulcísimo Jesús esta mañana ha querido hacerme tocar con mis propias manos mi nada. En el instante en que se ha hecho ver, lo primero que me ha dicho ha sido: “¿Quién soy Yo y quién eres tú?”
En esas palabras he visto dos luces inmensas: en una comprendía a Dios, en la otra veía mi miseria, mi nada. Veía no ser más que una sombra, como la sombra que forma el sol al iluminar la tierra, que depende del sol, pasando el cual por ella a otros puntos, la sombra deja de existir fuera de su esplendor. Así mi sombra, o sea mi ser, depende del místico Sol que es Dios, que en un simple instante puede hacer desaparecer esa sombra. ¿Y qué decir, cómo he deformado esa sombra que el Señor me ha dado, no siendo ni siquiera mía? Es horrible pensarlo: apestosa, podrida, toda llena de gusanos, y sin embargo en ese estado tan horrible, estaba obligada a estar ante un Dios tan santo. ¡Oh, qué contenta estaría si se me concediera esconderme en los más oscuros abismos!
Después de eso Jesús me ha dicho: “El favor más grande que puedo hacer a un alma, es hacerle conocerse a sí misma. El conocimiento de sí y el conocimiento de Dios van a la par. En la medida que te conozcas a ti misma, otro tanto conocerás a Dios. El alma que se ha conocido a sí misma, viendo que de por sí no puede hacer ningún bien, transforma esa sombra de su ser en Dios y entonces hace en Dios todo lo que hace. Sucede que el alma está en Dios y con El camina, sin mirar, sin investigar, sin hablar, en una palabra, como muerta, porque conociendo a fondo su nada, no se atreve a hacer nada por sí misma, sino que ciegamente sigue el impulso de lo que hace el Verbo.” (Vol. 2°, 02.06.1899).
El Señor dice: “Hija mía, ¡qué bellas son nuestras obras! Son nuestro honor y nuestra gloria perenne. Todas están en su puesto y cada cosa creada cumple perfectamente su tarea. Sólo el hombre es nuestro deshonor en nuestra obra creadora, porque evitando nuestra Voluntad camina con la cabeza abajo en el suelo y con los pies en el aire. ¡Qué desorden! ¡Qué desorden! Es repugnante verlo. Caminando cabeza abajo, se arrastra por la tierra, todo se trastorna, se transforma; a la vista le falta el espacio necesario para ver, no puede extenderse en el espacio para conocer las cosas o defenderse si el enemigo está a su espalda, ni hacer mucho camino, porque, pobrecillo, con la cabeza se tiene que arrastrar, no andar, porque el oficio de andar es de los pies, el de la cabeza es dominar. Por tanto, hacer la propia voluntad es la auténtica y perfecta inversión del hombre y el desorden de la familia humana. Por eso me interesa tanto que se conozca mi Voluntad, para que vuelva a su puesto y ya no se arrastre cabeza abajo, sino que camine con los pies; no sea una vergüenza mía y suya, sino mi honor y el suyo. Míra tú misma: ¿no se ven feas las criaturas, viendolas caminar con la cabeza por tierra? ¿No te disgusta a ti también verlas tan desordenadas?”
Y Luisa dice: “Yo he mirado y veía las cabezas abajo y los pies en el aire. Jesús ha desaparecido y yo me he quedado viendo ese feo espectáculo de las generaciones humanas, y pedía de corazón que se conozca su Voluntad”. (Vol. 19°, 27.08.1926).
Por eso el Señor se ha humillado así, para reparar esta inversión. El, el primero, se ha hecho el último. No debemos tomarlo a la ligera. El pecado original nos ha transmitido entre otras cosas una tendencia, digamos “el complejo americano”: “el rascacielo más alto, el puente más largo, el avión más rápido”, etc. Es ese querer ser más, incluso ser “como Dios” pero sin Dios (como el demonio propuso a Eva), poniendonos en lugar de Dios…, pero si eso suena demasiado mal, basta que nos pongamos por encima de los demás o bien a mandar, exhibiendo nuestros méritos, nuestro querido “yo”.
En el Evangelio, Jesús insiste en esto más que en todo lo demás. Dice: “Dos hombres subieron al templo a orar: el uno fariseo y el otro publicano. El fariseo, en pie, oraba para sí diciendo: Oh Dios, te doy gracias de que no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adulteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces en la semana y pago el diezmo de cuanto poseo. El publicano se quedó a distancia, ni se atrevía a levantar los ojos al cielo, y se golpeaba el pecho diciendo: ¡Oh Dios, ten piedad de mí, pecador! Os digo que este volvió a su casa justificado, a diferencia del otro, porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado” (Lc 18,10-14)
Jesús dice casi al principio de sus lecciones: “Hija mía, la cosa principal para que entre Yo en un alma y forme en ella mi morada, es el desprendimiento total de todo. Sin eso, no sólo no puedo habitar Yo, pero ni siquiera puede haber ninguna virtud en el alma. Después de que el alma ha hecho salir todo de ella, entonces entro Yo y junto con la voluntad del alma construimos una casa. Los cimientos de ella se basan en la humildad y cuanto más profunda, tanto más altas y fuertes resultan las paredes. Esos muros estarán fabricados con las piedras de la mortificación, cementados con el oro purísimo de la caridad...” etc. (Vol. 2°, 29.10.1899).
¿Nos atrae el Don que Dios nos ofrece? Pues bien, es necesario el desapego total de todas las cosas, empezando por el interés propio, por nuestro “ego”, por nuestro “yo”.