El Parque Oeste es como cualquier otro parque de Rosario. Verdaderamente no es muy grande: poco más de dos por cuatro cuadras. Rouillón, Barra y Riobamba rozan sus orillas. Su vientre es árido y desolado. El sol lo abraza. La luna lo baña. No hay árboles que caminen junto a nosotros. No se atreven a pisar más allá de sus fronteras.
Estamos caminando a través del Parque Oeste. Es de madrugada. Tenemos camperas y vamos encapuchados por el frío. De madrugada cantan sus pastos canos de rocío. El frío se siente debajo de la piel, bajo las camperas que nos mantienen abrigados. No hay un ánima en sus alrededores. Se escuchan voces por todos lados. El silencio y la soledad se sienten aunque no queramos. Hay una cancha de básquet. Un nene y su abuelo juegan en ella. El nene patea la pelota. Esta se escapa en la infinidad. No hay paredes con las que chocar. Su abuelo va a buscarla. Él es muy chico todavía para ir hacia las Hespérides.
Cruzamos muchas veces el Parque Oeste. Muchos prefieren rodearlo. Yo prefiero no perder el tiempo. No es más que un atajo. A la tarde se ven familias con sus hijos jugando en el parque. Dueños paseando a sus perros por allí. Hay ventas improvisadas a un lado de sus caminos. Se oye música. Se oyen risas y gritos inocentes. El silencio y la soledad se sienten aunque no queramos ¿Te acordás cuando solíamos andar por él en bici? Mirá, ya no tiene las heridas que le dejamos con las cubiertas ¿Acaso habrán cicatrizado? Su piel cicatriza, la nuestra no. En esos montículos de tierra y basura que los chicos suelen saltar en la bici están una nena y su papá buscando algo para comer.
El Parque Oeste es como cualquier otro parque de Rosario.
¡No! ¡Los rosarinos no tenemos miedo a la selva! No tenemos miedo a perdernos en la espesura. No tenemos miedo a la soledad, al frío, a las bestias. No tenemos miedo al infinito. Pero algo hay que siempre nos empuja a volver a las veredas, a los alumbrados, a las calles numeradas. Hay algo que nos arrastra devuelta a la fuerza al silencioso grito de la ciudad. Los barrios no conocen la bulla de la metrópolis. No le tienen miedo, pero la odian. Los barrios no le tienen miedo al silencio, pero no lo extrañan. El Parque Oeste no es una selva ¡Para nada! Pero algo tiene de salvaje.
Cruzamos muchas veces el Parque Oeste. Muchos prefieren rodearlo. Yo prefiero no perder el tiempo. No es más que un atajo ¿Te acordás cuando estábamos en séptimo y ellos en octavo grado? Siempre querían asustarnos. Nos decían que detrás de la otra pared del complejo se escondía el Viejo de la Bolsa. Que entre los árboles estaba esperándonos la Llorona. Que en el otro extremo del parque estaba el Silbón. Al final, tenían razón. Varias veces la escuché a la Llorona entre los árboles enjugando sus lágrimas negras. Algo le acompleja. Algo le duele, pero no me atrevo a acercarme para preguntarle. No hablamos la misma lengua. No somos de la misma especie ¿O sí lo somos? Pero no nos hablamos. Ella no es real. Quizás ella sea real. Quizás nosotros no somos reales. No somos reales al mismo tiempo que ella. Lo vi varias veces al Silbón merodeando a lo lejos. Vi cómo me miraba a los ojos. Yo lo miré a los ojos, pero ¿sabés qué?, no silba. No hace ruido. Sólo sabe andar a paso torcido. Al que no vi nunca es al Viejo de la Bolsa. Quizás ya se haya muerto. Quizás se lo tragó esta tierra verde. Quizás nunca existió. Quizás nos esté esperando detrás de la otra pared del complejo. No es como las aguas del Leteo el pavimento de Barra. Un perro viejo se nos acerca ¿Será Cancerbero? Sus pelos son como púas de puercoespín, sus ojos son rojos como los de una rata ¿Estará esperando que venga Heracles para darle de comer? Ni Heracles se atreve a ir hacia las Hespérides. Él es muy chico todavía.
Su vientre es árido y desolado. El sol lo abraza. La luna lo baña. No hay árboles que caminen junto a nosotros. No se atreven a pisar más allá de sus fronteras.
Estamos caminando a través del Parque Oeste. Es de madrugada. Tenemos camperas y vamos encapuchados por el frío. No hay Olimpo que se alce sobre él. No hay Tártaro bajo su hierba. Cruzamos muchas veces el Parque Oeste. Muchos prefieren rodearlo. Yo prefiero no perder el tiempo. No es más que un atajo. Nos podemos ver jugando a las escondidas en el parque. Ahí estoy yo, contando hasta diez con la frente contra aquel árbol. Es el mismo árbol. Se siente igual. No es el mismo árbol. No lo siento igual. No es otro árbol. Es el mismo árbol, pero diferente. El Parque Oeste es como cualquier otro parque de Rosario. Verdaderamente no es muy grande.
Estamos caminando a través del Parque Oeste. Es de madrugada. Tenemos camperas y vamos encapuchados por el frío. El silencio y la soledad se sienten aunque no queramos. Se escuchan voces por todos lados ¿Quiénes se ocultan detrás de los árboles? ¿Es el Silbón? ¿Es la Llorona? No creo que sea el Viejo de la Bolsa. Él ya se murió. Debe ser la Llorona. Se escuchan sollozos de mujer. Debe ser el Silbón. Escucho el silbido de una bala cortando el viento. Creía que el Silbón no silbaba. Al otro lado del Parque nos esperan Mandinga y el Lobisón. Ellos sabían que iba a venirme para acá. Sabían que iba a optar por cruzar el parque. Muchos prefieren rodearlo. Yo prefiero no perder el tiempo. No es más que un atajo. ¿Qué hacen ellos acá por el barrio? El parque no es la selva. Pero algo tiene de salvaje.
El tiempo no pasa en el Parque Oeste. Su vientre es árido y desolado. El sol lo abraza. La luna lo baña. No hay árboles que caminen junto a nosotros. No se atreven a pisar más allá de sus fronteras. El parque es siempre el mismo. Nosotros somos los diferentes. Somos los mismo de ayer, pero diferentes a nosotros mismos. El Parque Oeste es como cualquier otro parque de Rosario. Verdaderamente no es muy grande. De chicos nos parecía interminable. Jugábamos a ver quién se animaba a cruzarlo corriendo de una punta a la otra. El Parque Oeste siempre es el mismo. No hay un ánima en sus alrededores. Se escuchan voces por todos lados. Hay sombras divagando errantes por el parque. Se oyen risas y llantos, lamentos y gritos. Estamos en Cerrito, al pie de Rouillón ¿Dónde está Caronte? Le dije que nos esperase ¡No apareció todavía!
El tiempo no pasa en el Parque Oeste. Su vientre es árido y desolado. El sol lo abraza. La luna lo baña. No hay árboles que caminen junto a nosotros. No se atreven a pisar más allá de sus fronteras. El Parque Oeste es como cualquier otro parque de Rosario. Verdaderamente no es muy grande: poco más de dos por cinco cuadras. Rouillón, Barra y Riobamba rozan sus orillas.
El Parque Oeste tiene nombre. Se llama “Parque Dr. Ricardo Balbín”. Nosotros conocemos el Parque Oeste. En el Parque Oeste, el tiempo no pasa. El Parque Oeste es como cualquier otro parque de Rosario. Nosotros somos los mismo de ayer, pero diferentes a nosotros mismos.