Las puedo oír. Punzantes, como dagas, atravesando mi pecho. Papá entró de golpe por la puerta. Lo vi pasar. No saludó a nadie. Se limitó a recorrer las habitaciones. Cruzó el comedor y el patio gritando, pronunciando siempre las mismas palabras: "¡Llegó el día! ¡Realmente llegó!".
Siento cómo entran en mi carne y se retiran lentamente. Mamá corrió hacia la cocina y empezó a tomar latas, cajas y comida de las despensas y a guardarlas en bolsos. Ninguna palabra habría podido rozar sus labios muertos.
Cada vez las siento más cerca, clavándose en mis oídos estrechos. Podía ver a la abuela sentada en la cama. Mirando fijamente el armario. No se atrevía a descolgar aquellas viejas prendas que durante tantos años habían dormido allí, como fantasmas de sueños que no volverán jamás a la vida.
¿Cómo podría escapar de ellas, si viven en mi mente? Me fui a la pieza y encontré allí a mi hermano pequeño, sentado en el suelo, abrazando a Rolly, su muñeco preferido. Me abalancé sobre él, le saqué el bicho y le dije con el tono más firme que mi ahogada voz pudo encarnar: "¿Qué hacés acá sentado todavía? ¡Dejá los juguetes! ¡Dejá los peluches! Ya te había dicho que estuvieses preparado para cuando llegase el momento".
Puedo sentir que me hablan. No me dejan en paz. Estruendos se avecinaban desde la otra calle. Las casas de la cuadra se iban vaciando desde la otra esquina. Pasos, como los pálpitos de un corazón viejo, tronaban el pavimento.
Por años me seguirán. No me dejarán sola jamás. Luces blancas, cual saetas, quebraban el velo de la noche cuando la aurora comenzaba ya a teñir el cielo de un color rojizo, como la sangre.