Meditación Semanal
"Mi Parroquia Espiritual"
Catequesis sobre
la Divina Voluntad
Padre Pablo Martín Sanguiao
Meditación Semanal
"Mi Parroquia Espiritual"
Catequesis sobre
la Divina Voluntad
Padre Pablo Martín Sanguiao
¿Adónde vamos?
Septiembre 25, 2025
+ ¡Ave María! Queridos hermanos, cada momento ha de ser un escalón que nos acerque a Dios. Ahora más que nunca Jesús y nuestra Madre Santísima nos lleven de la mano y nos guíen en todo hacia el Reino de Dios. +
Queridos hermanos, ¿adónde estamos yendo? ¿Adónde va nuestra vida?
“Todavía por poco tiempo la luz está con vosotros ‒nos dice el Señor‒. Caminad mientras tenéis luz, para que no os sorprendan las tinieblas; el que camina en tinieblas no sabe por dónde va. Mientras tenéis la luz creed en la luz, para ser hijos de la luz” (Jn 12,35-36). Queridos hermanos, casi todo el mundo está en tinieblas y en sombra de muerte, incluso la mayor parte de los cristianos, sumergidos en sus miedos y angustias, en sus ambiciones y afanes de la vida. Por eso nos ha avisado: “Estad bien atentos, no sea que se emboten vuestros corazones con distracciones, embriagueces y preocupaciones de la vida y que de pronto venga sobre vosotros ese día; como un lazo vendrá sobre todos los moradores de la tierra. Velad y orad en todo momento, para que podáis superar todo lo que ha de venir, y comparecer ante el Hijo del hombre” (Lc 21,34-36).
“Convertíos ‒nos repite‒, porque se acerca el Reino de Dios” (Mt 4,17). Estas palabras no son mensajes de verdaderos o presuntos videntes o carismáticos, sino del Señor en el Evangelio, dictadas por su Amor.
Al menos nosotros debemos darnos cuenta, en este momento más que nunca, del tiempo que estamos viviendo y adónde vamos. No sirve que preguntemos, como los Apóstoles, “¿cuándo será todo eso y cuál la señal de tu venida y del fin del mundo?” (Mt 24,3). Querer saber, para muchos, es una mezcla de curiosidad y de un cierto temor, como para organizarse ante un futuro amenazador. Y es verdad que el Señor en la Sagrada Escritura nos ha indicado tantas señales de los tiempos y nos exhorta a que estémos atentos: “Al atardecer decís: Buen tiempo, si el cielo está arrebolado; y a la mañana: hoy habrá tormenta, si el cielo está oscuro. Sabéis interpretar el aspecto del cielo ¿y no sabéis discernir las señales de los tiempos?” (Mt 16,2-3).
Se habla de signos, se examina el futuro como para evitarlo. Todo nos está diciendo que el Señor ha pasado una página de la historia y hemos entrado en un tiempo nuevo, misterioso, en que tantas cosas ya no serán como han sido hasta hace poco tiempo, y para todos se anuncia cada vez más una gran prueba, renuncias, sufrimientos, purificación, como dice San Pedro en su primera carta (4,17-19): “Ha llegado el momento en que empieza el juicio por la Casa de Dios (es decir, la prueba comienza por la Iglesia); y si empieza por nosotros, ¿cuál será el fin de los que rehusan creer al Evangelio de Dios? Y si el justo a duras penas se salva, ¿qué será del impío y del pecador? Así pues, los que sufren según la Voluntad de Dios, se abandonen al Creador fiel y sigan haciendo el bien”.
Y San Pablo: “Todas estas cosas (…) fueron escritas para amonestarnos a nosotros, para quienes ha llegado el fin de los tiempos. Así pues, el que cree estar en pie, mire no caiga. Ninguna tentación os ha sobrevenido hasta ahora que no fuera humana; pues Dios es fiel y no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que con la tentación dispondrá el éxito y la fuerza para superarla” (1a Cor 10,11-13). “Los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria futura que ha de ser manifestada en nosotros” (Rom 8,18). Por tanto, “cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque se acerca vuestra liberación” (Lc 21,28). Dios no habla para asustarnos, sino para guiarnos y protegernos: “En la conversión y en la calma está vuestra salvación, en el abandono confiado está vuestra fuerza” (Isaías 30,15). El que se mira los pies se para y no camina, el que se para pensando en sí mismo pierde la fuerza y enseguida empieza a hundirse, como Pedro cuando caminó sobre el agua y dejó de mirar a Jesús para pensar en sí mismo y en su circunstancia.
Dicho lo cual, veámos adónde cada uno de nosotros está yendo. Porque no nos sirve tanto el saber adónde está yendo el mundo o la Iglesia, o en qué tiempo de la historia estamos, cuanto el ver hacia dónde vamos cada día personalmente, adónde van los días y las horas que Dios nos concede, adónde van nuestros pensamientos y nuestras palabras, nuestros deseos y ocupaciones, qué dirección toman. Porque el hombre viene de Dios y debe volver a Dios y no se improvisa el regreso: se hace en cada momento.
Mis queridos hermanos, es fundamental la intención en cada cosa que hacemos, la finalidad que damos a cada cosa: ¿adónde nos lleva? Pues dos son las posibles direcciones: o hacia Dios o hacia el propio “yo”, a nuestro “ego”; o son según el Querer de Dios o son según nuestra propia voluntad. Todas las cosas, o nos acercan a Dios o nos alejan de El. Y por eso el Señor nos podrá a todos, cuando menos lo pensemos, ante el espejo de nuestra conciencia, ante la Verdad que es El, como ante una bifurcación en la que cada uno de nosotros tendrá que decidirse, dar una respuesta. Será un Aviso, como un anticipo del Juicio final, como el que se cumplió en el Calvario donde, a ambos lados de Jesús, estaban crucificados con El dos ladrones: uno se rindió al Amor y se salvó, el otro se cerró en sí mismo y se perdió. “Señor, a quién irémos? Tú sólo tienes palabras de Vida eterna” (Jn 6,68).
En el tiempo que estamos viviendo creo que a cada uno de nosotros el Señor nos está diciendo: “No os inquietéis por vuestra vida, sobre qué comeréis o beberéis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis; ¿no vale la vida más que el alimento y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni siegan, ni conservan en graneros, y sin embargo vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? ¿Y quién de vosotros, por más que se empeñe, puede añadir una sola hora a su vida? ¿Y por qué os afanáis por el vestido? Fijáos cómo crecen los lirios del campo: no se fatigan ni hilan. Y sin embargo Yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana será echada al fuego, Dios así la viste, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe? No os preocupéis pues diciendo: ¿qué comeremos? Qué beberemos? ¿Con qué nos vestiremos? Por todas esas cosas se preocupan los paganos; pero vuestro Padre celestial bien sabe que de todo eso tenéis necesidad. Buscad, pues, primero el Reino de Dios y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura. No os inquietéis, pues, por el mañana, porque el mañana tendrá ya sus inquietudes. A cada día le basta su afán” (Mt 6,25-34).
Hermanos míos, en vísperas de la “gran tribulación” ¿acaso valen menos estas palabras del Señor? ¡Mucho cuidado! ¿Es que tal vez somos todavía paganos, que se preocupan por todas esas cosas? ¿Depende de nosotros nuestra vida, cada latido y respiro? “¿Y quién de nosotros, por más que quiera, puede añadir una sola hora a su vida?” ¿Hay alguna cosa que no sea un don de Dios? Si tenemos necesidad de tantas cosas, de determinadas cosas, es sólo porque nuestro Padre Celestial así lo quiere y lo dispone. “No de solo pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4). Debemos darnos cuenta de que cada cosa depende de su Voluntad, llena de amor y de cuidados para nosotros, si somos sus hijos.
Y así como hay siete Sacramentos instituidos por nuestro Señor Jesucristo, mediante los cuales nos llega la Gracia de la Redención, igualmente el Padre Divino ha querido rodearnos de millones y millones de “sacramentos” de la Creación, que son todas las cosas creadas por El, por medio de cada una de las cuales nos habla y nos transmite un Mensaje, su Providencia y su Amor. Cada cosa es testigo de Dios y un don suyo: el sol, la luz, el aire, el agua, la tierra, las plantas, los alimentos, el calor y el frío, el día y la noche, los colores y los sonidos, todos los seres vivientes, nuestro prójimo, las leyes físicas con las que gobierna el mundo entero, nuestro mismo cuerpo y nuestro espíritu, nuestras facultades y nuestros sentidos, nuestra vida… “Todo es vuestro, pero vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios” (1 a Cor 3,22-23): este es el verdadero orden de la Creación.
Pero el hombre, ¿qué hace? Toma para él los dones de Dios e ignora y se olvida del Dios de los dones. Ingrato, toma lo que Dios le ofrece e ignora de Quién son las cosas, para qué son, el mensaje y el amor que Dios ha puesto en ellas para nosotros, y así las vacía de su contenido, entonces ya no tienen sentido, ya no tienen razón de existir, ya no son de Dios, “sagradas”, como El las ha querido, sino separadas de Dios, robadas a Dios, usadas para ofender a Dios, o sea,“profanadas”. Como cuando Eva, manipulada por el demonio, vió que el árbol del que Dios le había dicho que se abstuviera “era bueno para comer, hermoso a la vista y deseable para adquirir un particular conocimiento” (Gén 3,6), es decir, que en ese fruto vió una bondad, una verdad y una belleza sin Dios. Por eso la naturaleza se rebela contra el hombre y lo trata como un enemigo. Y esa es la causa de la violencia, del desorden, de los peligros, del miedo del que está llena la Creación, el mundo creado por Dios y profanado por el hombre. Es el desorden y el miedo del hombre que, separado de Dios, ha transmitido a todo lo creado.
Hermanos, “no tengan miedo”, nos dice el Señor, “no os inquietéis por nada ‒nos repite San Pablo‒ sino en toda necesidad presentad a Dios vuestras peticiones con plegarias, súplicas y dándole gracias, y la paz de Dios que supera todo entendimiento, guarde vuestros pensamientos y vuestros corazones en Cristo Jesús” (Fil 4,6-7). O como dijo la Stma. Virgen de Guadalupe al indio Juan Diego: “Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón, no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy Yo aquí, que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy Yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete ninguna otra cosa”.
En este tiempo más que nunca Dios nos pide que confiemos y nos abandemos a su Providencia. “El mismo Dios ha dicho: No te dejaré ni te desampararé. Así podemos decir con confianza: el Señor es mi ayuda, no temeré. ¿Qué podrá hacerme el hombre?” (Hebreos 13,5-6). ¡Dios no nos abandona, somos nosotros los que lo abandonamos! Reconozcamos su Presencia en cada instante de nuestra vida, aun cuando a veces se esconde por un momento. Darle las gracias siempre y por todo es un deber de justicia. “No nos inquietemos, pues, por el mañana, porque el mañana tendrá ya sus inquietudes. A cada día le basta su afán”, nos dice el Señor. “Si con El morimos, viviremos con El; si con El perseveramo, con El también reinaremos; si lo negamos, también El nos negará; si le somos infieles, El permanece fiel, porque no puede negarse a Sí mismo” (2a Tim 2,11-13).
Por tanto “levantemos la cabeza, porque se acerca nuestra liberación” (Lc 21,28), ha dicho el Señor, es decir, dirijamos la mente, el pensamiento, el deseo, todo hacia el Reino de Dios y su Justicia. Por eso dice: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura”. No dice el Señor que vivamos distraídos o drogados con las cosas del mundo, ni que seamos irresponsables, ignorando lo que pasa, los males y peligros, como van las cosas, en primer lugar en la Iglesia. Pero no dejemos que nos afecten todas esas noticias y situaciones que nos toca vivir, no dejemos que entren en nosotros y nos roben la paz y la confianza en el Señor. Son cosas que hacen sufrir ‒no podemos ser indiferentes ni insensibles‒, pero otra cosa es dejarnos dominar por el miedo o alimentar sentimientos de angustia o de rabia.
Que el Señor nos conceda saber ir más allá de las dificultades ‒eso se llama esperanza‒ porque, como dice San Pablo, “los sufrimientos del momento presente no son nada en comparación con la gloria futura que se ha de manifestar en nosotros” (Rom 8,18). “No perdáis pues vuestra confianza, que tiene reservada una gran recompensa. Tenéis sólo necesidad de constancia, para que, haciendo la Voluntad de Dios, podáis alcanzar la promesa. Porque todavía un poco de tiempo, un poco apenas, y Aquel que ha de venir, vendrá y no tardará. Mi justo vivirá gracias a la fe; pero si se echa atrás, mi alma no se complacerá en él” (Hebreos 10,35-38).