Meditación Semanal
"Mi Parroquia Espiritual"
Catequesis sobre
la Divina Voluntad
Padre Pablo Martín Sanguiao
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la Divina Voluntad
Padre Pablo Martín Sanguiao
La Inmaculada, la primera fiesta de Dios
5 de diciembre, 2024
+ ¡Ave María!
Queridos hermanos, al comienzo del Adviento celebramos la fiesta de la Inmaculada, la primera fiesta eterna de Dios, no sólo como preparación de la Navidad, sino en vista del cumplimiento de su Reino, la fiesta de Cristo Rey. +
Queridos hermanos, estamos al comienzo del Adviento, el tiempo litúrgico que es figura e imagen de algo mucho, mucho más grande y transcendental: no sólo es preparación de la Navidad, celebración de la venida al mundo de Ntro. Señor como Redentor, que recordamos, sino preparación a su venida gloriosa como Rey, que esperamos.
La obra de la Creación y lueggo de la Redención son finalizadas al cumplimiento de su Reino. Esa es la finalidad de todo el Proyecto de Dios. Cada cosa tiene una causa y una finalidad, un origen y una meta. Y es significativo que la Iglesia celebre qal comienzo del Adviento la Fiesta de la Inmaculada, la primera fiesta eterna de Dios, así como la última fiesta del año litúrgico de la Iglesia sea la de Cristo Rey, a quien todo se dirige.
Y Jesús le dice a nuestra Luisa, en el volumen 17°, el 8 de Diciembre de 1924:
“…¿Quieres saber cuál fue el prodigio más grande hecho por Nosotros en esta Criatura tan santa y el heroísmo más grande, que nadie podrá jamás igualar, de tan hermosa criatura? Que su vida empezó con nuestra Voluntad, con Ella la siguió y le dió cumplimiento. Por lo cual se puede decir que cumplió desde que empezó y comenzó donde cumplió.”
Es decir, que desde el primer momento de su vida, la Inmaculada cumplió el triunfo y la fiesta de Cristo Rey. Y ahora contemplemos en este maravilloso misterio del Amor de Dios el puesto que ocupa nuestra Madre Inmaculada, a la luz de la Divina Revelación y de lo que la Santa Iglesia conoce.
El Papa Pío XII, al proclamar el dogma de la Asunción de María al Cielo (1950) dice: “La Augusta Madre de Dios, misteriosamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad en un solo y único decreto de predestinación, Inmaculada en su concepción, Virgen integérrima en su divina Maternidad, generosamente asociada al Redentor Divino…” etc. Y eso ya está dicho desde el Antiguo Testamento, en el libro del Eclesiastés (24,9):
“Yo he salido de la boca del Altísimo y he recubierto como nube la tierra. He puesto mi morada en lo alto, mi trono era una columna de nube. El extremo del cielo yo sola he recorrido, he paseado en lo profundo del abismo. Antes de los siglos, desde el Principio, El me creó; por toda la Eternidad no faltaré”.
Y en el de Proverbios (8,22-23): “El Señor me creó al principio de su actividad, antes de sus obras más antiguas. Desde la eternidad he sido constituida, desde el principio, antes que existiera la tierra”. Pero reflexionemos para comprender (hasta donde es posible) este prodigio del Amor de Dios, en su Querer eterno. Porque en él también nosotros tenemos un puesto preciso, como dice San Pablo; “En Cristo el Padre nos ha elegido antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados ante El en su Amor, predestinandonos a ser sus hijos adoptivos por obra de Jesucristo” (Efesios 1,4-5), y El nos dice: “también vosotros daréis testimonio de Mí, porque habéis estado conmigo desde el Principio” (Jn 15,27). El Principio es el Padre. Sin duda, para nosotros es un misterio la relación entre el tiempo (nuestra dimensión de criaturas) y la eternidad. Pero desde la eternidad, “desde el Principio”, desde siempre el Padre Divino al mirar a su Hijo Encarnado nos ha visto a nosotros, uno por uno, y por eso nos ha amado y nos ha creado. Con mayor motivo a la Stma. Virgen, y por otro motivo más.
El origen de la Inmaculada es Dios. María, antes de ser concebida en el tiempo, en el seno de su madre Santa Ana, ha sido concebida en la eternidad en el Seno de las Tres Divinas Personas. La Virgen de la Revelación, apareciendose en 1947 en Roma en Tre Fontane, se presentó como “la que es en el seno de la Divina Trinidad”.
En el intercambio de Amor y de Vida entre el Padre y el Hijo, el Padre manifiesta y comunica todo lo que El es al Hijo, todas Sus infinitas perfecciones… Le comparte todo, menos algo que “no puede”, porque sería contradictorio: su condición personal de ser Padre del Verbo. De hecho, el Hijo no podría ser “Padre de Sí mismo”. Ni tampoco puede comunicarla al Espíritu Santo, porque esta Divina Persona forma “la Relación”, “el Vínculo”, “el Diálogo de Amor” entre las otras dos Personas… ¿Qué hacer?
Su Ser único es perfectísimo, no necesita de nada, no tiene nada que añadir o que quitar. Pero su Amor no estaría satisfecho si las Tres Divinas Personas no dieran todo, si retuvieran algo para Sí. Y entonces la solución: sin necesidad de nada, sino sólo por amor, el Padre ha querido eternamente otra persona, distinta del Hijo y del Espíritu Santo, una “cuarta persona” a quien poder comunicar o con la cual poder compartir Su condición específica de Padre del Verbo. Una persona por lo tanto externa a la Stma. Trinidad, una persona que crear precisamente para desahogar su Amor: en esa Criatura singular la Paternidad Divina, su Fecundidad Virginal, se llama “Maternidad Divina”, ¡pero es precisamente la misma!
He dicho “eternamente”. Y eso es porque en Dios no hay sucesión de actos, sino un único Acto infinito, exhaustivo. A nosotros nos parece que ahora hace una cosa y después hace otra; pero el Acto divino, lo que Jesús llama el “Fiat” Divino, está por encima del transcurrir temporal. Por tanto, desde el punto di vista de Dios, no sólo María, sino nosotros y todo lo que existe somos “eternos”, siempre realmente presentes en el Pensamiento y en el
Querer de Dios, sino a la vez, desde el punto de vista de nuestro ser creado, somos “temporales” porque nuestra vida tiene un comienzo, aunque los hombres, como también los ángeles, no tendremos fin. Y somos “temporales” también porque continuamente pasamos de poder hacer algo a la realización o acto, que siempre es en un momento de existencia sucesivo.
Y cuando el Verbo Divino vió la Paternidad de su Padre amado (por así decir) “bilocada” en una criatura, arrebatado por el amor quiso ser también El criatura para hacerse su Hijo y honrar así en esa criatura la Paternidad del Padre… Así que bien podemos decir que el primer motivo (en orden de importancia) que tuvo el Verbo Eterno para encarnarse no ha sido el pecado de los hombres, sino la Gracia perfecta de María… Y después, por motivo de esta Pareja inicial de Criaturas, Dios ha decretado la existencia de todas las demás, en su orden y grado.
Por tanto, desde la Eternidad el Hijo o Verbo Eterno de Dios se llama Jesucristo: es decir, su Encarnación, haberse hecho Hombre, no es para El una cosa facultativa o secundaria, que ha hecho como habría podido no hacer, y es necesariamente el Hijo de María, porque si no, no se habría encarnado; y en el tiempo el Hijo de Dios se ha hecho como nosotros para hacernos como El, o sea, al encarnarse ha tomado nuestra naturaleza humana, porque ya antes, al crearnos, nos había hecho a su imagen, conforme a Su perfecta Naturaleza humana. Por tanto, si se ha hecho Hombre como nosotros, ¡tanto más nos ha hecho hombres para hacernos como El, a su semejanza!
El Padre ha contemplado a su Hijo y ha visto a María; mirandolos después a ellos dos, nos ha visto a todos nosotros y mirandonos a nosotros ha visto todo el resto de la Creación… “Todo es vuestro, pero vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios” (1a Cor 2,22-23). Pero su Ideal no acaba aquí: mirando a cada uno de nosotros, ahora quiere ver a su Unico Hijo, Jesucristo, en nosotros, multiplicado en tantos hijos, en otros tantos Jesús … ¡Eso es su verdadero Reino! Pero qué mal queda cuando nos mira y no lo ve, o ve apenas algo…
Por tanto añadimos otra consideración: Dios es por naturaleza Felicidad infinita e inmutable, pero es también Amor. Ahora, el amor a las criaturas comporta necesariamente el riesgo del dolor cuando no corresponden y por tanto sufren y se pierden… ¿Cómo conciliar ser Felicidad y sufrir por Amor? No pudiendo sentir ese dolor en su Naturaleza Divina, entrever otro motivo por el que se ha encarnado el Verbo: tener una naturaleza capaz de sentir ese dolor divino, una naturaleza creada: la Naturleza humana de Jesucristo.
Pero volvamos a María. Una vez una mujer, llena de entusiasmo, en medio de la gente levantó la voz y dijo: “¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que mamaste!” Pero Jesús respondió: “Dichosos más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la observan” (Lc 11,27-28).
Lo que distingue a María a los ojos de Jesús no es tanto el haberlo Ella concebido y amamantado, cuanto el haber acogido la Voluntad de Dios, dandole vida en sí. En teoría, cualquier mujer habría podido concebirlo, incluso de un modo virginal, por obra de Dios (¿por qué no?), pero la verdadera condición para poder ser la Madre de Jesucristo era tener en sí la misma Voluntad del Padre, su Potencia creadora, su Divina Fecundidad virginal: ser la perfecta imitadora del Padre Celestial. Lo cual solamente María lo ha tenido y lo ha hecho.
Desde el comienzo de su vida María es la Inmaculada y la Llena de Gracia, como la llamó el Angel (Cfr. Gén. 3,15; Lc.1,28-30). Ser Inmaculada dependía sólo de Dios, pero no era suficiente: todo lo que es de Dios, Ella debía tenerlo también por Gracia, ser la “Llena de Gracia”, lo cual dependía también de María. Desde el primer instante, María se llenó de la Gracia, de la Verdad y del Amor de Dios.
Desde el primer instante de su vida, María consagró su vida a obtener de Dios que enviase el Mesías, el Reconciliador (sin imaginarse que precisamente Ella había de ser su Madre). María ofreció su vida a la realización del Proyecto de Dios, para que las criaturas se reconciliaran con Dios, se consagró al Redentor. De ahí, la consagración de su virginidad para siempre a Dios.
¿Qué cosa es la consagración que María hizo de sí misma y que vivió? Es el absoluto amor, el perfecto sacrificio, el desposorio con Dios, su desarmante confianza de Hija, la constancia en obtener su supremo deseo, su pleno abandono... Es su transformación en Dios, la perfecta imitación de Dios, un continuo subir y crecer en el Corazón de Dios (Cfr. Lc.2,52), para hacerle descender continuamente en su Corazón...
María hizo de sí en manos de Dios una garantía y una prenda de toda la humanidad, más aún, de todas las criaturas: todo lo que ha hecho, lo ha hecho en nombre propio y en nombre de todos nosotros. Para pedir que viniera el Redentor y para acogerlo, María se ha sustituido a todos nosotros (Cfr. Jn.17,19).
Desde el primer instante, toda la vida de María y de su Hijo está contenida en su respuesta a Dios, en su «FIAT». El «sí» de María («FIAT» = hágase) es la perfecta identificación de cada «sí» que las criaturas habríamos debido dar con el mismo «Sí» o «FIAT» de Dios. El «FIAT» de María contenía ya el misterio de la Encarnación y de la Redención: el Querer Divino y el querer humano unidos definitivamente en un abrazo de amor y de paz. El «FIAT» de María contiene la Omnipotencia, la Santidad y la Inmensidad del «FIAT» de Dios. El «FIAT» de María ha formado el puente entre el Cielo y la tierra, para que pudiera descender el Pontífice.
Y así debemos hacer nosotros: unamos nuestro «FIAT» al suyo, porque sólo así puede venir el Reino de Dios y en él pueda descender Cristo Rey. Este es el sentido del Adviento.